Este artículo se publicó hace 4 años.
Perry MasonPerry Mason ha vuelto en color, tocando fondo y para amantes de lo detectivesco
HBO estrena esta precuela de Perry Mason muy alejada de la serie de los sesenta con Matthew Rhys a la cabeza.
María José Arias
Madrid-Actualizado a
Si hay un abogado televisivo icónico, ese es Perry Mason. Aquel tipo especializado en defender a acusados de asesinato nacido de las novelas de Erle Stanley Gardner que en los sesenta protagonizó una serie de éxito con su nombre y Raymond Burr en el papel. Mason ha vuelto y lo ha hecho en color, en los años 30, para HBO y con Matthew Rhys como protagonista indiscutible de una resurrección del personaje no apta para nostálgicos dirigida a amantes del género detectivesco.
Este Perry Mason no se esconde y desde el inicio se aleja considerablemente en tono, psicología y puesta en escena de la anterior versión del popular abogado criminalista cuya cabecera es historia de la televisión de los cincuenta y sesenta. La creada por Ron Fitzgerald y Rolin Jones no escatima en recursos a la hora de sacudir al espectador e incomodarlo. Al poco de comenzar, como tarjeta de presentación, aparece en pantalla el pequeño cuerpo sin vida desencadenante del gran caso que hará que este veterano hundido en el barro económico, moral y personal resurja. Para ello tendrá que emplear todo su talento en algo más que en robar fotos a gente en situaciones de desnudez comprometida.
En la que hoy estrena HBO cabe de todo: sexo, desnudos, sangre, violencia… Pero sobre todo se aprecia un trabajo de producción impecable con una ambientación de los años treinta en Los Angeles que traslada de inmediato a esa época posterior al Crack del 29 en la que la miseria, la corrupción y la suciedad impregnan a una buena parte de la sociedad. Y en medio de toda la mugre y la sordidez que desprende esta serie se encuentra un veterano de dudosa honra. Eso dicen de él para desprestigiarlo.
El Mason dibujado por Fitzgerald y Jones resulta ser uno de esos tipos complejos al que el sentido común obliga a dar esquinazo en la vida real por mucho talento y carisma que pueda desprender. Sin embargo, como personaje es rico en matices y un filón dramático para el guion. Más aún si quien le da vida es alguien como Matthew Rhys. Porque uno de los grandes atractivos que tiene Perry Mason –más allá de lo que pueda enganchar la investigación– es el reparto. Además del mencionado, luce en el cartel el nombre de Tatiana Maslany (Orphan Black), arrolladora cuando debe subirse al escenario como la Hermana Alice para pregonar a gritos y con música la palabra de Dios. En los dos primeros episodios vistos antes del estreno no comparten mucho espacio, pero lo harán, y ver a ambos actores interactuar es una promesa tentadora.
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La trama plantea el rescate de Mason con un efectista y truculento inicio con el que sacarle de los escándalos sexuales de la mano de un antiguo mentor llamado E.B. Jonathan (John Lithgow). Un caso que, de alguna manera, está conectado con esa iglesia todopoderosa y boyante en lo económico de la que la Herman Alice es su cara más visible y reconocible. De la negrura que inunda el guion asoman destellos de sarcasmo y cierto humor con, por ejemplo, dardos envenenados como los que se lanzan Mason, Jonathan y los respectivos ayudantes/socios de estos dos, Della Street (Juliet Rylance) y Pete Strickland (Shea Whigham). La escena de ellos cuatro discutiendo las hipótesis sobre la investigación petaca en mano parece un auténtico partido de tenis dialéctico.
Perry Mason se presenta no como una serie de abogados, sino de detectives. Una de género negro, muy negro, en la que su protagonista principal es alguien que hace tiempo que tocó fondo. Viste desaliñado, necesitaría una buena ducha en la mayoría de sus apariciones y una o dos noches de dormir las ocho horas de rigor del tirón. Como también dejar a un lado la bebida y acudir a un terapeuta que le ayude a superar los traumas de trinchera que le acosan y que, a todas luces, tienen la culpa de que se haya convertido en alguien tan desagradable a veces como para llamar en mitad de la noche de Año Nuevo, borracho y a gritos, a su exmujer para que le ponga al teléfono a su hijo dormido.
En medio de la situación actual en la que se encuentra Estados Unidos, el personaje de Paul Drake (Chris Chalk) cobra una mayor importancia y significado. Un agente de policía negro al que sus compañeros blancos ningunean y desprecian como muestra del racismo existente en la sociedad de los años 30 dentro y fuera del cuerpo de policía. Causalidades de los estrenos, en Penny Dreadful: City of Angels, también hay algo de eso. Ambientada en la misma ciudad, aunque unos años después, resulta inevitable ver las similitudes en las tramas de ambas series pese a cada una vuele por libre. En la de John Logan el racismo lo sufre un detective chicano, Thiago Vega (Daniel Zovatto), pero la investigación central también tiene que ver con una iglesia y una hermana.
En cuanto a la fotografía y escenografía, como ya se pudo ver en el tráiler, se cuida mucho de mantenerse en la estética propia del género. Abundan los tonos apagados, las estancias destartaladas en las que vive Mason, una luz muy característica y toda esa indumentaria tan de los años treinta que rápidamente y de un vistazo se asocia a lo detectivesco. El Philip Marlowe de Raymond Chandler es de los treinta, aunque Humphrey Bogart le diese vida en los cuarenta, y bien podría cruzarse en la calle con su colega de profesión. Y como aquel y tantos otros detectives antes y después, Mason no destaca por esa agilidad mental arrolladora de la que hace gala Sherlock Holmes, sino por sus habilidades, su tesón y su disposición a poner su propia integridad en peligro.
Producida, entre otros, por Robert Downey Jr. y Susan Downey, la primera temporada consta de ocho episodios disponibles en HBO. Una visión renovada y actualizada (un personaje como el Mason de Burr difícilmente encajaría en la televisión actual) de largo recorrido.
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