Este artículo se publicó hace 15 años.
Billetes
Gracias a la mediación de un amigo abogado había logrado conseguir una cita con un hombre que, al parecer, tenía información valiosa sobre el caso de una amiga
Gracias a la mediación de un amigo abogado había logrado conseguir una cita con un hombre que, al parecer, tenía información valiosa sobre el caso de una amiga. Yo era muy cercano a la familia de ella. Por eso me había ofrecido a ayudarles. Crucé un par de correos electrónicos con el hombre y quedé con él en un café del centro. La tarde de la cita llegué casi una hora antes, pedí una cerveza y me senté a esperar. El abogado me había advertido que el encuentro no sería agradable. El tipo, me explicó, tenía un "prontuario interesante". Cuando quise sonsacarle algo más, el abogado se negó diciendo que mi ignorancia era un seguro de vida. Sea prudente, me aconsejó, pregunte sólo lo necesario.
Un mesero se acercó para cobrarme la cerveza. Pagué con un billete de 50 pesos. Me dio la vuelta en billetes pequeños. Entre ellos había uno de 2 pesos, que tenía una leyenda escrita con una letra diminuta: "Usted, que lee estas palabras, sepa que este billete es un regalo del cielo para todos los colombianos de bien que lavaron sus pecados con la luz de la Virgen María, patrona de la nación, que con su bendición nos da el pan y alumbra el camino de los justos".
Su tono era mucho más frío y cortante. Insistí pero no quiso contarme nada que yo no supiera de sobra. Caímos en un silencio que era en realidad una forma de hacer explícita nuestra situación
No era el primer billete de estas características que veía. A lo largo del último año ya me había topado al menos con cinco o seis más, que tenían leyendas similares en las que se proclamaba a la Virgen María como agente supremo del Banco de la República.
Hacía calor, así que me tomé la cerveza muy rápido. Pedí otra y mientras pagaba aproveché para averiguar con el mesero. No tenía idea del origen, pero aseguró que por sus manos pasaban a diario unos cuantos, en ocasiones decenas de aquellos billetes con mensajes religiosos escritos con esa letra tan pequeña. Le pregunté si creía entonces que era una sola persona la que estaba poniéndolos a circular. En eso no tuvo dudas. La misma letra, dijo.
Pensando en este asunto logré rebajar la ansiedad que me producía la cita. Imaginé una casa de pensión, de las muchas que hay por el centro. Una pieza húmeda. Una pila con novelas de aventuras y de detectives, otra pila con papeles, una mesa de noche, la biblia bajo la lamparita de yeso. Una sombra agazapada sobre la mesa. Deseché rápidamente aquella fantasía. Demasiado convencional. Poco después vi pasar delante de la puerta a un vendedor de lotería. Eso me pareció más verosímil. O un carnicero. Una persona muy humilde, con una letra humilde, pequeña, torcida y con errores ortográficos. Porque, si el mesero tenía razón, se trataba de una cruzada individual. Un acto microscópico de afirmación. Alguien, desde ahí afuera, trataba de entrar en contacto con nosotros para entregarnos su mensaje enloquecido sobre la religiosidad del capitalismo o sobre el capitalismo de la religiosidad, vaya uno a saber.
Se acercaba la hora de la cita. Prometiéndome que pensaría más y mejor en el asunto, guardé el billete en uno de los pliegues de la billetera donde solía meter únicamente algunas tarjetas personales y papelitos con teléfonos importantes. Alcancé a tomarme otras dos cervezas. Cuando el hombre apareció en el umbral del café y se acercó a mi mesa yo estaba un poco anestesiado por el alcohol y el calor. Era un tipo de unos 40 años, vestido con ropa sport de marca, moreno y flaco, con el pellejo muy pegado a los huesos de la cara. Se sentó sin pedir permiso, después de mover la silla con cuidado. No parecía nervioso.
El mesero se acercó para preguntarle si quería algo. El hombre negó con la cabeza y dijo que sólo iba a estar un momento. Mensaje recibido: tendría que darme prisa. Le hice las preguntas que había acordado previamente con la familia. Él respondió a todo con evasivas. Algo había ocurrido desde nuestro último mensaje. Su tono era mucho más frío y cortante. Insistí pero no quiso contarme nada que yo no supiera de sobra. Caímos en un silencio que era en realidad una forma de hacer explícita nuestra situación. O mejor, mi situación de vulnerabilidad. Antes de levantarse, me preguntó cuánto me había costado la camisa que llevaba puesta. Le respondí que no lo recordaba. Es falsa, me dijo. Es una imitación. Las hacen aquí en Colombia. Buena mercancía, la tela es incluso mejor que la de las originales, pero en fin, es falsa. Sus zapatos también son falsos, me dijo y sonrió como dándome a entender que todas y cada una de sus prendas eran "originales". Añadió amistosamente que un hombre respetable como yo no podía andar con cosas chiviadas. Se despidió con un apretón de manos y me dijo que ya sabía dónde ubicarlo en caso de necesidad, que yo tenía su correo y que podíamos seguir en contacto por esa vía.
Me quedé allí sin saber qué hacer y pedí otra cerveza. Cuando el mesero se acercó a la mesa le pregunté si no sería él mismo quien ponía a circular los billetes. Era una pregunta socarrona, claro, la pregunta de un tipo medio borracho. El mesero conocía bien ese estado de ánimo. Qué va, dijo, yo vivo muy ocupado. Aunque afirmó que creía fervorosamente en el poder de la Virgen. Durante unos minutos lo espié con una suspicacia deliberadamente pueril. Luego saqué el billete y lo desdoblé sobre la mesa. Volví a leer la leyenda. Un regalo del cielo. El pan. Lavaron sus pecados.
Cedí a la tentación de apoyar los codos sobre la mesa y hundir la cabeza entre las manos. Así, en esa posición y a punto de dormirme, pensé de nuevo en el náufrago que arroja botellas al mar, en el muerto que intenta comunicarse con los vivos. Obstinada, la imagen de la pieza en la casa de pensión regresó con toda su utilería. La sombra seguía allí. Llegué incluso a percibir ese olor característico que desprenden las personas viejas que, obligadas a vivir solas, tratan de mantener cierta decencia. Alcanfor, jabón seco, sudor, orina, alcohol antiséptico. Pensé en acercarme más a la sombra. Di unos pasos en dirección a la mesa hasta que estuve lo suficientemente cerca como para alcanzar el hombro. Estiré el brazo. La mano se incrustó en una masa dura y fría. Cuando quise apartarla fui incapaz. Se había quedado pegada. Era como brea. Deduje que no debía hacer más intentos por librarme, de lo contrario otras partes de mi cuerpo podrían hundirse en aquella masa. Me quedé quieto delante de la sombra, con la mano atrapada cada vez más fría. Abrí los ojos. Sacudí violentamente la cabeza para despejarme. El mesero estaba mirándome con un gesto recriminatorio.
En parte para congraciarme con él pedí otra cerveza. Luego pedí otra y otra y otra más. Al final seguí bebiendo hasta que se hizo de noche. Antes de usar el billete para pagar la última cerveza copié en una servilleta lo que decía la leyenda. Me echaron del café cuando estaban a punto de cerrar.
A lo largo de ese año llegaron a mis manos otros cinco billetes del mismo tipo. Al año siguiente sólo fueron tres. Al siguiente, dos. Y así hasta que desaparecieron. Tampoco tuve la precaución de guardar alguno. Aquello habría significado detener la circulación del mensaje. Por desgracia nadie parece recordarlos, ni siquiera las personas con las que, en su momento, comenté este asunto.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.