Este artículo se publicó hace 13 años.
Extranjero en el mundo
Nunca sé muy bien qué contestar ante la afirmación categórica de "tú que conociste tan bien a Jorge Semprún", porque, sinceramente, creo que a Jorge Semprún, muy bien, muy bien, no le conocía casi nadie.
Excluyo a su mujer Colette y quizá a alguno de los viejos amigos, muchos de los cuales se le han adelantado en el largo viaje que él inició el pasado martes. El resto, entre los que me incluyo, creo que sólo entrevimos retazos de una personalidad tan atractiva como secreta, tan rica como aparentemente contradictoria, tan cálida como distante, tan sociable como solitaria. Puedo decir, sí, que le conocí entrevistándole para Diario 16, allá por los finales de los setenta. Que compartí muchas horas en largas tertulias junto a sus históricos amigos de Madrid en sus frecuentes viajes a España. Y, sobre todo, que trabajé junto a él durante los tres años que permaneció al frente del Ministerio de Cultura del Gobierno de Felipe González. Que durante muchos días, muchas horas cada día, le vi decidir, reflexionar, luchar, enfrentarse a burocracias que le producían perplejidad, a maneras de hacer política que no eran las suyas, a situaciones y personajes demasiado romos, demasiado ruines, sobrados de astucia y carentes de verdadero talento.
Como ministro trató con maneras de hacer política que no eran las suyas
Todo eso es cierto, pero ¿conocerle? Eso no era tan sencillo. Posiblemente, fueron aquellos terribles años de Buchenwald, de los que tanto tiempo tardó en escribir, los causantes de la extrañeza con la que se movió por el mundo el resto de su vida. Hay experiencias que aíslan para siempre a quien las vive, por muchos éxitos que se consigan más tarde y muy lejos que quede el escenario del horror. O pudo tener que ver con el desarraigo, en plena adolescencia, de su país, de su lengua, de los paisajes cotidianos de su infancia (como la calle Alfonso XI, a la que regresó para vivir 50 años después, ya como ministro, por una de esas carambolas del destino que tanto le gustaban). O la dicotomía entre el hombre de acción y el intelectual reflexivo, que siguió manteniendo hasta el final. O quizás las razones son múltiples y podría seguir enumerándolas, todas pueden ser válidas y el resultado es el mismo: Jorge Semprún no intentaba ser distinto, pero lo era.
No posaba de interesante, pero no he conocido a nadie más profundamente interesante que él. No jugaba al enigma ni al secreto. Estaba siempre dispuesto a compartir su memoria, su experiencia, sus vivencias. Pero era diferente, y solitario, y cualquiera que se acercara a él lo percibía.
Esa característica del "extrañamiento" y esos ojos vivísimos (que siempre me recordaron a la mirada de Pablo Picasso) son, para mí, dos de los elementos más claros de su personalidad. Y también su enorme carisma, por supuesto. ¿Qué más? Sólo contarles algo que ya habrán percibido, que fue un privilegio trabajar con él. Realmente, un privilegio. Y más aún tenerle como amigo.
*Exdirectora del gabinete de Jorge Semprún como ministro
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