Este artículo se publicó hace 2 años.
God Save the Thyssen
El Museo Nacional Thyssen-Bornemisza abre al gran público la exposición de la colección Carmen Thyssen, que salda por fin el contrato de alquiler de las obras, firmado el 9 de febrero pasado por la baronesa y el Ministerio de Cultura.
Sofia Chiabolotti
Madrid--Actualizado a
Marte imberbe y Venus desnuda a su lado abren la muestra de la colección Carmen Thyssen, dividida en distintas salas de la planta baja del museo. La representación neobarroca del pintor italiano Carlo Saraceni (Venus y Marte, óleo sobre cobre, hacia 1600) es un homenaje a la obra de Ovidio, Las Metamorfosis. Donde el poeta narra los mitos en los que los protagonistas mutan sus facciones y se enfrentan al dolor de la pérdida.
Curioso, dado que el visitante tomará pronto conciencia de que la exposición no es más que el testimonio de cómo el arte ha ido mutando a lo largo del tiempo y del espacio. Transformando sus pinceladas y mezclas de colores en base al capricho y a la influencia de cada época.
Metamorfosis del arte
El encanto empezó. Llegando rápidamente al siglo XVIII miro los paisajes rurales de François Boucher: el Paisaje fluvial con ruina y puente y el Paisaje fluvial con templo antiguo (ambos de 1762) me llaman. La campesina que descansa a la derecha y las hojas de la vegetación rodeando parecen emitir el susurro lejano de lenguas exóticas.
Observo de reojo si a mi alrededor el guardia se ha ido, me acerco lo más que puedo al lienzo: las nubes rosadas rompen dulcemente con la monotonía del cielo, dan ganas de tocarlas. ¡Ay no!
Interrumpo con circunspección la rebelión del cuerpo: entre las nubes reconozco las arrugas del tiempo, miles de microfracturas que ni la restauración minuciosa puede parar. El encanto se ha roto. Sigo hacia el siglo XIX con la mente aturdida, y así me despido del mar tempestuoso de Simon de Vlieger (Tormenta en la costa, 1645-1650) y de la veduta de Nápoles de Gaspar van Wittel (La dársena, Nápoles, 1700-1718).
De la pintura norteamericana al expresionismo europeo
Sin embargo, el melancólico distanciamiento enseguida se transforma en excitación más intensa frente a las obras de los norteamericanos. Aquellos pintores que formaron parte de la Escuela del río Hudson y que, a través del llamado luminismo americano, dieron vida a unas de las representaciones paisajísticas más fascinantes.
Martin Johnson Heade nos transporta en una Nicaragua rebelde y salvaje (Amanecer en Nicaragua, 1869), donde unos guacamayos rojizos avanzan hacia el horizonte aún adormecido por el rocío de la mañana, para adentrarse con desenvoltura en la lujosa selva centroamericana.
Y sin que uno pueda esperarlo, las pinceladas empiezan a hacerse menos nítidas, las facciones humanas casi confunden la mirada, y el óleo caprichoso de la tinta recoge las formas de manera cada vez más diferente.
Desde las pinceladas más suaves de Émile Bernard (Bañistas, 1889), el puntillismo de Jean Metzinger (Bañistas, hacia 1905), hasta llegar al maestro Kandinsky donde el hombre desaparece en una efusiva y colorida caricia de pincel (La Ludwigskirche en Múnich, 1908). Casi nos ahogamos, al final, frente al color que sobresale incrustado del lienzo de Gustave Loiseau (La calle Clignancourt, París, el 14 de julio, hacia 1925).
La joya de la corona
No más demora. Ya había visto a lo lejos la joya de la corona y había esperado con pudor para acercarme. En 1891 el pintor postimpresionista francés, Paul Gauguin, viajó a Tahití para buscar inspiración en los pueblos primitivos de la Polinesia francesa. El resultado fueron unos cuadros deslumbrantes por las inhabituales escenas exóticas, que el mismo Gauguin presentó oficialmente a la prensa en 1893 de vuelta a París.
El Mata Mua (Érase una vez en lengua maorí, 1892) representa a algunas mujeres adorando a la diosa Hina (luna): "pintada en vivos colores planos, al margen de cualquier pretensión naturalista, supone un canto a la edad de oro perdida", escribió Isabel Cahn en la página del museo.
Cierran la muestra las corrientes vanguardistas de la primera mitad del siglo XX, hasta llegar al hiperrealismo de Richard Estes. Y dejo la sala con la amarga sensación de que, no obstante la asidua publicidad del famoso cuadro de Gauguin, hay en la corona joyas más relucientes.
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