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Edmilson Macena de Oliveira tuvo la osadía de llamar a un periódico tras pintarrajear la fachada del Conjunto Nacional, un emblemático edificio de la Avenida Paulista, la bulliciosa y pujante arteria de Sao Paulo. Era uno de los objetivos más deseados por los grafiteros de la capital económica de Brasil, pero él se adelantó a todos sus colegas y, tras la arriesgada acción realizada con premeditación, alevosía y nocturnidad, se hizo pasar por un vecino indignado.
Corrían los años noventa cuando aquella madrugada sonó el teléfono de la redacción: “Oiga, que unos grafiteros se han subido a una cabina de teléfono y, desde allí, se han colado en el rascacielos a través de una ventana. Han roto el cristal y destrozado varias puertas. Estoy atemorizado... ¡No entiendo cómo han conseguido burlar a los vigilantes de seguridad”, vino a decir Edmilson, a quien le preguntaron cómo se llamaba. “Ponga sólo Di”, respondió. En realidad, firmaba sus pintadas como ‡ DI ‡
Fue y sigue siendo el mayor referente del grafiti paulistano, aunque antes de continuar cabría diferenciar entre éste y el picho. En Sao Paulo, el grafiti —dibujos, colorines, etcétera— es sinónimo de arte y puede realizarse legalmente o no, mientras que el picho —una tipografía singular habitualmente negra— es considerado un delito ambiental y un acto vandálico que pueden ser castigados con la cárcel —de tres meses a un año, si bien la pena suele ser conmutada por trabajos comunitarios—. En todo caso, el picho no es simplemente una firma o tag, algo frecuente en otros países, ya que encierra muchos otros significados.
Algo de contexto: picho deriva de pichar, que significa untar con pez (en portugués, piche). De ahí también pasó a significar hacer pintadas. Los autores de los pichos (o pichaçoes) prefieren escribirlo con x, como signo de rebeldía —algo similar a la sustitución de la c por la k en España; en el caso brasileño, se niegan a acatar la norma lingüística establecida, al tiempo que refuerzan la identidad de su obra y marcan distancias con otras intervenciones escritas en el paisaje urbano—, de ahí los pixos, las pixaçoes y los pixadores, o sea, ellos.
Para entender qué es un pixo, mejor observen las fotografías, pero muy resumido: una tipografía plasmada de forma ilegal —a poder ser— en lo alto de un lugar inaccesible —edificios, monumentos, puentes— por jóvenes humildes que viven en la periferia. Cuanto más peligroso sea hacerlo, mayor prestigio y reconocimiento adquirirá su autor: por la altura del edificio, por su importancia o por lo vigilado que esté. El pixador es un Spiderman que escala las fachadas sin protección y, una vez arriba, procede con el espray. Suele pintar su nombre o alguna palabra, así como el logotipo de la pandilla a la que pertenece.
La singularidad de los pixos reside en su tipografía, que bebe de las runas —los caracteres de la escritura de los antiguos escandinavos— y del rock, el punk y el heavy —valga como ejemplo el tipo de letra usado por Manowar—. Letras angulosas e ilegibles, caracteres verticales y líneas rectas, en paralelo a su gusto por las alturas, que se amoldan a la arquitectura de los edificios de una urbe gris, industrial, dura y alienante. Y, dado su mastodóntico tamaño y las desigualdades sociales existentes entre sus habitantes, que fuerza a los desfavorecidos a alejarse del centro y a desparramarse por la periferia.
La fisonomía de Río de Janeiro ha favorecido que haya favelas junto a zonas nobles, pero en Sao Paulo no hay morros (montañas), por lo que la ciudad ejerce una fuerza centrífuga sobre la población menos pudiente. Si a ello le sumamos el tráfico —la metrópolis es un scalextric sometido a los atascos, hasta el punto de que los multimillonarios se desplazan en helicóptero—, el alto coste del transporte público en proporción a un magro salario y el tiempo empleado en llegar al puesto de trabajo, muchas personas, más que habitar la ciudad, transitan por ella.
De algún modo, no les pertenece, porque tampoco pueden gozar del ocio y otras bondades que ofrece el centro. Simplemente, son mano de obra barata que engrasa la maquinaria urbana. Por ello, sus hijos salen de la quebrada (vecindad situada en la periferia, o sea, su pedazo de urbe) para pintar los edificios de la ciudad que les da la espalda. Es su forma de llamar la atención, aunque los habitantes de las zonas nobles y los gobernantes consideren que lo suyo no es arte —ni mucho menos política—, sino un garabato que ensucia sus paredes. O, si lo prefieren, contaminación visual.
Un concepto curioso, pues lo que buscan sus autores es precisamente la visibilidad. O sea, un reconocimiento del pobre, del afavelado o de la clase obrera. Hay, pues, política. También una reacción al arte normativo, que según ellos ha sucumbido al dinero y se ha convertido en un elemento estético o decorativo: tiendas e instituciones encargan murales; el grafiti hace tiempo que entró en las galerías; el Museo de Arte de São Paulo —curiosamente, situado a menos de quinientos metros del Conjunto Nacional, el centro comercial y edificio de viviendas pixado por ‡ DI ‡ en los noventa— dedicará una exposición a Basquiat el próximo año; y el alcalde, João Doria, pretende construir un grafitódromo en el barrio de Mooca.
La propuesta es un despropósito, sólo comparable a aquella brillante idea del regidor madrileño José María Álvarez del Manzano: ¡crear un manifestódromo! Una iluminación, por cierto, experimentada años después por Ana Botella y secundada por el exministro Jorge Fernández Díaz. Ni uno ni otros debieron de pensar en lo absurdo de la propuesta: el grafiti o el pixo ansían la libertad, como la protesta busca incordiar. No ha sido la única polémica de Doria —del PSDB, la formación política que rivaliza con el Partido dos Trabalhadores de Dilma y Lula—, quien en enero declaró la guerra al espray… ¡con más espray!
Su proyecto de embellecimiento urbano, Cidade Linda, contempla tapar todos los grafitis con pintura gris, un color muy a juego con la urbe. No sólo se está llevando por delante los pixos, sino también los murales de artistas reputados, arguyendo razones peregrinas que a veces escapan a la lógica. “Los pixadores son agresores y destructores. No me temblará la mano: o cambian de profesión o cambian de ciudad”, amenazó entonces. El cabreo es tal que, en el documental Cidade Cinza, los grafiteros critican que las autoridades municipales destruyan sus murales, mientras que sus obras son expuestas en museos y galerías del extranjero. Los pixadores, por su parte, dejan claro que la persecución que sufren los alienta a buscar nuevos muros, pues el riesgo añadido pone en valor su actividad.
De hecho, a la altura, a la tipografía, al supuesto desinterés artístico —usan un solo color, aunque el tipo de letra se reelabora constantemente—, a la habitual ausencia de un mensaje explícito —ahora abundan las críticas al alcalde— y a su ataque a lo establecido —tanto a los protocolos que dicta la oficialidad como a los patrones estéticos de la clase acomodada de raza blanca y origen europeo; o, si lo prefieren, de los nietos y bisnietos de los emigrantes japoneses, cuya renta es saneada: en Sao Paulo reside la mayor colonia nipona fuera de las islas; o de los políticos, médicos y comerciantes de origen sirio-libanés; hay más ejemplos de paulistanos con cartera oxigenada que proceden de otras latitudes, pero las alternativas parecen suficientes para evitar el prejuicio eurocentrista—, al ataque de los pixadores a lo establecido, decíamos, habría que sumar la diversión y la adrenalina.
Burlar a los vigilantes de seguridad, trepar por un edificio, pintar su fachada, escuchar las sirenas de la policía y escapar de los agentes —sin morir en el intento, bien por una caída, bien por una bala— los pone a cien. El cielo y la tierra. Quizás se entienda mejor estableciendo un paralelismo: la emoción que sienten los chavales que surfean sobre el techo de los vagones del tren. De hecho, Angelina Peralva, en Violência e democracia: o paradoxo brasileiro (Paz e Terra, 2000), considera que —más allá de la marginalidad y de la transgresión de las reglas impuestas— la juventud se aficiona al pixo por el peligro que entraña su práctica.
Esa conducta de riesgo —la pixaçao, pero también el surf ferroviario o el narcotráfico— sería una respuesta al propio riesgo al que los somete una ciudad violenta. Así, la profesora de Sociología de la Universidad de Toulouse cree que, en su intento de superar la condición efímera de sus vidas, paradójicamente han optado por un arte efímero: pueden ser descubiertos antes de la pintada, ésta puede ser borrada después de hacerla y ellos pueden no seguir vivos para contarlo, que es de lo que se trata. El pixador no es nadie sin otro pixador. En el documental Contra a Parede (2014), que aborda la dualidad entre pixo y grafiti en la ciudad de Campo Grande (estado de Mato Grosso), Inocente afirma: "La pixaçao es unión. Sin ella, no hay nada. No tiene sentido ir por tu cuenta".
El respeto hacia los pioneros es grande. Sus hazañas corren de boca en boca en los points, puntos de encuentro donde jóvenes de distintos barrios se reúnen para charlar, para intercambiar ideas, para estampar sus firmas en folhinhas —cuadernos que parecen libros de autógrafos de suma importancia, debido a su valor documental: los pixos pueden desaparecer de los muros, pero la letra impresa en papel es conservada como una reliquia— y para salir a pixar juntos. Suelen estar en el centro, aunque su localización varía en función de la represión policial.
En los points, por ejemplo, se habla de las proezas de los compañeros que se han retirado o caído en combate. ‡ DI ‡ tenía veintidós años cuando lo asesinaron hace dos décadas en una pelea de bar, si bien el motivo sigue sin estar claro. Bruno Rodrigues lo ha homenajeado en el documental Pichar é Humano, el mismo título de la exposición que le dedicó al número uno del pixo la galería A7MA, en la antaño bohemia y hoy gentrificada Vila Madalena —sí, los pixadores también han terminado entrando en los museos, mas con los pies por delante—. Su figura les recuerda que hay que vivir rápido y dejar un bonito —ejem— pixo.
“Paradójicamente, intentan inmortalizar sus nombres en un soporte extremadamente efímero, como es el paisaje urbano. En cuanto fijan sus firmas con letras estilizadas en busca de 'la fama por otros medios', como acostumbran a decir, la ciudad intenta arrancarlas del paisaje”, explica Alexandre Barbosa Pereira en As marcas da cidade: a dinâmica da pixação em São Paulo. “Más que huir de su condición de anónimo, quieren que permanezcan sus nombres para que sus colegas puedan admirarlos. Así, los pixadores se aprovechan del anonimato proporcionado por la metrópolis para estampar sus seudónimos por la ciudad y hacerse conocidos entre sus pares, sin dejar de ser anónimos para el resto de la ciudad”, añade el antropólogo de la Universidad Federal de São Paulo.
La propia práctica también es efímera. Si bien alguno ya ha alcanzado la treintena, suelen tener entre trece y veinticinco años. Aunque no conviene generalizar, las investigaciones sobre el terreno de Barbosa y de otros expertos en la materia indican que son aficionados al skate, al hip hop y a transgredir las reglas: fuman maría y esnifan pegamento, se cuelan en el bus y algunos cometen pequeños hurtos para procurarse los esprays, asegura el también autor de Quem não é visto, não é lembrado, publicado en los Cadernos de Arte e Antropologia.
Sus hábitos se reflejan en los nombres con los que han bautizado sus pandillas, y que hacen referencia a la criminalidad y a la marginalidad (A Máfia, Delinquentes, Fugitivos, Ilegais, Parasitas, Vândalos, Vítimas), a la suciedad, los excrementos y la contaminación (Arrotos, Dejetos, Lixomania, Sujos, Trapos, Vômitos), y a la locura, asociada a las drogas o a la pixaçao (Adrenalina, Alucinados, Dopados, Lunáticos, Pirados, Psicopatas, Vício). La elección de estas denominaciones responde a su parecido con el español, aunque hay muchas más.
Pese a que estos rasgos puedan tener connotaciones negativas, Barbosa defiende en el citado estudio que la pixação configura un dispositivo de sociabilidad, reconocimiento y memoria. “La red que tejen a partir de una práctica tan mal vista [por la prensa, la sociedad y los gobernantes] se revela como el elemento más importante para ellos”, escribe el antropólogo, quien valora los homenajes que dedican a sus colegas muertos. “No es difícil observar, al lado de algunos pixos, las frases In memoriam o Descanse en paz”. Es el caso de ‡ DI ‡, tan “recordado y reverenciado” que ha alcanzado la condición de inmortal entre la chavalada.
Y, al tiempo, incide en su carácter político: “Pese a que la cuestión de un cierto desacuerdo con el orden económico y político establecido aparezca de modo bastante vago, las transgresiones realizadas por estos jóvenes, en algunos momentos, adquieren también un carácter contestatario. Muchos afirman protestar por medio de la pixação; pocos, entre tanto, saben responder claramente contra qué”. Aunque las pintadas son ilegibles para el profano, las manifestaciones más políticas vienen acompañadas de frases explícitas como: “Ayudando a destruir un país mal gobernado” o “Sólo pararé de pixar cuando los políticos dejen de robar”. Algunos de estos mensajes han sido interpretados como un salvoconducto con el que ganarse el favor de la ciudadanía que los rechaza.
“La pichação atenta contra lo organizado, es el caos que quiebra la armonía y que sintoniza con la expresión de una sociedad desarmonizada”, comenta al Jornal do Brasil el grafitero Rafael Ztti, quien muestra la otra cara de la moneda del arte urbano. “El grafiti busca la armonía en el caos y por eso quiebra la marginalización, se incluye en la sociedad y, aunque no es la evolución de la pichação, deriva de ella y es una expresión distinta”.
No cabe duda, en todo caso, que las pintadas a gran altura han configurado una expresión artística ya no sólo singular, sino tal vez única en el mundo —ancha es Castilla; si conocen algo parecido, pueden indicarlo en los comentarios—. Ayuda el desarrollo urbanístico de la metrópoli de Sao Paulo, plagada de urbanizaciones rodeadas de muros que pretenden poner coto a la inseguridad. En ese contexto, los pixadores se empeñan en dejar huella en esa sociedad bunkerizada que los excluye, en ocupar lo público, en ser alguien.
Para ello, hay que hacer méritos: cantidad, altura y distancia. Hay que llegar lo más lejos posible del barrio. Sembrar de pintadas la ciudad entera, que no entiende de fronteras —el único enemigo es el muro, que se ha cobrado vidas—. Al contrario que las pandillas de delincuentes, que marcan a navaja el territorio, aquí no hay un espacio delimitado de acción. Solamente está mal visto pintar sobre el pixo de un colega, algo que se considera un atropello.
"Si estás estresado, [en otras ciudades como Río de Janeiro] te vas a la playa a hacer surf, pero Sao Paulo es una selva de cemento: edificios, edificios y más edificios. En vez de parques, construyen muros a tu alrededor, de los que tienes que huir”, afirman Os Gêmeos, prestigiosos grafiteros paulistanos, en el documental Cidade Cinza, dirigido por Marcelo Mesquita y Guilherme Valiengo. La salida es trepar las paredes: “Es una manifestación artístico-cultural transgresora de inserción social de grupos que se sienten marginados”, explica al diario Nexo la profesora y arquitecta Nadia Somekh, quien considera ridícula la persecución que ha emprendido el alcalde.
“¿En qué consiste un proyecto de limpieza urbana? ¿Vamos a limpiar el arte? El arte no es suciedad. Tapar el conflicto es negarlo, cuando lo que necesita es ser entendido”, cree Somekh, quien se muestra convencida de que esta manifestación cultural de los sectores sociales excluidos no se puede controlar porque, precisamente, “es la expresión de esa exclusión”. Su colega Martin Corullon, además de tildar el proyecto Cidade Linda como una acción de marketing, reconoce a Nexo que el pixo no es agradable porque “explicita los conflictos y vuelve invisible la exclusión violenta”. La reacción que provoca en la ciudadanía y en los gobernantes “sólo corrobora su eficacia como fenómeno cultural”, concluye el arquitecto.
Sea como fuere, el pixo ha trascendido las fachadas de edificios y monumentos, hasta el punto de que ha inspirado la tipografía de las camisetas de la selección de fútbol brasileña. También ha habido artistas extranjeros que, durante una visita a Sao Paulo, se quedaron prendados por estas pintadas y decidieron aparcar los colores y subirse al muro. "En términos de estética, la pixaçao le gana al grafiti, porque sólo existe en Brasil”, explica el grafitero Brunno Tox en el documental Contra a Parede. “En términos artísticos, puede ser considerada un garabato, pero en términos culturales tiene mucho contenido detrás: historias, revueltas y hasta modas”. Véase la equipación de la canarinha.
Al alcalde de Sao Paulo habría que recordarle que todo esto nació tras el Estado Novo, cuando los candidatos electorales usaban los muros para estampar su propaganda: “Queremos Getúlio” o, sin ambages, “Morra Getúlio”. Más original fue el brigadier Eduardo Gomes con su “Vote no brigadeiro, é bonito e é solteiro”. Jânio Quadros, que no tenía suficiente dinero para la campaña, hizo que pintaran por toda la ciudad su eslogan electoral al tiempo que criticaba las pichaçoes. Se ve que la doble moral en política viene de lejos.
Y, ya en la dictadura de los sesenta, las paredes recogieron el sentir popular: “¡Castigo para los torturadores!”, “¡Amnistía para todos!”, “¡Viva la libertad!”, y así. Entonces como ahora, salir a la calle era sinónimo de contestación política, como contestación política era apropiarse de los muros. Luego vino un señor que se llamaba Tozinho y empezó a escribir por todas partes “Cão fila km 26”. Podríamos decir que no fue el mejor pixador, pero sí el primero. El semanario Veja, en 1977, se maravillaba con su omnipresencia: “Muros, puentes, viaductos, postes, vallas, piedras, barrancos… Prácticamente no hay una superficie sólida en el país a salvo de la rústica y enigmática inscripción Cão fila km 26”.
Por cierto, el bueno de Tozinho no pretendía otra cosa que hacer negocio: vendía perros (cão) de raza brasileña (fila) en el kilómetro 26 de la carretera del Alvarenga.
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