Este artículo se publicó hace 6 años.
‘Maniac’La inclasificable serie que juega al despiste en el caos de la mente de sus protagonistas
Dos personas con serios problemas para controlar sus mentes y su estado de ánimo se prestan como cobayas para probar unas pastillas que prometen curarles. Así arancha ‘Maniac’, una serie que se aprovecha de la empatía que generan sus protagonistas para arrastrar al espectador a su terreno.
María José Arias
Madrid--Actualizado a
Maniac, la serie que Cary Joji Fukunaga (True Detective) ha creado para Netflix y que se estrena hoy, resulta un embrollo intencionado muy bien calculado. No se la puede clasificar ni enmarcar dentro de ningún género. Y eso, que en ocasiones puede ser negativo, puntúa a su favor. Cuando parece que ya se sabe de qué va o hacia dónde camina aparece alguien o pasa algo que la pone de nuevo del revés.
La única constante que se mantiene firme son sus dos protagonistas principales, interpretados por Emma Stone y Jonah Hill. Ellos y sus problemas mentales sirven de anclaje a una historia que encierra muchas y que juega continuamente al despiste recreándose en su universo distópico pero fácilmente creíble escrito por Patrick Somerville, autor de guion.
La sociedad que presenta Maniac parece sacada de los setenta y los ochenta. Se mezclan un poco ambas décadas. El mobiliario, el vestuario y la tecnología, que tiene una gran presencia y cierto peso en la trama, así lo indican. Un universo retro en el que Annie Landsberg y Owen Milgrim intentan sobrevivir lidiando cada uno con sus propios problemas familiares, personales y, sobretodo, psicológicos: ellas arrastra una relación nada fácil ni sana con su madre y su hermana que la tiene sumida en un estado de continua agitación; él se presenta como el hijo menor ninguneado de una rica familia en la que sus cuatro hermanos y sus padres se toman a broma su paranoias tratándole como a un bicho raro por no saber discernir lo que es real y lo que no.
Ante un panorama así, no es de extrañar que cuando se les presenta la oportunidad de prestarse como conejillos de indias de un ensayo farmacológico que les promete arreglarles se lancen de cabeza y sin garantías. Total, solo tienen que tomarse tres pastillas, sentarse en unas sillas que bien podrían parecer las de ejecución y dejar actuar a las drogas. No pueden quedar peor de lo que ya están. O eso piensan.
Con ellos hay más cobayas humanas en ese laboratorio que parece una estación espacial con luces de discoteca, pero su presencia no tiene más importancia que la de relleno. Al menos en los cinco primeros episodios, los vistos, de una temporada de diez. Todos dirigidos por Fukunaga, que les da su estilo propio y cierta cohesión dentro de lo absurdo y extraño que es todo a veces.
Tanto Emma Stone como Johan Hill entienden bien a sus personajes, cosa que no era sencilla, y logran transmitir esa fragilidad y desconcierto perpetuo en el que viven sin dejar de intentar arreglarse a sí mismos. Les va mal pero, por alguna extraña razón, en medio de su locura surge una conexión que les reúne una y otra vez en las fantasías provocadas por las fármacos que les dan. Una unión fortuita o del destino que trae de cabeza al ideólogo del ensayo, el doctor James K. Mantleray, al que interpreta un Justin Theroux amante de las máquinas que es una caricatura intencionada de sí mismo en todo momento.
Maniac se adentra en la mente de dos personas desequilibradas e intenta, lográndolo la mayor parte del tiempo, trasladar al espectador a ese universo en el que lo real y lo paranoico se mezclan sin saber muy bien qué es qué. De entrada puede recordar a Legion. Eso sí, sin poderes mutantes de por medio. Ambas apuestan por adentrarse en una mente enferma y trasladar la acción a ese escenario. Sin embargo, Maniac se desliga pronto de cualquier comparación posible marcando su propio territorio, inclasificable, y desplegando un universo genuino sin llegar, al menos en su primera mitad, a los delirios de la serie protagonizada por Dan Stevens.
La coctelera de tonos y géneros de Fukunaga
Otra de las singularidades que presenta es que no hay un tono que se mantenga a lo largo de toda la temporada ni un único género que le dé unidad. De entrada, con solo el tráiler y la sinopsis, daba la impresión de que se trataría de una comedia negra. A veces lo es, pero no siempre. Salta de la historia de misterio e intriga a una de ladrones y de ahí al drama familiar o a la comedia más absurda. Lo hace de un capítulo a otro e, incluso, dentro del mismo.
Fukunaga juega con los géneros y con el tono. Los mete en una coctelera y la va agitando a placer para conseguir que el espectador no este muy seguro de en qué punto se encuentra, al igual que los protagonistas. Para ello cuenta con un sólido guion de Somerville y con unos actores capaces de saltar de un registro a otro sin perder la compostura y con agilidad.
Annie y Owen se toman la pastilla milagrosa que supuestamente les curará y se dejan llevar al viaje que sus mentes, espoleadas por las drogas, les tiene preparado. Cada capítulo es una aventura, una historia distinta. Recorren épocas y mundos diferentes y se meten en la piel de quiénes habrían querido ser o todo lo contrario. Siempre con ese poso de tristeza que atesoran ambas y descubriendo en cada etapa un poco más de su intrincada psicología.
Lo que le pide Maniac al espectador es dejarse llevar en el periplo alucinónegeo y desconcertante que propone y un ejercicio de paciencia para que todo vaya encajando. Esta es de esas series que necesita verse al completo para valorarla en su justa medida.
Maniac, por cierto, está basada en una serie danesa de 2014 de la que poco queda en la versión que hoy se estrena en Netflix. Aquella, de dos temporadas, se ambientaba en un sanatorio mental y solo tenía un protagonista, masculino. Fukunaga y Somerville la cogieron, le dieron un giro de 180 grados y la hicieron suya. El título, eso sí, lo siguen compartiendo.
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