Un hambre infinita: diálogo entre Amador Fernández-Savater y Santiago Alba Rico (I)
La conversación entre estos autores tuvo lugar el 5 de abril en la librería Polifemo de Madrid, donde trataron la pulsión de devoración que amenaza hoy al planeta e intercambiaron visiones sobre cómo frenarla.
Madrid-Actualizado a
Primera parte de una conversación que tuvo lugar el 5 de abril en la Librería Polifemo de Madrid, un lugar familiar tanto para Santiago como para Amador desde hace ya décadas, su librería de barrio. Un lugar que, contra viento y marea, contra los vientos y las mareas que disuelven todo lo sólido en el aire, todo terrestre entre las nubes, dura y permanece. Se trata del primero de los dos encuentros entre los autores en este espacio.
Y justo de eso se habló, de la pulsión de devoración que amenaza hoy ya el planeta mismo y de cómo frenarla. La conversación tomó como punto de partida una lectura cruzada de los últimos libros de los dos autores: De la moral terrestre entre las nubes, de Santiago (Pepitas de Calabaza, 2023), y Capitalismo libidinal, de Amador (Ned ediciones, 2024).
Amador: En este libro de Santi encuentro que insisten sus obsesiones y problemas más propios. Creo que podemos dialogar en torno a uno de ellos, la cuestión del hambre. Es algo que atraviesa su reflexión desde hace años. Un hambre que no es cualquiera, que no es exactamente el hambre de la necesidad, el hambre física, el hambre de algo en concreto, sino una especie de ansia de devoración que se traga las cosas del mundo: las personas, los vínculos, los procesos, los cuerpos. Que se traga, en definitiva, toda la materialidad terrestre.
¿De dónde viene?
El otro día aprendí el significado de la palabra satisfacción: viene de "satis-facere", un hacer suficiente. Satisfacer, estar satisfecho, tiene que ver con un hacer suficiente. Podríamos decir que un hacer satisfactorio es el que nos colma y nos sacia, es ese hacer a través del cual la vida parece bastarse a sí misma.
Hoy, por el contrario, yo diría que la insatisfacción se ha vuelto crónica, masiva y estructural. Nunca es suficiente, siempre estamos en déficit con respecto a algo, inquietos y ansiosos porque la vida parece no bastarse a sí misma. Así se expresa hoy nuestro malestar.
Leí que el escritor Roland Barthes utilizaba una expresión para referirse a sus estados amorosos que me parece que de alguna manera puede servir para iluminar una condición más general de la existencia hoy: "vivo en el régimen de lo demasiado y lo nunca bastante", decía. Una especie de péndulo entre lo demasiado y lo nunca bastante. Como nada es nunca bastante, lo que tengo, lo que soy y lo que hago, corro y corro a por más, a por "todo". Pero en esa carrera me agobio, me estreso y me agoto. Es demasiado.
Nos movemos empujados entonces por una especie de hambre, que no es hambre de nada, sino una voracidad insaciable y sin fondo, un hambre que no saborea ni paladea cuando come, sólo traga.
Este hambre tiene que ver para Santi con una confusión antropológica entre las cosas de ver, las cosas de usar y las cosas de mirar. El capitalismo confunde tres tipos de cosas que todas las sociedades han delimitado bien. El capitalismo es esta confusión antropológica. Borra los límites y hace que todas las cosas -también las de usar, también las de mirar- sean cosas de comer, de tragar. Es una religión de lo ilimitado, de lo infinito. Esa religión tiene al menos dos expresiones: en lo macro, la guerra; en lo micro, el consumo.
La guerra y el consumo
El capitalismo es una creación excepcional en la historia de la humanidad. Por primera vez se establece un sistema que produce... ¡por la producción misma! Que acumula... ¡por la acumulación misma! No tanto para satisfacer necesidades concretas produciendo bienes básicos, eso es secundario y accidental, sino más bien para satisfacer algo que no se puede satisfacer, una lógica de beneficio que no tiene límite, que nunca se sacia, que nunca se colma.
Esta lógica de siempre-más hace del capitalismo un conquistador. El capital necesita siempre forzar un plus, un plus de valor, y para ello ha recurrido históricamente a la violencia: desde la privatización de los bienes comunes hasta los procesos de extractivismo actuales, pasando por el colonialismo y las guerra de conquista.
El capital razona desde una lógica extraterrestre: la lógica de la mercancía y el valor de cambio, la lógica del beneficio y la ganancia. Esa lógica extraterrestre choca con la "moral terrestre" defendida por Santi, la moral de los límites y el respeto a la materialidad terrestre, empezando por los cuerpos como materialidad primera. Al capital, como decía Marx, le es indiferente producir cañones o mantequilla, porque lo que produce en primer lugar es plusvalor. Lo abstracto somete así lo concreto y material.
El tiempo del progreso sólo acumula ruinas, como dijera Walter Benjamin, porque su motor es la guerra. La guerra es el motor del progreso, de este tender la mano apropiadora a por más, a por todo. El tiempo del progreso es un tiempo de eterna insatisfacción. Nunca hay suficiente, nunca hay bastante, nunca podemos parar, como experimentamos recientemente en la pandemia. Hay que reanudar cuanto antes la normalidad, volver a trabajar, a consumir.
¿Es que acaso no hay bienes básicos para todos? Mentira. No es eso,
simplemente es que todo el sistema se cae si se detiene. La insatisfacción en la historia se expresa como guerra, la insatisfacción en la vida cotidiana se expresa como consumo. La guerra es el consumo en lo macro, el consumo es la guerra en lo micro.
El sujeto neoliberal
Si sólo fuésemos víctimas de una lógica exterior, la resistencia sería más fácil. Nos enfrentaríamos a algo separado de nosotros que nos agrede desde afuera. El problema es que esa pulsión devoradora del capital pasa adentro. Y entonces todo se complica.
La reflexión de Santi es una exploración sobre la antropología del capital. O, quizá más bien, sobre cómo el capitalismo disuelve aquello que la antropología estudia. Toda consistencia, toda duración, todo arraigo. ¿Hay una antropología capitalista o el capitalismo es la disolución de la antropología? Creo que Santi apuesta más por lo segundo y por eso propone un cierto "conservadurismo en lo antropológico". Es un punto a debatir.
El capital disuelve, en su empuje guerrero hacia adelante, todo lo que protege la precaria condición humana. El tiempo como duración y el espacio como estabilidad. El relato como sentido y la hospitalidad como valor de acogida del otro. La combinación de mercado y tecnología se instala en cada uno de nosotros y disuelve las consistencias antropológicas "desde dentro".
El capital es profundamente nihilista. Le da lo mismo producir cañones o mantequilla. Y cada uno de nosotros, como sujetos capitalistas, hiperconsumidores, nos volvemos partículas nihilistas también. La hiperactividad es ajena a cada actividad concreta. La hipersexualización es indiferente a cada cuerpo. La hipercomunicación es indiferente a lo que cada vez se pone en común. Lo que importa es tragar, satisfacer lo imposible de satisfacer porque no tiene límite.
El mundo se vuelve entonces insuficiente. Nada es bastante. Nunca hay tiempo, paz o serenidad. No se trata solamente de un problema objetivo, pensemos en la falta de tiempo por ejemplo, sino también subjetivo. No hay tiempo desde mi impaciencia. No hay suficiente desde mi pulsión devoradora. Hay escasez desde mi hambre infinita. Nos volvemos insensibles y brutos, intolerantes con respecto a lo que hace obstáculo a este hambre de conquista, de consumo.
¿Cómo aplacar el hambre? La guerra en lo macro, el consumo en lo micro. Santi repite siempre una fórmula: hay que ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico. La imagen de resistencia antropológica que aparece en muchos de sus escritos es la comensalidad. Comer juntos, comer sentados, comer disfrutando, con tiempo. Comer para no comernos. Para no comérnoslo todo.
Hay que ser revolucionarios en lo económico, reformistas en lo institucional y conservadores en lo antropológico
En lugar de comernos al otro, de consumirlo, le invitamos a la mesa. Hay un encuentro, un intercambio de sabores, una suspensión de diferencias corporales. Como dice Santi, el hombre común es un hombre limitado: "come mucho, pero no muchas veces, come sentado, por lo tanto, en un territorio, come en compañía y por tanto en un territorio común". Si el hambre es solitaria y veloz, un goce privado y acelerado, la comensalidad es una hermosa imagen de resistencia comunitaria, de detención del tiempo, de acogida de la alteridad, del otro.
Renunciar a comernos el mundo: posdata psicoanalítica
Para acabar, yo quería proponer una especie de postdata psicoanalítica. Pensar este hambre desde el psicoanálisis. Ahí también encontramos una cierta explicación de esta pulsión de devoración. ¡Puede ser incluso que la cosa sea más grave de lo que imaginemos y esa pulsión sea inherente al ser humano mismo!
Esquematizando mucho, según Freud, hay una destructividad pulsional. La pulsión de muerte. Esa destructividad se vincula de diferentes modos al principio de realidad. Hacia fuera, como agresividad contra los enemigos de la sociedad que cada una de ellas establece. Hacia dentro, como agresividad vuelta contra el sujeto mismo, vinculada a los mandatos superyoicos: los sentimiento de culpa, de deuda, de autocastigo por no cumplir lo suficiente, lo imposible cumplir.
¿Podríamos decir que el capitalismo "desata" esta destructividad, la vuelve ilimitada al arruinar todas las consistencias antropológicas que frenaron siempre la agresión generalizada? Hay una destructividad inherente y un cierto disfrute de esa misma destructividad, parece añadir Lacan. Un goce en la destrucción, una compulsión de repetición indiferente a la vida misma del sujeto y del medio.
Una noticia terrible que trae el psicoanálisis es que el ser humano no está exactamente en continuidad con lo vivo, con la vida. La destructividad opera contra el propio cuerpo y la moral terrestre. El ser humano es el único animal que se autodestruye, el único animal que goza autodestruyéndose, el único animal cruel.
Se pone en peligro, pone en peligro a los otros, pone en peligro su ecosistema de vida. Ha inventado armas que pueden arrasar la vida sobre el planeta (al menos la vida humana) no sé cuántas veces. Hay algo excesivo en el cuerpo humano que pone en peligro el cuerpo humano mismo.
Entonces, ¿cómo renunciar a esta destructividad que llevamos incorporada? Ha de haber un gesto de renuncia a esa destructividad, para sentarnos a comer juntos. Pero, ¿qué fuerza puede llevarnos a renunciar a esa destrucción que también nos hace gozar? Freud dice: sólo Eros puede sujetar a la pulsión de muerte. Me recuerda mucho a una cita de Borges que viene a decir: sólo el amor nos permite escapar de la repetición.
El ser humano es el único animal que se autodestruye, el único animal que goza autodestruyéndose, el único animal cruel
Es decir, renunciamos a comernos el mundo por amor a un fragmento concreto de mundo. Una persona, un recuerdo, un paisaje, algo amado. A través de Eros, a través del amor, podemos experimentar un hacer suficiente. Algo que en sí mismo nos basta.
El amor frena la pulsión de siempre-más, la pulsión devoradora, el hambre insaciable. El amor lleva la recompensa en sí mismo, no es medio para otra cosa, no quiere nada más. Nos sacia, nos colma, nos deja satisfechos. Eros no se refiere simplemente a la sexualidad, la desborda, es un vínculo posible con el mundo, con los otros, con uno mismo. Un vínculo sensible, de cuidado, de atención, de agradecimiento, en el tiempo.
El mundo, desde Eros, ya no aparece como algo a devorar, sino como un conjunto de potencias singulares entrelazadas a cuidar, a desplegar, a alimentar. ¿Pueden unirse política y amor? La verdad es que esto es todo menos evidente. La política es la guerra y Eros se limita en el mejor de los casos a las relaciones con los más cercanos. Pero hay momentos que nos muestran otros posibles, activaciones de la sociedad en el cuidado de la vida: el 15M, el feminismo, el primer momento de la pandemia... Ahí emerge e irrumpe un Eros social, político. ¿Cómo darle espacio y hacer que dure?
Santiago: Amador ha hablado de mi libro, pero también ha estado hablando púdicamente del suyo. Creo que nuestras obras están siempre como a punto de converger. Nos movemos en dos surcos dos paralelos, tratamos los mismos temas, a veces con desplazamientos conceptuales que son interesantes y sobre los que sin duda se puede debatir (alguno señalaré después).
Sin embargo, creo que hay una convergencia muy grande en un horizonte común que tiene que ver sin duda con el análisis de esta subjetividad capitalista, ahora neoliberal, y la búsqueda de torniquetes que podamos aplicar en esta hemorragia que es nuestra vida. Llamémoslo Eros, llamémoslo amor, llamémoslo atención. Amador coordinó recientemente un libro en el que hay varios textos sobre la atención, en el que yo mismo participé con una contribución.
Hay momentos que nos muestran otros posibles, activaciones de la sociedad en el cuidado de la vida: el 15M, el feminismo, el primer momento de la pandemia
Creo asimismo que hay un diálogo, recíprocamente apreciativo, en la
cuestión de la escritura. Los dos hacemos una defensa de la belleza formal, del carácter emancipador de la forma. Cuando pensamos en la literatura, en la ficción, solemos creer que hay algo liberador en vehicular mensajes políticos muy explícitos a través de ellas, pero es exactamente lo contrario.
El poder liberador de la ficción, el poder liberador de la literatura, está más bien en la forma. Amador eso lo piensa con Marcuse y yo por otras vías, pero coincidimos plenamente. Hace poco escribí un texto en este sentido a partir de un cuadro de Carreño de Miranda, La monstrua desnuda: la necesidad, es decir, defender la diferencia entre la ficción y la realidad como gran logro civilizacional, hoy en peligro.
La patológica normalidad del capitalismo
Creo por lo tanto que nuestras obras respectivas están todo el rato a punto de converger a partir de esta exploración de una subjetividad que ya no es solo capitalista, sino neoliberal. Lo has resumido muy bien incidiendo en la cuestión del hambre, que es decisiva en mi obra y tiene que ver justamente con una patología que Aristóteles llamaba crematística, ¿te acuerdas?
Cuando Aristóteles habla de economía, dice que por un lado está la economía (las reglas de la autosatisfacción doméstica) y por otro lado la crematística. La crematística es una patología de la satisfacción, la riqueza como demanda de más riqueza. La mercancía deja de ser un medio para satisfacer una necesidad vital básica y se convierte en el medio para adquirir más riqueza. Pues bien, esa patología es la normalidad en el capitalismo.
Dejadme un momento que haga un inciso, yo creo que el capitalismo siempre ha modelado subjetividades. Eso no es nuevo. Franz Kafka, en esas maravillosas conversaciones que mantiene con Gustav Janouch al final de su vida, lo resume en esta frase, de una concisión y de una elocuencia definitivas: "el capitalismo es un estado del mundo y un estado del alma". Es una frase que resume muy bien esto que a lo dos nos interesa: cómo el capitalismo construye antropológicamente subjetividades disolviendo los vínculos y, por lo tanto, la corporalidad misma.
Nuestro común amigo Carlos (Fernández Liria) ha insistido siempre en que uno de los graves errores de cierto marxismo ha sido querer crear un hombre nuevo, un ser humano nuevo. Porque la verdad es que puede decirse que la única instancia social, la única fuerza económica que ha sido capaz de crear un hombre nuevo, un ser humano nuevo, ha sido precisamente el capitalismo, y el capitalismo sobre todo en su variante neoliberal, que es muy reciente.
Para pensar esa variante neoliberal, ambos hemos recurrido a menudo a Pasolini. Al concepto de "mutación antropológica" que formula Pasolini en sus Escritos corsarios y sus Cartas luteranas. Esa mutación antropológica que su muerte prematura le impidió representarse del todo, pero que anticipa con notable acierto. Pero hoy la destrucción que describe Pasolini se ha quedado atrás; nos resulta casi ingenua. Las fuerzas que según él estaban destruyendo la cultura popular y los vínculos -la televisión, el automóvil, el consumo de mercancías- nos pueden parecer hoy la cosa más benigna, más saludable y más antropológicamente cohesiva del mundo.
Las Reglas del caos, un libro que escribí en los años noventa, contenía por ejemplo una crítica feroz de la televisión. Pues bien, a mí hoy la televisión me parece que todavía tenía algo de antropológicamente sano, reemplazaba un poco al fuego del hogar, donde se reunía toda la familia en torno a un relato común.
El capitalismo construye antropológicamente subjetividades disolviendo los vínculos
Hoy con la dispersión, descentralización y privatización de las pantallas, cada uno tiene su propia pantalla en la que, esté donde esté, en el metro, en el autobús, en el tren, en un avión, en la calle, incluso tomándose unas cañas en una terraza, resulta que está en otro sitio, a solas, viendo un meme, siguiendo un capítulo de una serie, etc. La televisión, respecto de esa descentralización de la pantalla, todavía tenía algo de antropológicamente amable. O ambiguamente terrestre.
Lo mismo pasa con el consumo de mercancías. Nos hemos pasado años
haciendo una crítica de los centros comerciales y, hoy que en Estados Unidos se cierran cinco todos los días y casi todo el mundo compra en Amazon, casi echamos de menos esa experiencia que conservaba algo antropológicamente humano. Criticábamos que las familias, en lugar de irse a hacer un picnic al campo, se fuesen a un centro comercial y se pasasen allí todo el fin de semana comiendo hamburguesas y comprando camisetas.
¡Pero al fin y al cabo iba toda la familia! Iban todos juntos, los niños, obviamente de muy mal humor y muy cabreados, pero había todavía algo ahí algo terrestre, tanto en la televisión como en el centro comercial, respecto de esta descentralización de las pantallas y respecto de este consumo digital. Y todo esto tiene mucho que ver con el hambre, por supuesto.
Atención como espera atenta
Amador dedica muchas páginas de su libro a pensar la cuestión del tiempo y la atención, de la falta de tiempo y de atención hoy en día. Ahí detecto una pequeña diferencia entre nosotros que podríamos discutir. Quizá es puramente conceptual y nos pondríamos de acuerdo en seguida, pero la expongo rápidamente. Amador defiende la atención como una recuperación del "aquí y ahora" contra la dispersión constante del tiempo.
Te preguntas: ¿qué sería una vida que merece la pena ser vivida, un tiempo realmente vivido? Y respondes: un tiempo propio, un tiempo expropiado a ese capitalismo que antes nos lo había expropiado a nosotros. La atención sería reapropiación del presente, del aquí y ahora perdido en el estrés, el trabajo, las nuevas tecnologías.
Pero, ¿no seguiríamos así en una ontología del presente, una ontología del ya? Lo quiero todo ya, quiero comerme la hamburguesa ya, quiero ver la película ya, quiero follar ya. Me parece más bien que la atención es inseparable de la espera, de eso que Simone Weil llamaba, en griego, usando un concepto teológico tomado del cristianismo, la hypomené, la "espera atenta". Poner atención es tener la paciencia de esperar algo; no puede venir todo ya dado de manera inmediata, como la siguiente pestaña de internet, las cosas importantes tardan en llegar y se esperan.
La atención sería reapropiación del presente, del aquí y ahora perdido en el estrés, el trabajo, las nuevas tecnologías
En el texto que escribí para el libro que coordinaste, yo me apoyaba en
Simone Weil para reivindicar la espera frente al ya del "aquí y ahora".
Defendía una ontología del aún frente a la ontología del ya. Defendía el "aún no ha llegado", sea el crepúsculo, mi novia Alicia o la revolución. Esa espera es lo que constituye objetos valiosos. Es la atención como espera la que constituye el valor de los cuerpos y de las cosas. Puede ser que estemos hablando de lo mismo de formas diferentes o puede ser que ahí haya una diferencia de matiz interesante de debatir.
En todo caso, los dos estamos de acuerdo en que el neoliberalismo impide esa atenta y destruye sus condiciones. Porque la atención no es cosa de voluntad, sino también de deseo y condiciones. Materiales, sociales, tecnológicas. El problema no es que estemos manipulados, como se denuncia habitualmente desde la izquierda; el problema no es que los ciudadanos de las democracias occidentales sean ignorantes o frívolos, sino que no hay condiciones para la atención, para la espera atenta.
Las condiciones -tecnológicas, laborales, sociales- del neoliberalismo
empujan a la satisfacción inmediata e imposible, incitan ese hambre
insaciable. Es una forma de nihilismo. Hay un nihilismo radicalmente
humano asociado a la fuga del cuerpo. El problema es que, bajo el
capitalismo, esa fuga se ha ido acelerando.
Entre las dos pulsiones que describe Freud, una conservadora y la otra disolvente, siempre hubo un equilibrio, pero después de la Segunda Guerra Mundial, como explica el historiador inglés Hobsbawn, ambas se desengancharon y la pulsión de cambio se impuso sobre la conservadora a una velocidad tremenda, una velocidad inasible para la atención, para el análisis, para la democracia.
¿Una represión bella?
Creo que este es el problema del que nos ocupamos los dos. ¿Cómo hacemos para detener e invertir esta pulsión de cambio acelerada que se ha emancipado de los cuerpos? Si aceptamos además las "malas noticias" del psicoanálisis, es decir, que el mal no sólo está inscrito en las relaciones de producción, sino en el propio psiquismo mismo, y que, si hay un malestar en la cultura, la civilización implica la represión.
Hoy hemos pasado, como dices en tu libro, de los mandatos del superyó clásico ("no hagas") a este mandato del neoliberalismo que dice "haz": haz constantemente, haz inmediatamente, no residas jamás en tu cuerpo, alimentando así la rueda de hámster que tú mencionas una y otra vez.
Entonces, ¿cómo formular el problema? En términos políticos, explicas muy bien que la izquierda se ha vuelto represora, reguladora, normativa, puritana. La izquierda, frente a este dominio del goce, del hambre siempre insatisfecha, propone un ideal militante, una subjetividad ascética muy poco atractiva y que no apetece imitar.
La izquierda, frente a este dominio del goce, propone un ideal militante, una subjetividad ascética muy poco atractiva
Y más ahora que hay que trabajar con subjetividades jóvenes construidas en estos marcos de percepción, en estos marcos tecnológicos. ¿Qué respuesta dar ahí? Allí donde el hambre insaciable es la materia aérea de la que partimos, ¿cómo podemos introducir sin represión algunos torniquetes que frenen la sangría, algunos diques de contención, algunas boyas a las que aferrarnos?
O de otra manera, como lo planteaba yo en algún momento, ¿podemos
conseguir que la represión nos parezca bella? Porque quizás ahí esté de alguna manera la respuesta; quizás tenga que ver con otro elemento que tú citas, que es el amor. El amor? De pronto renuncias a comértelo todo en favor de un objeto limitado al que amas. El hambre insaciable se aquieta por amor. La cuestión de los límites me parece fundamental: cómo conseguir que nos parezca más bella, más hermosa, la conservación que la destrucción.
No sé si recuerdas que yo forjé una pequeña fórmula en un libro que escribí hace muchos años titulado Capitalismo y nihilismo. Esa fórmula dice: poco es bastante, mucho es ya insuficiente. La fórmula opone lo poco que basta y lo mucho que nunca, por mucho que añadamos, nos va ya a satisfacer. Entonces, ¿cómo conseguir que esa satisfacción, de la que has empezado tú hablando, la satisfacción de lo que es bastante, de lo que es suficiente, nos parezca al mismo tiempo bella?
Cómo hacer, sí, que lo poco sea bello, que lo bastante sea bello. No sé si es esta una batalla de alguna manera perdida; quizás no. Pero creo como tú que sólo es posible darla a través de los cuerpos y de Eros, de ese Eros que es forma y belleza y lentitud y atención, como en ese poema de D.H. Lawrence que tú precisamente me diste a conocer: "el elefante es lento para aparearse". En ese Eros del tiempo interrumpido encontramos a veces suficiente placer como para hacer realidad, al menos por un momento, la demanda que Fausto le hacía a Mefistófeles: "Proporcióname una experiencia de la que yo pueda decir 'detente, oh instante, eres tan hermoso'". (...).
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