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Si usted vuelve a escuchar a Cristóbal Montoro aquello de “vamos a cambiar la ponderación de los impuestos”, agarre bien la cartera, porque lo que querrá decir es que el Gobierno le va a dar un estacazo con una nueva subida del IVA. Tal vez decida salir a la calle para mostrar su rechazo, pero ande con ojo, no vaya a tropezar con las defensas de las Unidades de Intervención Policial —o sea, con las porras de los antidisturbios—. Terminará lamiéndose las heridas o, en el peor de los casos, teniendo que someterse al copago sanitario, que debería llamarse repago, pues recuerde que ya ha abonado los medicamentos a través de los sucesivos cambios de ponderación impositivos a los que aludía el ministro de Hacienda.
La escalada de eufemismos podría seguir hasta la zeta del diccionario, incluso sin salirnos del anterior párrafo: sustituyamos estacazo por daño colateral o IVA por gravamen adicional, al que tendríamos que sumar el recargo complementario temporal de solidaridad, que no es otra cosa que la subida del IRPF. Incluso eso de escalada tiene un matiz épico, cuando en realidad se trata de un aumento o una subida, nada deseable cuando se trata de armas o precios.
“Se utilizan palabras blandas para expresar situaciones duras”, explica la periodista Soledad Gallego Díaz, acostumbrada a ver cómo en los últimos años los políticos, economistas y empresarios recurren cada vez más a los eufemismos. Quizá, añade la columnista de El País, para describir unas situaciones que se han vuelto “progresivamente más injustas o violentas” —hablamos del paro galopante, de los recortes (reformas estructurales), de la supresión de derechos, de la privatización de los servicios públicos (externalización), de los desahucios y la crisis de las preferentes (una estafa en dos tiempos: al timo inicial le seguiría una quita posterior, o robo, de los ahorros), etcétera—, por lo que podrían considerarse unos “pretextos para amparar no a los más débiles, sino a los más poderosos”.
Esta degradación de la lengua, pese a la carrerilla que ha tomado en España desde el inicio de la crisis económica, no es nueva ni exclusiva de este país. George Orwell escribía en 1946 que “el lenguaje y los escritos políticos son ante todo una defensa de lo indefendible”, por lo que los gestores de la cosa pública recurrían a “eufemismos, peticiones de principio y vaguedades oscuras” para evitar argumentos “demasiado brutales” a oídos de los ciudadanos. Así, respecto a las purgas y deportaciones en Rusia, por ejemplo, el político nunca mentaría el “asesinato de los opositores”, sino “cierto recorte de los derechos de la oposición política”
El ensayo La política y el lenguaje inglés, como puede observarse, sigue vigente sesenta años después. Basta cambiar el nombre del gobernante, de la nación y del conflicto, sinónimo suave de guerra, exterminio, genocidio o muerte. “El gran enemigo del lenguaje claro es la falta de sinceridad”, sostenía Orwell. “Cuando hay una brecha entre los objetivos reales y los declarados, se emplean casi instintivamente palabras largas y modismos desgastados, como un pulpo que expulsa tinta para ocultarse”. Volver no operativo, un supuesto no injustificable, una consideración que siempre debemos tener en mente, etcétera. “El estilo inflado es en sí mismo un tipo de eufemismo. Una masa de palabras latinas cae sobre los hechos como nieve blanda, difumina los contornos y sepulta todos los detalles”, señalaba el autor de 1984.
Pero volvamos a este tiempo y a nuestro país. Si la realidad no es del agrado del pueblo, basta cambiarle el nombre para hacerla más digerible. Con Zapatero no había crisis, sino recesión o desaceleración. Su ministra de Economía, Elena Salgado, vio algunos brotes verdes en la economía y aventuró que sólo cabía esperar a que creciesen. La negada crisis terminó siendo tal, aunque, como dijo el ministro Guindos, España jamás fue rescatada, pues se trató de un apoyo financiero o, más largo todavía, un préstamo en condiciones muy favorables. Entretanto, no hubo inflación —si acaso, reacomodamiento de precios—, ni arreció el paro —sino que las empresas, algunas por falta de liquidez (se iban al tacho), aprovecharon las sinergias y optimizaron sus recursos, mientras que las administraciones públicas racionalizaron el gasto, eliminaron duplicidades, adelgazaron sus estructuras y redujeron los gastos superfluos: meros ajustes en un contexto de flexibilización del mercado laboral—. Para frenar la sangría del desempleo —luego iremos con el enfermo— no se favoreció legalmente el despido libre o su abaratamiento, sino que se informalizaron las relaciones laborales. Al menos, nadie le dio una dentellada a los sueldos de quienes seguían conservando su trabajo: hubo alguna devaluación competitiva de los salarios por aquí, algún ajuste por allá, alguna moderación salarial por acullá....
"Lo formal es feo y estrecho y lo informal, en cambio, hermoso y desenvuelto. Lo inflexible es rígido y obstinado, en tanto la flexibilización es ligera y juvenil", escribe el profesor universitario Miguel Catalán en el libro Mentira y poder político (Verbum). Lo que nos lleva a pensar que no cabe duda de que la arruga sea bella, si bien la pérdida del trabajo —el despido— se antoja fea, por mucho que la vistan de reajuste, una palabra aquejada de trastorno bipolar. Puede suponer una disminución —de empleos—, pero también un aumento —de precios—; el caso es que su escucha no trae nada bueno. Decíamos que no bajaron los sueldos, como tampoco se llevaron a cabo desahucios —llámenlos procedimientos de ejecución hipotecaria—, por lo que ningún propietario se quedó sin su casa —en jerga bancaria, activos adjudicados—. Los jóvenes universitarios tampoco se vieron forzados a emigrar —movilidad exterior, mejor que fuga de cerebros— por falta de oportunidades laborales —o sea, de trabajo— y los que sí se quedaron no entienden cómo, habiendo estudiado una carrera y un máster, no aciertan a comprender qué significa eso de flexiseguridad en un país tan inestable laboralmente como el nuestro. Sea como fuere, resulta paradójico que dos conceptos positivos en uno —flexibilidad y seguridad—, más que tranquilizarnos, nos intimiden...
Claro que durante estos años que vivimos peligrosamente hubo alguna buena noticia, como las iniciativas del Gobierno para calmar los mercados —subir los impuestos y reducir el gasto público, como ordenaban desde el más allá— o las inyecciones de liquidez —ejem— que proporcionaron las medidas excepcionales para incentivar la tributación de rentas no declaradas —“señoría, no hay ninguna amnistía fiscal”, se escuchó en el Congreso por boca de Montoro—. ¡Qué riqueza lingüística! ¡Benditos neologismos, encargados de inflar la burbuja eufemística! Circunloquios para el recuerdo, como la abstención técnica del PSOE para que gobernase Rajoy, mientras que el PP no expulsaba a Rato, sino que lo daba de baja. La infanta Elena y Marichalar tampoco se separaron, pues lo suyo fue un cese temporal de la convivencia. Un capítulo aparte merece el extesorero del PP Luis Bárcenas, que sufrió un “despido en diferido” —en este caso, no se informalizó su relación laboral porque ésta había sido simulada— y, consecuentemente, recibió una indemnización a su debido retraso por su gestión de la presunta caja B del partido, que no era tal sino una “actividad extracontable sin carácter finalista”. Por cierto, gracias a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobada por el Congreso, los imputados por la Justicia ahora son investigados, un participio que resulta más leve y suena menos fuerte.
Qué desastre, pensarán algunos, pero cuidado también con las metáforas. Cuando escuchamos que una empresa sanea sus cuentas o que la crisis del banco equis contagia al banco zeta, estamos tratando a la economía como a un enfermo o, si lo prefieren, como a un ser vivo responsable de sus actos y con autonomía propia, como si la culpa de las crisis la tuviesen estos organismos animados y no las personas encargadas de su gestión. Lo denunció hace cuatro años la profesora de Filología de la Universidad de Navarra Carmen Llamas durante el VIII Seminario Internacional de Lengua y Periodismo El lenguaje de la crisis, organizado por la Fundación San Millán de la Cogolla y la Fundación del Español Urgente (Fundéu), cuyo coordinador, el periodista Javier Lascurain, tiene claro que las fuentes de los periodistas se valen de los eufemismos y las denominaciones alternativas para “camuflar, dulcificar u ocultar ciertas realidades”.
Aunque a veces es la propia prensa la que impone un determinado léxico, extraído del deporte, el toreo, los fenómenos atmosféricos o los desastres naturales, que en realidad no son naturales, sino el resultado de la presencia o acción del ser humano en el entorno, así como de la falta de prevención por parte de este, pues no hay desastre si no hay afectados: una tormenta de arena en medio del desierto es un fenómeno natural, excepto que se tope con un campamento de beduinos y termine, ahora sí, en desastre. Si no tenemos esto claro, la traslación de tsunamis, sequías y tormentas al lenguaje económico nos hará pensar, por ejemplo, que los terremotos financieros son desastres de origen natural, incluso divino para algunos, que escapan a la mano invisible del hombre, encargada de regular el mercado. Resulta chocante que se naturalicen las decisiones de quienes mandan y los efectos de sus políticas económicas, mientras que los mercados se humanizan: tiemblan los parqués porque entran en pánico, o las bolsas se despiertan optimistas por la euforia que suscitan las operaciones comerciales.
“La crisis económica de 2008 fue consecuencia clara de un proceso de desregulación de los mercados financieros, pero los políticos que protagonizaron esa desescalada no han querido admitir su responsabilidad y se han presentado como víctimas de una catástrofe imprevisible. Lo mismos sucede con la corriente principal de pensamiento académico en Economía, que justificó plenamente esa desregulacion y que no acepta la enorme influencia que tuvo en el estallido de la crisis”, afirma Soledad Gallego-Díaz. “Por ello necesitan hablar con eufemismos, que ayuden a hacer creer a los afectados por la crisis que la responsabilidad fue de ellos mismos por solicitar un crédito excesivo y no de quienes, siendo especialistas en el tema, se lo concedieron”.
Sin embargo, algunos tienen los días contados. Por ejemplo, para evitar la palabra crisis, comenzaron a llamarla recesión, hasta que esta también adquirió una connotación negativa, lo que dio paso al crecimiento negativo, un oxímoron que figura entre los eufemismos favoritos de la columnista madrileña. Y cuando el Gobierno del PP creyó ver la luz al final del túnel, no se atrevió a recurrir de nuevo a los brotes verdes por su evocadora paternidad socialista y por las críticas que le dedicó al hallazgo verbal en su momento, lo que motivó que Luis de Guindos, actual ministro de Economía, optase por una "pequeña flor de invernadero" para referirse a la recuperación económica.
Ahora bien, ¿logran los políticos manipular a la sociedad con su camuflaje lingüístico? “Lo pretenden, y durante un tiempo lo consiguen, pero los eufemismos caducan”, abunda en la idea Álex Grijelmo, autor del libro Palabras de doble filo (Espasa). “Se produce lo que el lingüista norteamericano Dwight Bolinger llamó efecto dominó. Ajuste fue un eufemismo, y ahora designa claramente lo que antes ocultaba. Países pobres dio paso a países subdesarrollados, si bien esa expresión terminó nombrando crudamente lo que intentaba edulcorar. Así que luego vinieron Tercer Mundo —que se dio la vuelta con el adjetivo peyorativo tercermundista— y países en vías de desarrollo. Por tanto, el lenguaje político necesita renovarlos constantemente, porque se gastan. Y hay que estar muy atentos a esos cambios”, advierte el escritor y expresidente de la Agencia Efe.
Así, el copago sanitario, un eufemismo de repago, se convierte en ticket moderador, o sea, en un peaje por ir al médico, que ya habíamos pagado previamente con nuestros impuestos. “Los periodistas compran ese neolenguaje por varias causas, entre ellas la influencia directa de las fuentes en algunos medios. Y, desde luego, nosotros no siempre hacemos bien nuestro trabajo, pues usar palabras inadecuadas, engañosas o incomprensibles para los lectores es una forma de no cumplir nuestras obligaciones”, lamenta Javier Lascurain. “Nosotros somos cómplices, en muchas ocasiones involuntarios, de esa manipulación”, secunda Álex Grijelmo, quien sostiene que los plumillas “ejercen como transmisores acríticos”. Quizá entonces sea mejor decir tributo, tasa o pago en vez de peaje, aunque algunas autopistas también las paguemos dos veces, incluso tres si quiebran.
Pese a que fuese adecuado consumirlo preferentemente antes del fin de 2017, el término ajuste todavía no ha caducado, sino que ha mutado en otros eufemismos, que son empleados según Gallego-Díaz “para suavizar la carga pesimista o violenta de una palabra o expresión directa”. Adviértase que el verbo despedir comenzó a ser menos frecuente en los titulares cuando las empresas empezaron a presentar —o, en el mejor de los casos, a pactar— ERE, sigla de Expediente de Regulación de Empleo, que terminó dando lugar al ya lexicalizado ere y a su plural eres.
Tampoco corren buenos tiempos para la austeridad, “la reina de los eufemismos”, en opinión de la columnista de El País: “Un concepto asociado a la sobriedad, a la moderación y a la elegancia que ha sustituido en un abrir y cerrar de ojos a lo que es simplemente un hachazo en el gasto público”. Miguel Catalán, en Mentira y poder político, incide en la misma noción: “Puesto que la austeridad es una virtud tradicional, la de no gastar más de lo que se tiene sin dejar por ello de vivir con dignidad, se utiliza el término austeridad como un eufemismo para lavar la negra imagen de los recortes sociales, cuyo resultado [es una vida] indigna en tanto ayuna de servicios básicos”. Al principio era así, pero de tanto uso —y sufrimiento de la población— ha terminado adquiriendo un matiz peyorativo: antes, apretarse el cinturón podría apelar al sentido común, si bien ahora los políticos tratan de eludirla porque son conscientes de los daños colaterales causados a la ciudadanía. Digamos que algo considerado ayer positivo, hoy puede ser negativo, como recordaba el escritor británico Owen Jones —citado por Catalán en su libro— cuando aludía al término reforma: un término que antes estaba ligado a las mejoras de los servicios públicos "pone nombre ahora a las políticas antisociales”.
¿Qué hacer ante el intento de colarnos la misma receta de siempre con otra denominación? Orwell decía que “si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento”, por lo que “esta invasión de la mente por frases hechas sólo se puede evitar si se está continuamente en guardia contra ellas, y cada una de esas frases anestesia una parte del cerebro”. No queda otra que llamar a las cosas por su nombre, como defiende Álex Grijelmo, quien advierte de los efectos secundarios del uso de las frases hechas. “Los periodistas que hacen suya la jerga política tendrán más difícil distanciarse de los políticos y ser independientes, solo por el hecho de usar sus mismas palabras manipuladoras. Yo desconfiaría del periodista que dice reforma fiscal cuando se habla de subir impuestos, o del que habla de desequilibrios territoriales en vez de desigualdades. Su lenguaje y su pensamiento parecen abducidos por el poder de turno”.
Los medios se han visto inundados de todo tipo de circunloquios, hasta convertirse, de manera inconsciente o intencionada, en neologismos periodísticos de uso cotidiano. Por ello, vale la pena mentar de nuevo al autor de La política y el lenguaje inglés, quien escribió aquello de que “el lenguaje político está diseñado para lograr que las mentiras parezcan verdades y el asesinato respetable, y para dar una apariencia de solidez al mero viento”. Porque, aunque pueda parecer que el uso de vaguedades y neologismos ayuda a difundir la diversidad lingüística, en realidad es sinónimo de empobrecimiento. “Más palabras no siempre suponen más riqueza del lenguaje, porque estas entran en el discurso periodístico para desplazar a otras —a menudo más claras o precisas— y no aportan riqueza sino oscuridad”, previene el coordinador de Fundéu.
En fin, nuestros eufemismos políticos y económicos son las especies invasoras que han tomado los ríos y van a dar a la mar, que es el pasar a mejor vida de los medios de comunicación. O sea, el morir.
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