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Movida madrileña La Prospe, el barrio que propagó la nueva ola

El paseo 'La memoria musical de Prosperidad' nos retrotrae en el tiempo para que recordemos que ésta fue la zona cero de la movida madrileña: de la sala Rock-Ola a la Morasol, pasando por los estudios de grabación y los ateneos libertarios. Es una de las rutas del programa CiudaDistrito, que busca estimular la actividad cultural y apoyar el tejido creativo de la periferia.

Fotografía de Jesús Alcaraz tomada en Rock-Ola durante un concierto de Último Resorte. / ARCHIVO JESÚS ALCARAZ

Aquí nació todo. Tras la puerta que hoy da paso a unos trasteros, Madrid se abría a la nueva ola, que pasaría a la historia como la movida. Calle Padre Xifré. Año de 1981. La interminable cola recupera fuerzas con los bocatas de calamares del Oca’s tras haber abrevado en los bares aledaños. Gabinete Caligari frecuenta los de la calle Cartagena y se encuentra a Poch, de Derribos Arias, “tomándose unas alitas de pollo o… robándolas”. Cuando Pepe, el portero, no reparte mamporros, algunos clientes tratan de entrar en avalancha. Dentro, oscuridad y postureo. El Rock-Ola: leyendas alimentadas por el paso del tiempo y anécdotas olvidadas que se acumulan en el sótano.

“Todos los que vivieron aquello sienten un estremecimiento cuando pasan por aquí”, afirma la periodista Elena Cabrera a la sombra del edificio Torres Blancas. El rollo se gestó en un tugurio ubicado en el sur de la Prospe, que fue creciendo tras fusionarse con el Marquee, el local donde actuaban Tip y Coll cuando se llamaba Top Less. La ciudad adolecía de una sala de conciertos mediana para acoger a las bandas extranjeras y sus dueños lograron meter a más de mil personas en un espacio cuyo aforo era sensiblemente inferior, aunque apenas cuatrocientas podían ver las actuaciones con garantías, pues las columnas tapaban la visión del escenario, además de transmitir el ruido edificio arriba. Pobres vecinos.

La cola en el exterior, alimentada por el infranqueable Pepe, tampoco contribuía a la paz. “Era un bicho que daba mala fama al oficio de portero de discoteca”, describe la guía de la ruta La memoria musical de Prosperidad, incluida en el programa municipal CiudaDistrito, quien traza mentalmente los planos del establecimiento. “La decoración era cutre a más no poder. Como no tenían dinero, lo pintaron todo de negro. De noche, molaba, porque tenía un punto siniestro. Sin embargo, a la mañana siguiente, cuando se encendían las luces, ¡ay, mi madre!”, se ríe Cabrera. “El caso es que en el pub de la entrada, donde pinchaba Pilar Hernanz, se lucían los modelitos y los cardados afterpunk. Mientras, los asistentes a los conciertos escupían a grupos como Spandau Ballet o Depeche Mode. ¿Pero esto qué es?, se preguntarían. ¡Pues España! Como íbamos con retraso, el punk había llegado en el 83 y los ingleses lo flipaban”.

La lista de bandas internacionales que pasaron por aquel remedo del bendito infierno es ingente: Iggy Pop, New Order, Siouxsie and the Banshees, New Order, The Damned, Nick Cave, The Exploited, Divine, The Cramps... “Hacía tanto calor que el sudor se condensaba en el techo y las gotas caían encima del público. Imaginaos la cantidad de laca que tenían que echarse para mantener fijo el peinado”, ironiza la periodista y vecina del barrio. “Las peleas eran míticas y, de hecho, la sala cerró temporalmente tras un incendio en 1984 [cuando estaba a punto de cumplirse el primer aniversario de la tragedia de la discoteca Alcalá 20] y de manera definitiva un año después, tras la muerte de una persona durante una reyerta entre mods y rockers”, explica la presentadora del programa radiofónico Directo Salvaje, quien recuerda otros pasajes agrestes, algunos relatados en el documental Rock-Ola. Una noche en la movida, que Antonio de Prada trasladaría a la letra impresa en el libro Rock-Ola. Templo de la movida (Amargord).

Los miembros de la banda psychobilly King Hurt usando los mástiles de bajos y guitarras a modo de bates de béisbol: en vez de pelotas, huevos. Y, cuando la parroquia había adquirido un tono amarillento, un buen rebozado con harina lanzada desde el escenario. “Una cosa verde colgando de la cara de Germán Coppini” era peccata minuta, sobre todo si lo comparamos con “Decibelios haciendo el punki con unos pollitos”. Elena se abstiene de detallar la performance, porque hay niños delante, aunque unos dicen que los barceloneses estrujaron sus pescuezos y otros, que los aplastaron con sus botas. El batería Miguel Alférez, en una entrevista a The Metal Circus, lo niega: “Rotundamente falso. Sí es cierto que algún que otro animal compartió escenario con nosotros, pero ninguno perdió la vida”.

Además de ellos, tocaron bandas del panorama estatal como Parálisis Permanente, Los Secretos, Radio Futura, Glutamato Ye-Yé, Las Chinas, Burning, Golpes Bajos, Almodóvar y McNamara, Los Nikis o Nacha Pop. Porque, como cantaba Siniestro Total, “Yo quiero ser Alaska / salir siempre en el ¡Hola! / tocar en el Rock-Ola / y quedarme con la basca”. Dos iconos de las movidas, la madrileña y la viguesa, enfrentados sobre las tablas capitalinas. “Una noche muy divertida, donde no faltaba de nada y sobraba de todo”, en palabras de Carlos Borsani, fundador de la compañía de teatro experimental GAD y hermano de Joe, letrista de Rubi y los Casinos y director artístico de la propia sala tras la salida de su responsable hasta 1984, Lorenzo Rodríguez.

Todos ellos pasaron por la calle Padre Xifré, como Carlos Entrena —cantante de Décima Víctima y antes de Ejecutivos Agresivos—, quien ha bocetado sus memorias para que Cabrera las lea en su nombre. Vecino del barrio, estudiante del Claret y fiel del templo de la nueva ola, rememora aquellos maravillosos años: “O soy muy despistado o tengo mucha suerte, pero yo nunca vi una pelea en Rock-Ola. Qué triste final para una sala que siempre será para mí el local en el que más horas he estado y donde mejor lo he pasado”. En su texto, repasa los encuentros con pintores, fotógrafos, músicos, cineastas y artistas. “Había exposiciones, desfiles, teatro y sketches de Pedro Reyes y Pablo Carbonell, por no hablar de la emisión de los partidos del Mundial 82”, enumera Cabrera, sin profundizar en la rivalidad capilar entre los mullets de los futbolistas y los cardados de los modernos.

Además de los músicos habituales, sobre las tablas o acodados en la barra, Alberto García-Alix, Ouka Lele, el Hortelano, Bibi Andersen, Pedro Almodóvar, Jesús Ordovás, Pablo Pérez-Mínguez o Miguel Trillo, cuyas fotos documentaron la fauna del lugar: entre el pijerío y la vanguardia, punks, mods y demás tribus urbanas, empezando por la gente normal que aprovechaba las actuaciones para ir de safari. Tras su cierre, hubo un amago de reapertura que no prosperó, hasta que en 2016 renació en la calle José Abascal, si bien la experiencia fue efímera. “Un local no es sólo una marca, sino las personas que lo frecuentan”, cree Cabrera. La ciudad también ha cambiado. Y, pese a que el itinerario discurrirá a partir de ahora río arriba, hasta el agua deja de ser la misma una vez que las tocas. “Esto no es un mero paseo. Caminemos juntos e intentemos evocar vuestras memorias. Me gustaría que asomasen esos recuerdos”, les pide la anfitriona a la veintena de asistentes, todos del barrio a excepción de una pareja.

“Cuando visito sitios que no he conocido, revivo lo que ha sucedido en ellos, como en una psicogeografía”, explica la guía, quien se ha propuesto recuperar la intrahistoria del barrio. “La memoria es volandera”, comenta mientras entrega un tríptico de la ruta, que fluye como un salmón a contracorriente. No se trata de una deriva situacionista, sino de una travesía trazada de abajo arriba, aunque aquí, como en la vida, nunca queda claro qué es desembocadura y qué es fuente. Caminamos hacia la sala Morasol, convertida en unos cines que echaron el cierre y han vuelto a abrir bajo otro nombre. Hay niños y ancianos, matrimonios y familias, jóvenes ya no tan jóvenes que vivieron los estertores de la movida y señores que cuentan batallitas de salón de baile, acaecidas después de Franco y antes del punk.

Claudia González transita hoy el laberinto urbano de Prosperidad, como antes surcó las calles de otros barrios periféricos. Licenciada en Bellas Artes y MBA en Gestión de Empresas e Instituciones Culturales, disfruta de las crónicas que se han traspapelado entre edificios y bajos comerciales ahora anodinos, pero que desbordaron singulares vivencias. “Es significativo lo que una sociedad magnifica y lo que deja pasar al olvido. Más allá de los monumentos y los homenajes heroicos, bélicos, eclesiásticos y masculinos, hay muchas historias colectivas que quedan escondidas y no se conmemoran, hasta que el tiempo se lleva por delante sus escenarios. Ese conocimiento reside en los vecinos, por lo que estos paseos son fantásticos para poner en valor esos testimonios”, considera la miembro de CiudaDistrito, un programa del Ayuntamiento de Madrid que busca estimular la actividad cultural en los distritos y apoyar su tejido creativo.

Antes de zigzaguear hasta la calle Zabaleta, 56, enumera otras iniciativas que rinden tributo a las cigarreras de la Tabacalera en pie de guerra o a las mujeres ilustres a la sombra de los panteones de la Almudena. “Trabajamos en términos de descentralización y de proximidad cultural, complementando la oferta de los distritos con actividades diferentes que reivindican los barrios y sus identidades”. Madrid, insiste González, es amplio y diverso. “La periferia no sólo existe, sino que también rebosa de cultura. De ahí la idea de estos trayectos, porque hay muchas formas de recorrerla para rescatar sus historias y de observarla desde otro punto de vista”. Para un profano a quien le acaban de quitar la venda de los ojos y echa un primer vistazo, la Prospe podría estar en el sur, como está en el norte, aunque con sus singularidades. Su fisionomía tiene rasgos obreros, mas no ha sido centrifugada hasta el arrabal y hoy se encuentra en una zona relativamente céntrica.

Gaspar —doce años— no se imaginaba lo que se coció en cada esquina, pero como prematuro melómano goza con la experiencia. “Me encanta pasear por estas calles y conocer sus aventuras musicales, sobre todo porque me molan los grupos de los ochenta, a los que me ha aficionado mi padre: The Clash, AC/DC o David Bowie”. ¿Y españoles? “Soy más de bandas anglosajonas, aunque me gustan algunas canciones como Camino de la cama, de Siniestro Total”. Arsen, tres años menor, secunda a su hermano: “Ha sido muy curioso, porque había sitios que no conocíamos”. En realidad, resulta complicado imaginarse que en el piso superior a los talleres Anpes se hallaba el cuartel general de Aviador Dro, donde vivía, ensayaba y jugaba al rol Servando Carballar. Bueno, él y medio instituto Santamarca, pues todo quisque tenía las llaves. Además de fundar el colectivo literario Expresión y publicar fanzines, el actual propietario de la tienda de cómics Generación X montaría DRO para editar sus propios elepés: la primera compañía de música independiente, sigla de Discos Radiactivos Organizados.

“Parece sólo un portal, pero la movida madrileña nació aquí. No me gusta ese término, mas supuso el Big Bang de la nueva ola. Como decía él mismo: La Prospe, donde todo empezó”, explica Cabrera, quien recuerda su paso anterior por un colegio de curas. “Si en el Rock-Ola se pegaba, allí no os cuento…”, ironiza la guía. El Santamarca, en cambio, protagonizó en 1978 una huelga en defensa de la gestión democrática del instituto, acordada por los profesores y secundada por padres, alumnos y sindicatos. Aunque a la directora y al jefe de estudios les abrieron un expediente la víspera del referéndum para la ratificación de la Constitución, la llama de la lucha prendió en otros centros de la ciudad y del país. “Los docentes reclamaban más autonomía. No obstante, a Aviador Dro no les parecían lo suficientemente de izquierdas y les montaron un pollo”, sonríe Cabrera. Tiempo no le faltó a Servando para ensayar su teoría nuclear, entre el parón académico y las ausencias de sus padres, dramaturgos y marionetistas, de gira por España. Hasta dio para broncas, pues tres obreros especializados abandonaron la banda para montar Esplendor Geométrico.

Parada del paseo 'La memoria musical de Prosperidad' en la tienda de discos La Negra. / H.M.

Parada del paseo 'La memoria musical de Prosperidad' en la tienda de discos La Negra. / H.M.

No lejos de este cuartel general electrónico y futurista abrió hace tres años La Negra, un punto de encuentro entre las viejas y las nuevas generaciones, adonde vienen a vender y a comprar, pero sobre todo a encontrar. “Si una tienda de discos ya es excepcional, tenerla en Prosperidad resulta un lujo”, comenta Elena dentro del negocio, fundado por Paloma y Mario con el objetivo de materializar sus inquietudes musicales y, de paso, huir de la losa que supone tener jefes. “Recibimos la herencia del barrio, empezamos rodeados de proyectos afines [aquí se venden productos de artesanos y álbumes de bandas de la zona] y, nada más abrir la puerta, descubrimos que la gente que entraba tenía mucho que contar”, apunta Paloma. “Es complicado, aunque estar rodeado de elepés y dedicarte a algo que te apasiona es una maravilla”, añade Mario.

Sus padres, Carmen y Marcial, conocen la cronología, pero escuchan con atención. “Aquí siempre ha habido mucho ambiente y, como si fuese un pueblo, los jóvenes están muy arraigados”, comenta ella. Nacen nuevos grupos, como Casa Dragón o Pablo Prisma y las Pirámides, que toman el relevo de los clásicos, cuyos trabajos regresan a la tienda como objetos de segunda mano. “Es un círculo, todo vuelve al barrio, tanto los de Aviador Dro como los de otros conjuntos que grabaron por aquí”, explica el dueño de La Negra, cuya socia y pareja señala la camiseta del Rock-Ola que le regaló el patrón del bar Oca’s cuando cerró. Por aquí significa Doublewtronics, los legendarios estudios situados en la misma calle Eugenio Salazar, donde Carballar decidió producir su primera maqueta porque le pillaba de camino al instituto. Cojan un elepé de la época y fíjense en la letra pequeña: ¿Dónde estabas tú en el 77?, de Loquillo y Trogloditas; Cuatro rosas, de Gabinete Caligari; El acto, de Parálisis Permanente; La ley del desierto / La ley del mar, de Radio Futura…

Casi resulta más sencillo señalar qué banda seminal no frecuentó el local desde los ochenta. Basta citar a Los Coyotes, Tino Casal, Los Nikis, Aerolíneas Federales, Los Cardiacos, Mecano, Los Toreros Muertos, Joaquín Sabina, Los Secretos, Fangoria… “Puede pasar desapercibido para los vecinos, pero no para nuestras colecciones de discos, pues aquí se grabó la nueva ola del pop. Entonces, no había una estructura de sellos independientes y los grupos no podían pagarse estudios caros, por lo que empezaron a proliferar los pequeños. Como éste, que era una tienda de repuestos eléctricos antes de que Jesús N. Gómez se reconvirtiese en productor. Cobraba tres mil pesetas la hora, por lo que una maqueta podía salir por cuarenta o cincuenta mil, es decir, no más de trescientos euros. Luego, algunas terminaban vendiéndose como sencillos y epés”, recuerda Cabrera.

“No sonaba potente ni muy bien y las baterías resultaban metálicas, mas esa precariedad dio lugar al sonido Doublewtronics. Si antes hablábamos del Big Bang, ésta era la arena de la costa donde rompía la new wave madrileña”. Así, las discográficas DRO y GASA —Grabaciones Accidentales S.A., fundada por Paco Trinidad (bajista de Ejecutivos Agresivos y luego afamado productor), Esclarecidos y los prósperos Décima Víctima— recurrían a este estudio, donde se grababa día y noche. “Pensad en Jesús: ¡unas ojeras!, ¡una palidez! Aunque luego llegó la revolución digital y las grabaciones caseras, que acabaron con ellos”, añade la periodista. Éste, tras ralentizar la marcha, todavía subsiste.

“La calle Eugenio Salazar era nuestra Manuela Malasaña”, subraya la anfitriona, quien ha trabajado en Festival de Benicàssim, en el Experimentaclub y en la MTV, escrito sobre música en numerosos medios y dirigido un pequeño sello, Autoreverse, que sentía atracción por el synth-pop y otros géneros oscuros. En el número 32 sigue en pie el bar La Ópera Flotante. En el 52, Melting Pot Records, que también prensa vinilos y edita sus propios discos de drum & bass. Al final de la cuesta, El Garaje Hermético, cuyo nombre rendía homenaje al cómic de Moebius, con su billar y su antiguo Jaguar. Y, a la vuelta de la esquina, lo que fue la sala Morasol, que acogió a Simple Minds, Sade, Echo & The Bunnymen, Ian Dury, Nina Hagen o ¡Tina Turner!

“Apareció cubierta de trapos selváticos similares a los de la Jane tarzaniana e inició un abierto y caluroso repertorio de temas de estrellas del rock”, escribió Santiago Alcanda sobre aquella noche de 1983. “Apenas duró dos años, suficientes para que la montaran gorda”, se lamenta Cabrera. “El Ayuntamiento hizo un barrido de salas ilegales y la Morasol había generado muchas protestas de los vecinos. El día que anunciaron el cierre, en 1984, iba a tocar Tino Casal”. Las autoridades municipales, que clausuraron otras tres discotecas, alegaron que superaba el ruido permitido y que carecía de licencia de instalación, apertura y funcionamiento. Hoy, reconvertida en unos cines, el Conde Duque Auditorio Morasol ofrece una programación de ópera, ballet, documentales y películas.

A su izquierda, el Centro Cultural Nicolás Salmerón. Su edificio nos retrotrae a la Segunda República, cuando albergó fugazmente una escuela, cuyas enseñanzas fueron truncadas por la guerra civil. En 1941, la Falange fundó la Academia Nacional de Mandos José Antonio para formar a los cuadros del Frente de Juventudes. Mientras el lugar languidecía en los setenta, el Gran Wyoming, criado en Prosperidad, daba sus primeros pasos en el Ateneo Politécnico, una academia privada donde los jóvenes pudieron dar rienda suelta a su creatividad, pero los herederos del dueño optarían por la piqueta. “La oposición de dos de los hijos del mecenas generó una batalla legal y campal que terminó como suelen terminar las buenas acciones cuando hay por medio terrenos para especular”, recordaba Moncho Alpuente en el reportaje Un garbeo por La Prospe.

“Tras el desalojo policial del Politécnico, los ocupantes que aún no habían estrenado la ka hicieron lo propio con los locales de la antigua Escuela de Mandos, desmantelada tras la muerte del supremo y superlativo mandatario del régimen. El nuevo centro cultural se convirtió en un vivero de actividades en el que germinaron los más desmandados talentos musicales de lo que empezaba a llamarse movida madrileña. Después del movimiento, la movida, el edificio que había albergado a los candidatos a profesores de Educación Física y Formación del Espíritu Nacional, terror de aulas y patios colegiales, se transformó en un nuevo ateneo artístico y libertario, sin exclusiones, donde convivieron durante un tiempo un gimnasio de artes marciales y una sala de exposiciones, El Saco, en la que jóvenes creadores y diseñadores expusieron sin rubor sus obras primerizas, esculturas con materiales reciclados entre el dadá y el arte povera, el pop art y el agit prop”, escribía Alpuente en El País.

Parada del paseo 'La memoria musical de Prosperidad' ante el Centro Cultural Nicolás Salmerón. / H.M.

Parada del paseo 'La memoria musical de Prosperidad' ante el Centro Cultural Nicolás Salmerón. / H.M.

Allí estaban Wyoming y Reverendo con Paracelso; Bernardo Bonnezzi y Tesa Arranz con los Zombies; Enrique y Álvaro Urquijo con Tos, cuya mucosidad modelaría a Los Secretos; Javier Teixidor con Mermelada de Lentejas, denominación que perdería las legumbres por el camino; y el Zurdo con Paraíso y —junto a Alaska y Carlos Berlanga— Kaka de Luxe. “Ya había nombre [originalmente, Shit de Luxe], un mínimo repertorio y proyecto de boletín, pero ni local ni batería”, escribe Fernando Márquez en Música moderna, reeditado por La Fonoteca y Libros Walden. "Conseguimos al fin un cubículo en el Ateneo de Mantuano y allí, con un batería de prestado, montamos en un par de días un repertorio para media hora de show”. También estaba, claro, Biovac N —alter ego de Carballar— con El Aviador Dro y sus Obreros Especializados, quienes compraron sus primeros instrumentos con el dinero que obtuvieron después de vaciar kilos y kilos de papelajos falangistas durante tres meses.

Para hacerse una idea de cómo eran entonces, el Zurdo narra en el citado libro que en una entrevista concedida a la revista Star se ofrecieron a ayudar en tareas de representación a bandas noveles. "Sólo recibimos una llamada a nuestra oferta filantrópica y fue de unos tíos rarísimos que ensayaban en una casa de Prosperidad”. El caso es que Servando y compañía vendieron los sacos de papel y privaron de una documentación histórica al centro social —formado por la conjunción de los cobijos rebeldes y libertarios, como la Universidad Popular, el Politécnico y la asociación de vecinos—, que albergaría varios locales de ensayo, un auditorio, una galería de arte, una guardería y una escuela popular, de la que se beneficiaron los mayores del barrio.

Tras esos muros se rodaron películas como ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (Fernando Colomo, 1978) y Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón (Pedro Almodóvar, 1980). En la primera, Burning interpreta la canción homónima, compuesta para el filme, aunque el director sustituyó al cantante de la banda de rock, Toño Martín, por el actor José Lage Fifo. “Si os fijáis en el primer plano, el techo del auditorio está decorado con un mosaico del yugo y las flechas”, explica Cabrera. También protagonizado por Carmen Maura, el periodista Rafael Cervera rememora en el libro Alaska y otras historias de la movida (Plaza & Janés) algunas anécdotas del segundo rodaje en lo que hoy es el Centro Cultural Nicolás Salmerón. "En el salón de actos del Ateneo de Mantuano, lugar de ensayo de Pegamoides y otras bandas, Almodóvar rodó la actuación del grupo. En ella aparece Alaska ejerciendo de cantante por primera vez en toda su carrera, y ataviada con un peluca pelirroja que en realidad pertenecía a la muñeca de Tamaño natural".

Entre el público que escuchaba al grupo ficticio Bomitoni, figuraban Nacho Canut, las Costus, Manolo Campoamor —"Pensaba que la película no iba a tener mucho interés, aparte de que me daba muchísima vergüenza porque cuando empezó se llamaba Erecciones generales”, justificaba su ausencia en el escenario— y, sorpresa, la actriz y cantante Ana Belén, pues una hermana suya trabajaba como script. Curiosamente, el grupo de Bom —encarnada por Alaska, de sólo quince años— interpreta Muy cerca de ti, que Ana Belén había cantado de niña en la película Zampo y yo. Tanto la letra como las rimas de la segunda canción, Murciana, son irreproducibles, no vaya a ser que hieran la sensibilidad del oyente y del lector. “Y hasta aquí hemos llegado”, concluye Elena Cabrera, tras subrayar que el Centro Social Mantuano sólo duró tres años, pero su actividad todavía permanece en el recuerdo.

“Pese a ser del barrio, desconocía su existencia, por lo que me parece muy interesante rescatar esta y otras historias, porque te hacen sentirte parte de él”, comenta David. “Al final, es lo que les va a quedar a nuestros hijos, a través de nosotros o de otras personas que se las cuenten”. Arsen y Gaspar escuchan atentamente. “Me gustaría ser guitarrista y estaría guay montar un grupo de música, aunque es muy difícil”, comenta el hermano mayor. Ana, su madre, echaba de menos estos relatos periféricos: “La ruta me ha encantado, porque te da vidilla y te hace sentirte más a gusto en el lugar donde vives. Desde hace años, sólo sabemos las historias del centro, como si lo fuese todo”. Elena, pendiente de la presencia de la chavalada, lanza un aviso para navegantes —de la nueva ola de la nueva ola— a los cuatro niños que la han acompañado: “Nos vemos dentro de diez años en el concierto de vuestro grupo”.

En los meandros del callejero, se ha quedado atrás la sala M&M, precedente del Rock-Ola, bastión musical de la Guindalera en los setenta y escenario de la puesta de largo de Burning, donde tocarían Nico o Soft Machine. También un clásico abierto dos décadas después, el bar Wild Thing, que parecía haber sido teletransportado desde Malasaña. No queda rastro del garito situado frente al Garaje Hermético, frecuentado por los vecinos y por algunos plumillas de un periódico ubicado entonces en la calle Pradillo, pero a saber cómo se llamaría el local. “La historia se reescribe siempre sobre sí misma y hay que recuperarla, aunque sólo sea en tu cabeza”, concluye Elena Cabrera, guía de otro paseo por la misma zona, La arquitectura social de Prosperidad. Quizás haya llegado la hora de dejarse llevar por la corriente, río abajo; vadear López de Hoyos, la arteria aorta de la Prospe; y arribar al Pop & Roll, el bar de Javi Molina, batería de Hombres G. Arqueología musical, al fin desempolvada.

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