Este artículo se publicó hace 7 años.
Antonio Martínez Ron"En España algunas élites culturales e intelectuales no se fían de la ciencia y la miran con recelo"
El periodista y divulgador científico Antonio Martínez Ron te lleva de viaje por la historia de la ciencia en 'El ojo desnudo'
Madrid--Actualizado a
Antonio Martínez Ron (Madrid, 1976) posee la preciada virtud del escribidor que te cautiva con textos cuya temática, a priori, puede no interesarte. El periodista comenzó a ganarse a su parroquia desde el púlpito de Fogonazos, un blog de divulgación científica que transportó al lector a lugares abandonados, a pruebas nucleares en medio del desierto y a las simas oceánicas donde habitan monstruos lovecraftianos.
Aquellas amenas anécdotas proporcionaron a la imprenta ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?, un libro que se lee con unos cacahuetes a mano: un relato lleva a otro, hasta que no queda ninguno en la bolsa.
Martínez —lo de Ron es apellido artístico; @aberron en Twitter— ahora afina la vista. Su segunda incursión en las librerías pretende ir más allá de lo aparente y hace girar sus casi trescientas páginas alrededor del ojo, palabra y órgano que se repetirán a lo largo de la entrevista, empezando por el título.
El ojo desnudo (Crítica) aprovecha la luz y el color para hablarnos de lo visible y de lo invisible —si no lo vemos, ¿cómo sabemos que está ahí?, nos preguntamos cuando es descubierto un virus o un planeta—, aunque lo que siempre le ha gustado al autor es hablarnos de todos los mundos que están en éste a partir de un calcetín perdido o de los globos oculares de John Dalton, que a lo mejor les suena de las historietas de Lucky Luke, pero no.
Lo de escribidor no es despectivo, sino que alude a su prolífica obra: el periodista y divulgador —que hoy recibe el premio Concha García Campoy por el artículo Plasticidad a la carta para salvar cerebros— publica en prensa, ha hecho tele (Órbita Laika) y, después de sus inicios en la radio, ha vuelto a las ondas con Catástrofe Ultravioleta, un podcast con modos de radionovela científica.
Faltan muchas cosas —Naukas, Te doy mi palabra, Next, el documental El mal del cerebro y, claro, su blog, que le ha reportado varios premios y todavía colea—, y más que tiene en proyecto. Durante la comida que precede la charla en La Follable —donde graba el programa con los Javis, Peláez y Álvarez—, adelanta que está a punto de sacarse de la manga un cómic para adultos. O sea, de ciencia ficción para mayores.
¡Hágase la luz!
¡Hágase! La luz es la principal fuente de referencia que tenemos del mundo exterior, y no me refiero sólo a la luz visible. La radiación electromagnética, las ondas de radio, los microondas, las ondas que detectamos con los satélites que proceden del sol, las estrellas y el universo también son formas de luz, aunque no éramos conscientes de ello hasta que empezamos a estudiar el fenómeno.
En el título de ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?, donde abordó desde el secuestro del cerebro de Einstein hasta la conquista aeroespacial, también incluía la palabra ojos. En este, trata sólo la vista. ¿Por qué ha concretado tanto?
La idea del libro surge porque es una forma muy sencilla de entender la historia de la ciencia y por una pregunta que me hizo mi hija: “Si no lo vemos, ¿cómo sabemos qué está ahí?”. La mejor manera de estudiar cómo hemos llegado a conocer todo lo que sabemos hoy en día es haciéndonos las preguntas que se hace un niño y las que se pudieron hacer hace dos mil años los primeros filósofos: ¿cómo conozco la realidad que me circunda?, ¿qué parte de esa realidad es real y cuál una mera alucinación?, etcétera.
Tenemos un mundo tan sofisticado y una ciencia tan avanzada que los adultos contamos con muchas respuestas, pero se nos han olvidado las preguntas. El libro intenta desmadejar una historia compleja a través de dos elementos tan sencillos como la vista y la luz.
Un canto a la ingenuidad. No hay que perder la capacidad de sorpresa para seguir adelante.
Hay que ser ingenuo, porque la ingenuidad es una virtud: la capacidad de sorprenderte y de no ser tan soberbio como para pensar que lo sabes todo. La gente intenta impactar a los demás haciéndose pasar por más lista de lo que realmente es. La ciencia, en el fondo, es un canto a la ignorancia: cuanto más sabes, más reconoces que no sabes.
El hallazgo de una respuesta es como una petite mort, pero me imagino que paradójicamente ese clímax provoca insatisfacción, porque genera una nueva pregunta.
En ciencia, las respuestas son temporales, no definitivas. Con el paso del tiempo, alguien descubre que no era así o completa la respuesta. No hay una línea de meta, porque la carrera del conocimiento es infinita por su propia naturaleza.
¿Somos unos cegatos?
Tenemos un sistema visual que es bastante bueno para nuestras necesidades. Nosotros y los primates somos tricrómatas, o sea, vemos la realidad a partir de tres colores, mientras que otros mamíferos sólo la ven en dos.
Curiosamente, somos tricrómatas... ¡por culpa de las serpientes! Bueno, al menos eso era lo que pensaba en su día Davis Lynee Isbell.
Esa teoría está desestimada [la antropóloga de la Universidad de California defendía que "la capacidad para detectar formas serpenteantes entre la vegetación podría explicar por qué los primates hemos desarrollado una vista en tres dimensiones más aguda que otras especies”, escribe Martínez en su libro]. Hay otra —más aceptada, aunque también es una respuesta temporal— que sostiene que el tricromatismo nos vino bien a los primates para detectar las diferencias de color de los frutos en los árboles.
En fin, los científicos se preguntan por qué hay tanta prevalencia del daltonismo, pues el 10% de la población masculina es daltónica: ¿quizás porque la presencia de un daltónico en el grupo era una ventaja evolutiva, lo que facilitó que se perpetuara esa mutación? Pero eso tampoco está probado.
Según la leyenda, durante la guerra de Vietnam, en los bombarderos estadounidenses iban daltónicos para detectar los campamentos del Vietcong, porque podían percibir patrones de camuflaje que los tricrómatas no veían a simple vista. “¡Mira, allí están los Charlies!”. Es una anécdota divertida, aunque no fue real. Nunca hubo un escuadrón de daltónicos en el ejército de Estados Unidos, si bien luego un experimento respaldó esa teoría.
Oliver Sacks, en La isla de los ciegos al color, escribió sobre la deficiencia que afecta a muchos habitantes de Pingelap y Pohnpei, dos pequeñas islas de Micronesia: ven el mundo en blanco y negro.
Los monocrómatas o acromatópsicos legalmente son ciegos, pues por el día no ven prácticamente nada, porque la intensidad de la luz los ciega. En cambio, por la noche tienen una capacidad para ver las estrellas y el entorno que nosotros no poseemos. El espectáculo debe de ser brutal, porque son muy sensibles al claroscuro. Hay una anécdota muy curiosa que cuenta el propio Sacks: una mujer le tejió a un colega que viajaba con él un jersey con un mensaje que sólo podían ver los acromatópsicos, porque nosotros no lo apreciamos.
¿Qué pregunta le ha hecho su hija que quedara sin respuesta?
Pues un montón… Una de las cosas que intento enseñarle es que yo lo no sé todo. No sólo yo, sino tampoco toda la humanidad.
Pero alguna vez habrá recurrido a una mentirijilla…
Le he contado mentiras piadosas. Por ejemplo, intento dulcificar la muerte para no traumatizar a la pobre cría. Si le dices que la realidad se acaba una vez que dejas de existir y que entonces da igual todo lo demás, pues igual le causas un trauma. Simplemente, le cuento algo más poético, incluso digerible para nosotros: estamos hechos de materia que proviene de las estrellas y todo se recicla, por lo que pasaremos a ser parte del universo.
¿Ya ha entendido lo que es la muerte?
Sí, porque los niños son muy intuitivos. Yo empecé a hacerme preguntas sobre la muerte con ocho años y el asunto me angustió mucho. La etapa en la que descubres su significado es una de las más tremendas de la vida, porque tienes una visión del abismo brutal. Esa sensación te marca para siempre.
¿Usted es hipocondríaco?
Suelo decir que soy aprensivo, aunque en realidad sí soy hipocondríaco. ¡Ojo, con justificación!, porque tengo algunas averías en el cuerpo. Es decir, a veces me asusto sin motivo, pero un par de veces he acertado…
¿Le ha hablado a la niña de la criogenización?
De eso no hemos hablado. Ahora mismo, la criogenización es un engaño. Es posible que en el futuro sea posible conservar los tejidos sin dañarlos y luego recuperarlos. Pero con la tecnología actual es bastante improbable. Te aseguro que las personas que han sido congeladas por las empresas del sector están clínicamente muertas y no van a poder ser resucitadas.
Ha venido a hablar de su libro, pero también está a punto de publicar un cómic.
Es de ciencia ficción y saldrá en las próximas semanas. Intento buscar maneras diferentes de contar historias y el cómic me parece un formato directo e intuitivo. Es muy visual y tiene algo de introspección mágica, pues permite que te identifiques mucho con el contenido y, al mismo tiempo, posee una intensidad que no te encuentras en otras formas de narrar.
¿Abunda la buena pluma combinada con el rigor científico?
Escasea la tradición, más propia del Reino Unido. Aquí hay gente con sobrado talento, pero no mucha que se haya lanzado a escribir, incluso con ambición literaria. Nos falta soltarnos la melena y perder el miedo. En cuanto a quién lo hace mejor, el divulgador o el científico, el debate me parece absurdo.
Hay buenos comunicadores que, sin tener una formación específica, han contado algunas historias mejor que los científicos. Aunque, en el fondo, los mejores han sido los grandes científicos que también fueron grandes comunicadores, como Carl Sagan e Isaac Asimov. Lo importante es conectar con el lector y que éste se inmiscuya en la historia.
Faltan programas de divulgación científica en la televisión pública.
Claro, pero es predicar en el desierto. La televisión pública debería entender la ciencia como parte de la cultura y darle un espacio digno en la parrilla. Sin embargo, tenemos justo lo contrario: gente que defiende teorías pseudocientíficas y que dice tonterías sin ningún fundamento. Eso está provocando un daño que pagamos todos.
Y resulta más fácil mentir que desmentir.
Se ha puesto de moda la ley de Brandolini, que establece que cuesta mucho más esfuerzo desmentir una tontería que decirla [su autor formuló así el principio: "La cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez es de un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirla"]. O sea, que un científico se pasa diez años investigando para hacer una afirmación, mientras que a un tertuliano le lleva diez minutos decir una chorrada que permanecerá entre el público durante mucho tiempo.
Las barbaridades que se dicen en televisión cuelan porque en España la ciencia ha estado siempre en un tercer plano y la cultura científica de la población es, en general, escasa. Si alguien dice que las meninas las pintó Goya, todo el mundo se escandaliza y lo llama borrico. Ahora bien, si dices que los transgénicos modifican el ADN de las personas, buena parte de la audiencia no se entera de que es una burrada.
O sea, que el estado de salud de la ciencia en España es grave, pero estable.
Yo creo que está en la UCI y ha empezado a decir buenos días [risas].
Y unos y otros Gobiernos…
Tenemos los políticos que hemos votado, por lo que no hay mucho más que decir [risas].
Algunos científicos españoles que trabajaban en el extranjero y regresaron han vuelto a irse al cabo de un tiempo.
Bueno, eso, quien ha tenido suerte. Conozco casos de científicos que dejaron una carrera brillante y prometedora en el extranjero, se vinieron aquí y se han quedado en la estacada. Los bandazos de las políticas científicas han sumido en la crisis a decenas de investigadores, que arruinaron sus vidas por culpa de la falta de criterio y de las falsas promesas de trabajo. Además, en la universidad española hay un clientelismo y una endogamia salvaje, algo que no parece tener solución.
Por no hablar del coste de la formación de los profesionales que luego emigran.
Es capital que pierde el país y que aprovechan otros. España es una de las primeras economías del mundo, por lo que no debería tener una investigación tercermundista.
¿Por qué ese desprecio?
Por la falta de cultura y formación de quienes toman las decisiones. Es un desprecio histórico a la ciencia, que se sigue infravalorando. Algunas élites culturales la consideran algo propio de frikis, por lo que no se fían y la miran con recelo. Además, para una parte de la intelectualidad española, los científicos han sido cómplices de las peores manifestaciones de los horrores del siglo XX.
La bomba atómica.
Exactamente. Pero no asocian la ciencia con la subida de la esperanza de vida, con los niños que ya no se mueren gracias a las vacunas o con los progresos en nuestro día a día, sino con el lado oscuro. Que también lo tiene, y hay que denunciarlo, aunque en general la ciencia ha cambiado el mundo para bien.
¿Por qué han calado algunos mensajes de los antivacunas y de los homeópatas? ¿Es una cuestión de ignorancia?
No sólo. Pensar de manera científica requiere un esfuerzo extra, porque lo natural —lo que nos saldría a todos— es ser supersticioso. Hay falta de cultura, de interés, de inversiones y de una apuesta por la ciencia desde las televisiones públicas. Todo eso sumado provoca que determinadas personas que escriben para muchísimos lectores opinen sobre cosas de las que no tienen mucha idea.
Ahora bien, no hay que culpar a la gente porque piense que la homeopatía funciona. Es normal que sea así: por una parte, hay un mercado increíble que se la está vendiendo; y, por otro, no ha estudiado y carece de los elementos suficientes para decidir si la homeopatía en realidad funciona o no.
¿A quién creo? ¿A los científicos o a los homeópatas? No hay una equivalencia entre unos y otros, porque no es lo mismo la cantidad de controles que tiene que pasar un medicamento que llega a una farmacia que una chuchería que te venden como remedio milagroso, incluso mejor expuesta en las estanterías, pero que no ha sido sometida a ensayos clínicos de ningún tipo. Realmente, no sabes qué te estás tomando ni en qué cantidades.
Sin embargo, el margen de beneficio es astronómico, ¿no?
Claro, porque no hacen I+D, sino que es agua con azúcar.
Luego está la S+D: superstición y desarrollo. Aquellos pilotos estadounidenses que pegaban un chicle antes de subirse al bombardero o los astronautas rusos que, a punto de emprender su misión, meaban en la rueda trasera del autobús que los transportaba al cohete, como había hecho Yuri Gagarin por primera vez en 1961.
Somos capaces de asimilar muchas disonancias cognitivas: tienes delante una realidad evidente, pero no eres capaz de reconocerla porque, en el fondo, no te la quieres creer. Por ejemplo, estamos todo el día pendientes de cuáles son los ingredientes del tetrabrik de turno. Sin embargo, vamos a la farmacia, pedimos una pastilla de homeopatía y no tenemos ni idea de cuáles son sus componentes, porque no ha pasado ningún control.
Otro ejemplo: estamos obsesionados con las radiaciones electromagnéticas del wifi o de las antenas de telefonía móvil, aunque luego nos tiramos una hora al sol o nos echamos un cigarro en mitad de la playa. Te estas exponiendo a riesgos muchísimo mayores, pero nadie se ha molestado en generar campañas de miedo sobre esas cuestiones concretas.
Volvamos al libro. No sólo no vemos lo que está ahí, sino que además el ojo nos engaña.
La información nos llega interpretada. De entrada, el ojo nos está dando una información que no tiene una correspondencia exacta con el mundo externo. Un baño de humildad para la ciencia: nuestro sistema perceptivo no es el ideal, ni tampoco único, ni nos da la respuesta a lo que creemos que es verdad. O sea, nos está engañando, si bien la información proporcionada nos ha servido para sobrevivir hasta ahora. Evolutivamente, nos ha ido bien con esa interpretación de lo que hay afuera, aunque las ilusiones visuales demuestran que el sistema no está afinado al 100% con la realidad.
Un ejemplo: nuestro cerebro está en el interior de una caja oscura. Si entra luz, malo: tendrías que ir a urgencias [risas]. La información le llega a través de impulsos químico-eléctricos del nervio óptico, es decir, a partir de un filtrado de información que hace la retina de lo que nos llega del mundo exterior. Es decir, hay una reconstrucción interna de lo que estamos viendo fuera. Y esa reconstrucción muchas veces nos hace creer que hemos visto cosas que no son exactamente como se han producido en el exterior.
La historia de la ciencia está llena de paradojas como ésa: Galileo Galilei mira por el telescopio y se pregunta si lo que está viendo a través del aparato es más real que lo que ve a ojo desnudo. En fin, el ojo es un planeta en sí mismo.
¿Cuál es su trampa visual favorita?
Las que demuestran que la visión está llena de conocimiento. O sea, que lo que conoces condiciona lo que ves. Y que si no conoces algo, eres incapaz de interpretarlo. Cuando Galileo mira Saturno, ve tres luces, pero no los anillos. Años después, Christiaan Huygens se da cuenta de que Galileo estaba viendo los anillos en distintas posiciones, aunque no fuese capaz de interpretarlos, porque en su cabeza no existían los planetas con anillos.
También me gusta la ilusión de la vaca: esas manchas emborronadas en las que no distingues nada, hasta que te dicen que hay una vaca y, a partir de ese momento, ya no la puedes dejar de ver. Lo difícil en ciencia es ir más allá de lo que tu contexto cognitivo te dice sobre la realidad.
Queda claro que la visión es una reconstrucción de la realidad por parte del cerebro. Una realidad que puede variar en función del cerebro, del lenguaje o de las circunstancias de cada uno.
Eso llega hasta tal extremo que la gente tiene distintas sensibilidades a distintos colores según las estaciones del año. Un ejemplo es el vestido azul y amarillo, que no es una ilusión visual al uso, sino que tu estado mental interno hace que interpretes el vestido como azul o amarillo. Por eso, la misma persona podía verlo de un color u otro en función del momento del día.
Por otra parte, somos ciegos a un montón de cosas. En un juicio, no hay nada menos fiable que los testigos oculares. Si estás precondicionado para creer algo, terminas creyéndolo, como sucede en los espectáculos de los magos, que son capaces de manipular tu estado mental.
Supongo que es un gran fan de Houdini, no tanto por sus trucos como por su empeño en desenmascarar a los charlatanes, incluido el español Joaquín Argamasilla, “el hombre con rayos X en los ojos”.
Fue un pionero. Actualmente, su gran heredero es el canadiense James Randi, quien demuestra en cada espectáculo que un mago puede hacer con nuestra mente lo que le venga en gana y que los trucos son manipulaciones de nuestra percepción.
Trucos que trascendieron los teatros y fueron trasladados al campo de batalla. Ahí están las ilusiones ópticas de Jasper Maskelyne, el mago de la guerra.
Sí, pero además de las maquetas de tanques y otros trucos de la guerra perceptiva, la historia está llena de engaños. En una ocasión, una expedición polar fue detrás de una isla del polo norte que, en realidad, era un espejismo. Casi palman todos. Perseguían algo que alguien había creído ver y, en el fondo, era un reflejo de la luz sobre el agua. La historia de los espejismos y de las fata Morgana es maravillosa. De hecho, la atmósfera actúa como una lente y, gracias a la refracción de la luz, podemos ver el atardecer cuando el sol ya se ha puesto o una montaña situada a más de trescientos kilómetros.
Si al filtro del ojo y al cerebro le sumamos las condiciones extremas, con las alucinaciones hemos topado: ¡ahí va, la Virgen!
Los condicionamientos cognitivos te hacen escuchar voces y ver fantasmas. El ser humano, como herramienta perceptiva, no es nada fiable. Eso que llamamos sentido común, tan valorado, es justo lo contrario de lo que hace la ciencia, que ha construido herramientas para combatir esos engaños y para poner a prueba lo aparentemente real. Lo más lógico es pensar que el sol da vueltas alrededor de la Tierra y no que estamos sobre una bola gigante que va a toda velocidad y rota a 1.600 kilómetros por hora, porque esto último no es nada intuitivo. Adquirir el conocimiento científico cuesta trabajo, por eso es tan difícil luchar contra las pseudociencias.
¿Por qué nos gusta tanto ver a Jesucristo en las tostadas y en las humedades de las paredes?
No es que nos guste, sino que estamos diseñados así biológicamente. En el caso que planteas, detectar patrones de caras ha sido muy útil en nuestra evolución. El fenómeno se llama pareidolia.
¿Qué sabría hoy John Dalton sobre su principal defecto: la ceguera al color?
En primer lugar, habría flipado, porque le pidió a su médico que le sacara los ojos una vez muerto para averiguar por qué era ciego al color. Obviamente, Dalton entonces no fue diagnosticado como daltónico, porque ese término fue acuñado tiempo después [risas]. Él creía que no veía los tonos rojos porque su humor vítreo era azul, aunque en realidad era transparente, exactamente igual que el de todo el mundo. En definitiva, hoy habría sabido que su problema se debía al fallo de uno de los tres receptores del color y que su ceguera no era al rojo, sino al verde, como se demostró tras unas pruebas genéticas.
El daltonismo no se cura. ¿Le ha sorprendido especialmente alguna enfermedad que podría haberse curado, pero no se investigó lo suficiente para erradicarla? ¿Hay más interés en atajar ciertas enfermedades? ¿En descubrir una cosa antes que otra?
Hay un sesgo, porque la ciencia la hacen seres humanos, con sus propios intereses y juegos de poder. Hay enfermedades que se estudian más o menos. Por ejemplo, hay un sesgo histórico en detrimento de las mujeres, sobre cuyas enfermedades se ha investigado menos, igual que ha sucedido con los negros. Incluso se está poniendo en cuestión toda la investigación hecha con ratones, porque se han utilizado más machos que hembras.
Tampoco se le prestaba atención a las enfermedades minoritarias, antes llamadas raras, cuando los casos aislados sumaban una multitud de personas. En fin, la investigación nunca ha sido objetiva porque viene sesgada de serie.
Ahora escribe sobre la vista, aunque en el pasado ha dedicado muchos textos a la ceguera. Comentaba que los sordociegos, por ejemplo, se ven forzados a agudizar otros sentidos. ¿Cuál preferiría perder?
Si me dan a elegir, ninguno... Pero si no quedase otro remedio, prescindiría del olfato —que casi no utilizamos— o del gusto —un mal menor en comparación con perder el tacto o la vista—.
La ciencia, como la música, está llena de versiones y de remixes.
Claro. Cuando estudias la historia de la ciencia y echas la vista atrás, te das cuenta de que hay mucho material averiado sobre los primeros descubrimientos. Hay mucha mitología y se cuenta mal lo que hizo Galileo, Thomas Young, Isaac Newton o Arquímedes.
Por una parte, la historia, muchas veces, está mitologizada o adulterada. Por otra, los descubrimientos geniales y súbitos no ocurren prácticamente nunca. Casi todo el mundo descubre cosas al mismo tiempo o poco después que otros. El conocimiento es una tarea colectiva que flota en el ambiente, porque es muy raro que un solo tipo tenga una idea genial que lo cambie todo. Newton o Einstein no son la norma. La ciencia es una labor de un montón de gente.
¿Ha descubierto la ciencia dónde están los calcetines de la lavadora?
Hace mucho tiempo: se llama entropía y es una marca de lavadoras que lo manipula todo [risas]. No, eso es un misterio insondable, como el de la materia oscura. La ciencia admite que no sabe a dónde van a parar los calcetines [risas].
En cambio, en la Estación Espacial Internacional (ISS) es más fácil dar con ellos.
Cuando pierdes algo en tu casa, sabes que ha caído al suelo, pero allí tienes que buscarlo en un ángulo de 360 grados, porque no hay gravedad. En la ISS hay un cajón de objetos perdidos. ¡Pagaría millones por cotillear un rato y ver lo que hay dentro!
Usted se dio a conocer con Fogonazos, cuyos escritos dieron lugar a ¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos? Uno de los capítulos aborda el efecto nocebo a través de una anécdota desconcertante: en 2003, miles de sudaneses acuden al médico porque creen que les ha encogido el pene. ¡Problemón!
Eso tiene que ver con las fobias sociales de las que hablábamos antes. Son enfermedades sociales o colectivas: mucha gente atribuye un efecto a algo que resulta no tenerlo. En el caso de los sudaneses, pensaban que estaban embrujados, pero hay más ejemplos: gente que cree que la antena que han puesto en su edificio le está provocando cáncer y, al cabo de un tiempo, se descubre que la antena estaba apagada. Son ejemplos de cómo podemos llegar a condicionarnos y a pensar que algo tiene un efecto que en realidad no tiene.
Televisión, blog, prensa escrita y digital, documentales y, finalmente, radio: Catástrofe Ultravioleta, un podcast que ha llegado a ser difundido en los vuelos Iberia, aunque su título no invita precisamente a subirse a un avión.
El nombre surgió cuando me documentaba para el El ojo desnudo sobre la catástrofe ultravioleta [podríamos explicar aquí en qué consiste, pero les resultará más entretenido si lo leen en el libro]. Aunque es uno de mis últimos proyectos, yo empecé en la radio, que era y sigue siendo mi pasión. Catástrofe Ultravioleta es un intento de experimentar y hacer cosas nuevas con Javi Peláez y Javi Álvarez. Tiene un impacto emocional muy distinto al de otros formatos, porque la radio te atrapa, fomenta la imaginación y te lleva a sitios a los que no podrías ir de otro manera.
A eso ayuda la ambientación creada por Javi Álvarez a partir de sonidos y músicas originales. En el fondo, no deja de ser una radionovela científica, ¿no?
Sí. El espíritu es radiar un relato que parece de ficción, pero basado en hechos reales. No necesitamos inventarnos una historia fantástica sobre fantasmas, apariciones o niñas de la curva para que te quedes con la boca abierta. La realidad es suficientemente fascinante como para estar contando historias increíbles durante años.
Naukas, las jornadas de divulgación en Bilbao y Valladolid, Next… ¿De dónde saca el tiempo?
De debajo de las piedras. Intento ser productivo y aprovechar los recursos al máximo. Paradójicamente, con el tiempo, aprendes a no perder el tiempo. La falta de productividad llega cuando no estás centrado, no tienes claro qué hacer o te someten a reuniones interminables en las redacciones. Hay que salir a la calle, porque cuando vas en busca de un tema, terminas descubriendo otro. El problema surge cuando estás todo el tiempo entre cuatro paredes, esperando a que alguien te diga lo que tienes que hacer. Ahí es cuando te estancas.
¿Ha descubierto más lugares abandonados?
Me gustaría recuperar esa sección de Fogonazos porque la dejé abandonada, nunca mejor dicho [risas]. A lo mejor algún día la retomo.
Sorprenden los hallazgos y descubrimientos que se produjeron a lo largo de la historia sin la ayuda de la tecnología… ¡Sólo con la vista!
¡Es brutal! ¿Cómo unos tíos con un palo y una sombra fueron capaces de medir la circunferencia de la Tierra? ¿Y de calcular el grosor de la atmósfera mirando la sombra de una montaña? Esos primeros filósofos naturales tenían una potencia intelectual de la que hoy adolecemos. Porque aquellos tipos trabajaban a pelo…
Por cierto, si dependiese de usted, ¿acogería a los nazis tras la Segunda Guerra Mundial para que su país pudiese desarrollar un programa espacial?
Buf, es una cuestión muy difícil... [risas] Los estadounidenses, mediante la Operación Paperclip, intentaron ganar a los rusos en la carrera por llevarse a los científicos que habían estado al servicio del régimen nazi. La historia demostró que hicieron bien, porque gracias a que reclutaron a los creadores del misil V2 hubo un programa espacial y el hombre llegó a la Luna. No obstante, desde el punto de vista moral, hubo quien se planteó si era legítimo. Sobre Wernher von Braun se arrojaron muchas sombras, pero ha quedado claro para siempre que fue un grandísimo científico. Sé lo que pasó, si bien no sé lo que haría yo… Me da mucho vértigo pensarlo.
Con Mengele sería más complicado, ¿no?
Claro, no jodas [risas]. Hay cosas por las que no se debería pasar, aunque Von Braun fue acusado de actos muy graves. En la fábrica de cohetes, maltrató a quienes trabajaban como mano de obra esclava. No tengo una idea clara al respecto, y eso está bien, porque uno no tiene que tener opiniones formadas sobre todo. Hay cuestiones sobre las que no tienes suficientes elementos para juzgarlas.
¿Veremos con ojos biónicos?
Seguro. De hecho, ya estamos haciéndolo. Hay una mujer invidente en Sevilla que tiene un implante biónico, gracias al cual puede ver unas sombras pixeladas. Y muy pronto habrá tecnología suficiente para que algunos lesionados oculares puedan percibir la luz y reconstruir la realidad visual que perdieron. En pocos años, gracias a las nuevas tecnologías, el ser humano aumentará su capacidad perceptiva de la realidad, por lo que podrá percibir cosas que ahora nos parecen inimaginables
Usted tiene una hija de diez y un hijo de cuatro. Eso de ser padre… ¿es como dicen?
Bueno… Es mejor de lo que dicen y también peor, depende del momento [risas]. Pero sí, en general, es como dicen [risas]. ¿Y cómo dicen que es?
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