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La primera temporada de Por trece razones levantó tanto revuelo que la segunda no ha logrado abstraerse del mismo y lo ha incorporado en forma de aviso inicial a los espectadores, pero también en sus guiones, en sus líneas de diálogo. De entrada se nota en esos mensajes antes de los títulos de crédito -‘si eres víctima quizá no sea el mejor momento para ver esta serie’, vienen a decir- y en la carta firmada por su creador, Brian Yorkey, adjunta con la autorización a los periodistas para asomarse antes de su estreno de este viernes a los 13 nuevos episodios que continúan la historia de Hannah Baker y sus compañeros del instituto Liberty High. Clay, Hannah, Jessica, Justin, Zack, Bryce, Tony… Ellos siguen siendo los protagonistas indiscutibles de una temporada que peca de los mismos errores como serie que su predecesora y que, hablando el lenguaje del público joven al que va dirigido y desde su punto de vista, sigue fiel a su vocación de abrir el debate, de ser parte de la conversación.
Si en la primera se hablaba de acoso escolar, suicidio adolescente y abusos sexuales, en esta se sacan a relucir diversas adicciones, la presión del grupo, las relaciones nocivas de amistad, el fallo generalizado de instituciones como la educativa y la familiar, el diferente rasero de la justicia según el dinero que se tenga en el banco, los problemas mentales y una problemática tan estadounidense como las armas. Todo eso se introduce en la coctelera que es la nueva temporada, la que este viernes se estrena en Netflix. En algunos temas se profundiza más que en otros, pero todos están presentes.
Cuando fue lanzada en marzo de 2017, a la serie creada por Brian Yorkey le pasó como al libro publicado por Jay Asher una década antes, la temática que abordaba y cómo lo hacía provocaron tal revuelo que hasta se le llegó a acusar de ‘romantizar’ el suicidio. Se puede estar de acuerdo o no con ello, aunque lo cierto es que la ficción de Netflix no daba demasiadas razones para pensarlo, pero lo que no se le puede negar a Por trece razones es el hecho de haber logrado abrir un diálogo que pocas veces se había planteado en televisión. Sí, ha habido series sobre el abuso escolar y sexual adolescente y sobre el suicidio. Sí, las ha habido mejores, como la segunda temporada de American Crime, por ejemplo.
La diferencia es que esta no es una producción pensada para adultos en busca de contenidos de alta calidad, sino para adolescentes y, como tal, se coloca a su nivel y saca a relucir temas que les preocupan y sobre los que no se atreven a hablar con sus mayores. Aunque haya quedado demostrado, 23 capítulos después, que callárselo todo, tragar y no pedir ayuda nunca es la solución. Y mucho menos vista la segunda temporada. Ese puede ser, quizá, el mensaje más alto y claro que transmite Por trece razones. Pedir ayuda es el primer paso para salir adelante. De ahí el mensaje con el que arranca la serie y la plataforma habilitada por sus responsables como recurso al que aferrarse para quien lo necesite.
Esta segunda temporada se adentra en el juicio planteado por la familia Baker contra el Liberty High, al que acusa de no haber protegido a su hija. Con numerosos testigos pasando por la corte para dar su versión de los hechos, la mayoría de ellos pasa de ‘culpable’ a víctima. Convertida en tema tabú en los pasillos del que fuera su centro educativo, su infierno en vida, Hannah no deja de ser el fantasma omnipresente de una nueva hornada de episodios en la que se echa mano de un recurso un tanto forzado para no perder el tirón de Katherine Langford y seguir estirando el empuje logrado con la primera temporada. Los siempre socorridos flashbacks ayudan a seguir contando su historia, de la que aún hay cosas por descubrir y más versiones que escuchar. La de las cintas era solo su “verdad”, como Hannah le repite incansablemente a un Clay Jensen (Dylan Minnette) que sigue manteniendo su espíritu quijotesco frente a la injusticia y que se da de bruces con una realidad que no le gusta: quizá no conocía tan bien a su amiga como creía.
El problema al que se enfrenta Por trece razones en esta segunda entrega en la que camina libre de las ataduras que pudieron suponer adaptar una novela a la que no siempre se mantuvo fiel es que no cuenta con la frescura que podría presumírsele en su estreno hace un año. Si bien a aquella se le podían pasar por alto sus fallos como serie, pasada la novedad y asimilado el mayor o menor carisma de los jóvenes protagonistas, cada vez cuesta más. Yorkey tarda 10 capítulos en llegar a la parte donde realmente lo que quiere contar interesa. Antes de eso, innumerables golpes de timón en un barco que va a la deriva entre el drama adolescente y el judicial. Todo muy repetitivo. Si antes cada capítulo abordaba el contenido de una cara de las cintas grabadas por Hannah, en esta ocasión se trata de uno de los testimonios en el juicio en el que se debería juzgar al instituto pero en el que en realidad se les juzga a todos, incluida la víctima principal del caso. Y en lugar de cassettes, ‘polaroids’. Que no falte el componente retro.
Más violencia emocional, física y verbal
Al final, los protagonistas vuelven a ser los mismos, con otras partes de la historia que contar (unas serán ciertas y otras, no) para intentar aportar algo nuevo y ampliar lo que ya se sabía. Hannah no es la única y hay mucha más basura escondida bajo la alfombra. En su regreso todo es más violento emocional, física y verbalmente, más crudo. Lo que funcionaba en la primera no lo hace tanto en la segunda y resulta inevitable subir los grados de intensidad para captar la atención. Por otro lado, intentar abordar la realidad desde tantos puntos de vista llega a hacer que se pierda el ritmo de la narración constantemente. Da la sensación de estar alargándose el material de origen, el que ya había en la novela y que se consumió en la primera temporada. El recurso de saber qué contará cada uno en el estrado, si la verdad, solo una parte de ella o una gran mentira, acaba siendo demasiado reiterativo y desesperante.
Lo que queda, y parece más que intencionado, es una sensación generalizada de pesimismo. Nada funciona en el universo de Por trece razones. Ni la justicia. Ni el instituto como el lugar seguro que debería ser para los jóvenes. Ni la familia. Porque el poso que queda tras el baile de final de primavera es que la culpa de todo la tienen los adultos. Los profesores que no saben leer las señales y que hacen la vista gorda; los padres que viven en el limbo sin darse cuenta o sin querer hacerlo de lo que pasa en su propia casa. Los adolescentes se sienten solos, como si ellos fuesen los únicos capaces de hacer justicia para Hannah y solo ellos pudiesen protegerse de un sistema que les falla continuamente. Por eso no hablan con sus padres y profesores. Lo que les lleva a cometer verdaderas estupideces. Es la razón que se esgrime. Eso es lo que transmite dando vueltas sobre lo mismo una y otra vez.
En una carta enviada a los periodistas junto con el acceso a los capítulos antes del estreno, Brian Yorkey explica que “nuestra esperanza, siempre, es que la veracidad en nuestra narración resonará en los jóvenes espectadores. Nos sentimos alentados al descubrir en un estudio reciente de la Universidad de Northwestern que ha tenido un efecto positivo demostrable, aproximadamente tres cuartas partes de los adolescentes y jóvenes encontraron Por trece razones ‘identificable’ y el 71% dijo que el programa les ayudó a procesar temas difíciles”. Continúa su misiva mencionado la dureza de algunas escenas, contenidas sobre todo en los tres últimos episodios que, por otra parte, son los que mejor funcionan y realmente captan la atención. Y muestra la esperanza de que como hiciera la primera temporada esta logre incluir en la conversación las cuestiones que propone. Lo de menos es si Hannah contó toda la verdad o solo una parte.
Que lo consiga o no se verá a partir de este viernes, que es cuando la serie se estrena al completo en Netflix. Material hay para ello y sus 13 capítulos están plagados de referencias no solo a la polémica que generó la primera temporada y explicaciones nada disimuladas al porqué de muchas cosas que se le criticaron entonces, sino que se suma inevitablemente a una corriente surgida tras su anterior estreno como es el #MeToo. Lo hace de una manera poco sutil y un tanto forzada, pero ahí está. Puede que en Estados Unidos el tema que pese sobre el resto de los que se intentan debatir sea otro inherente a su propio sistema, pero en España resulta imposible ver ahora Por trece razones sin acordarse del caso de La Manada. Ficción y realidad confluyen muchas veces. El debate que se plantea en ese sentido lleva abierto en España meses y hace ya tiempo que dio el salto a la sociedad, a la calle. En cuanto al final, queda más que abierto para seguir usando esta ficción adolescente como una herramienta para abrir ciertos debates, generar polémica y seguir estirando una historia que debería haber sido ya cerrada. Las críticas por cómo lo ha hecho, por la violencia visual de algunas escenas, no tardarán en llegar.
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