madrid
Casi medio siglo hace de esta pregunta: ¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas? Se la formuló la historiadora del arte Linda Nochlin en un célebre ensayo, y no, no se había caído de un guindo. Ingenuidades las justas. La académica denunciaba un olvido imperdonable; uno que relegaba a la mujer a los recodos de una Historia del Arte muy selectiva. Berthe Morisot, Maruja Mallo, Hannah Höch, Lucy Schwob… Son sólo algunos ejemplos de ese despiste histórico, de ese museo universal hecho de omisiones.
Remendar el discurso oficial no es tarea fácil, echar la vista atrás y nombrarlas —de nuevo o por primera vez— se antoja urgente para vernos, por fin, tal y como somos. Con ese objetivo nace Muerte a los Grandes Relatos, una exposición comisariada por la activista María Bastarós dentro del programa de innovación en cultura de proximidad Mirador Usera. Un proyecto que busca, tal y como reza el programa, “deconstruir el Gran Relato que rige nuestra visión actual del arte, difundiendo otras realidades que no son las apuntaladas por los poderes históricos”.
Para ello, con la intención de fomentar una didáctica que incluya a las mujeres como objeto de estudio y visibilizar sus creaciones, diez creadoras jóvenes revisitan la obra de otras tantas autoras cuyas aportaciones a la Historia del Arte han pasado injustamente desapercibidas. En palabras de María Bastarós, comisaria de la exposición, “el proyecto nace con la intención de mezclar recuperación historiográfica con creación contemporánea”.
Reivindicar el presente para desenterrar el pasado. Una labor de exhumación que Bastarós empezó hace ya un par de años cuando tuvo a bien empapelar medio departamento de Historia del Arte de la Universidad de Zaragoza mediante carteles que remitían a artistas como Angelica Kauffmann, Faith Ringgold o Jenny Holzer. Aquel gesto fue el germen de Quién Coño Es, una iniciativa en forma de “colleja” que la impulsora hacía extensiva a toda la Academia —“encargada de proteger y perpetuar una gran narración gestada en el privilegio”— y de la que Muerte a los Grandes Relatos es su derivada expositiva.
Apeadas de la educación reglada
Es más que probable que el nombre de Artemisia Gentileschi —pese a su singularidad— no les suene absolutamente de nada. No les culpo; su arte —sobra decir— no se ha prodigado en los manuales de pintura. Artemisia contaba con un talento innato, sus manos estaban llenas de colores y, a buen seguro, su genio se habría disipado entre suspiros y quehaceres domésticos si no fuera porque su padre regentaba un taller de pintura. Por aquel entonces las mujeres tenían vetado el acceso a las Acedemias de Bellas Artes.
“En su producción observamos un tratamiento renovador de los personajes femeninos, alejándose de la cosificación habitual de la que éstos eran objeto. La artista escoge temas que le permiten presentar a las mujeres como figuras empoderadas y capaces, lo que ha propiciado una lectura feminista de su obra desde la contemporaneidad”, explica la doctora en Historia del Arte Patricia Mayayo en el texto de presentación. O dicho de otro modo; la mirada no canónica de una outsider que nos interpela desde el pasado.
En efecto, contemplar la revisión que Gentileschi —con tan solo 17 años— hace de Susana y los Viejos, un tema usual en la pintura religiosa, evidencia de qué manera la autora se desvincula de esa mirada masculina que retrata a la mujer como un ser pasivo al servicio de las veleidades machirulas, para ofrecer una alternativa en la que subrayar el horror de Susana ante la agresión en ciernes de unos lascivos octogenarios.
La vanguardia cipotuda
“La mujer, al estar restringida al ámbito doméstico, sólo podía pintar retratos, paisajes y bodegones, géneros que, no por casualidad, son considerados menores. El hombre, que sí tenía acceso al estudio de cuerpos desnudos, pudo profundizar en la pintura mitológica, género —este sí— considerado mayor”, explica Bastarós. Esto, en términos prácticos, va configurando ese pedestal de las artes plásticas que acaba imponiéndose a lo largo de los siglos. Un podio de privilegios encuadrado dentro un marco institucional en el que se reproducen las mismas desigualdades de clase, de género o de raza que operan en el conjunto de la sociedad.
“¿Qué habría pasado si Picasso hubiese sido una mujer? ¿Se habría molestado su padre, el Señor Ruiz, en estimular y apoyar a una pequeña Pablita?”, se preguntaba la Nochlin allá por el 71 en su ya mencionado ensayo. Probablemente no. Como tampoco se mataron los dadaistas por incluir mujeres en sus círculos, pese a que afirmaban hallarse a favor de la emancipacion de las mujeres. “O la Bauhaus —incide Bastarós—, donde las mujeres no podían asistir a clases de edificación y tenían que bastarse con el taller de tejeduría”.
Recogiendo el testigo de Gentileschi pero en la República de Weimar nos topamos con Hannah Höch, pionera del fotomontaje cuya obra revisita en Muerte a los Grandes Relatos la castellonense Laura Höldein. Ácida y polifacética, Höch trabajó como percusionista en la Antisinfonía de Jefim Golyscheff y cultivó la literatura en obras como El Pintor, en la que evidencia la hipocresía machista de su amante, el también dadaísta Raoul Hausmann, al que retrata sufriendo una crisis existencial motivada por la insistencia de su mujer en que friegue los platos.
Opresiones transversales
Y luego están las demás, las que reciben por ambos lados. A la opresión por el hecho de ser mujer añadan ahora la de género o clase y ya casi lo tienen. Desde esa doble discriminación crea la keniata afincada en Brooklyn Wangechi Mutu. “Con ella abordamos la transversalidad de las opresiones a las que se enfrentan muchas mujeres, con ella pretendemos también denunciar una problemática que no podemos obviar”.
Será la artista manchega Nuria Riaza la que revisite la obra de Mutu, un trabajo en el que la africana reflexiona sobre el cuerpo femenino y su importancia como portador de cicatrices atávicas como la represión, la mutilación genital o la adecuación a unos dictados estéticos impuestos por el capital. A modo de evasión —o quizá de anhelo— los cuerpos de Mutu han evolucionado a un nuevo estadio en el que la tecnología permite superar firmes anclajes como el cuerpo, el género o la raza.
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