Este artículo se publicó hace 16 años.
Fin del sueño
Los carteles de “se vende” inundan Marina d’Or.
Joan Garí
Es sábado por la tarde, un plácido día de enero, y en los jardines de Marina d’Or algunos niños apuran los últimos rayos de sol bajo la atenta mirada de sus madres. El crepúsculo está a punto de extender una niebla rojiza —como de un fantasmagórico membrillo casero— sobre la lenta majestad del mar, y en todo el complejo no hay más de treinta o cuarenta personas pululando, como muertos vivientes, por las calles de la “Ciudad de Vacaciones”.
Los principales hoteles están cerrados. El balneario de agua marina está cerrado. La mayoría de los apartamentos están vacíos, y en muchos cuelga el letrero de “Se vende”. ¿Crisis en Marina d’Or? Quizá es sólo el invierno y sus paradojas. Al fin y al cabo, ahora es cuando se está bien en la costa mediterránea, sin aglomeraciones, sin sofocones, sin estridencias. Pero ahora no hay nadie.
Antes se vendían entre 1.500 y 1.800 apartamentos al año. En 2007 sólo unos 400La crisis tampoco hay que desatenderla. Si en los últimos tiempos la venta de apartamentos se situaba en una media de entre 1.500 y 1.800 al año, en 2007 no debieron ser más de 400. Los perros de las hipotecas, por otro lado, han mordido donde más dolía, y por eso muchos propietarios han empezado a acariciar la idea de volver a la meseta. De los sueños se despierta. O te despiertan.
Se va el sol y con él parece desvanecerse un imperio. No es tristeza lo que se masca aquí, sino una pequeña y volátil inutilidad. Un niño juega en la arena de la playa sin saber que esa playa necesita constantes aportaciones para mantener esa arena, porque el lecho es originariamente de piedra. Un poco más abajo, una pareja de mujeres de mediana edad pasa a mi lado arrastrando los pies, con un tedio estudiado pero infinito. Este crepúsculo, como el de los dioses, ya no tiene remedio.
Jornadas de 12 horas
Sorin y Mijaela Bika son dos de los muchos inmigrantes que me encuentro en mi paseo. Son amables y locuaces. Ambos han trabajado en los hoteles del complejo, pero ahora sólo vienen los sábados a gozar del silencio y la tranquilidad. Me explican: jornadas de doce horas diarias, seis días a la semana, con derecho al abuso en caso de sufrir algún percance sanitario. Sorin imposta la voz y descubre un rostro con capacidad plástica para el misterio: es que el jefe de personal, dice, es “un árabe”. ¿No les gustaría volver a trabajar en Marina d’Or? La respuesta es inmediata y a dúo: no.
“He visto las calidades con que se ha contruido esto. Ni loco compro nada aquí”Se puede visitar, también, una carpa con maquetas sobre el futuro. Qué será, será. Nada más penetrar en este espacio de fantasía, un cartel anuncia “promociones a la venta en Marruecos (Marrakech, Tánger, Agadir)”. El grupo se expande, claro. Ya está presente en Reino Unido, Francia y China.
Pero sigamos en la carpa. Otro cartel anuncia que el complejo obtiene el agua de la desalación del mar. Hasta 8’6 hectómetros cúbicos al año, por tres que capta de acuíferos internos y otros tres del agua subterránea del acuífero costero. Eso está muy bien, pero si falta agua, siempre se puede desecar un poquito el parque natural de Cabanes-Torreblanca, en el límite norte de las urbanizaciones. Hay que recordar, en todo caso, que la Conselleria de Territorio (en manos absolutas del PP) redactó en 2003 el Plan de Ordenación de Recursos Naturales del parque (PORN) a la medida de los intereses vacacionales. De aquí la presencia, nada discreta, de excavadoras lanzando tierra sobre zonas húmedas. Eso no lo dice ningún cartel.
Más carpa. Un pequeño rebaño de jóvenes atienden a un anunciado espectáculo de “agua, luz y sonido”. Como delfines perfectamente adiestrados, seguirán las evoluciones de unos chorritos de agua acribillados por luces de colores al son de la banda sonora de “Oficial y caballero”. Es estéticamente emotivo: uno esperaría que en cualquier momento se pusieran a saltar y a pedir una sardina como premio.
Desde un rincón, un elegante caballero de mediana edad observa la pantomima con una sonrisa irónica. Le doy palique. Dice que es ingeniero industrial, de Madrid, y que llegó aquí en los inicios del complejo (en el año 2000). Ha visto crecer los enormes bloques de apartamentos como Keops contemplaba la erección de la gran pirámide de Giza. La pregunta es obligatoria. — No, no, yo no tengo aquí ningún piso. Yo vivo en Oropesa, en el casco antiguo. He visto las calidades con que se ha construido esto. Ni loco, oiga.
El advenedizo Jesus Ger
Oropesa. Más de diez mil habitantes, contando a Marina d’Or. Pero antes fue otra cosa. Un pequeño pueblo costero, que vivía de la naranja y de la viña. Sé lo que digo, porque mi padre tuvo en este término más de treinta hanegadas de naranjo, en la falda de una montaña. Mi infancia es un recuerdo de esos naranjos. Acabó vendiendo las tierras, porque la frontera entre el regadío y el secano no es la más propicia para sacar rendimiento del fruto dorado. Se vendió y ya está (también se vendió mi infancia). Jesús Ger, sin embargo, no llegó a tiempo de comprar.
Jesús Ger, por si alguien lo ignora, es el propietario de Marina d’Or. Es el hombre que convirtió uno de los últimos pedazos de costa virgen del litoral castellonense en esta aldea “de ensueño”. Podría parecer el tipo más popular de su entorno, pero no es así. Su voracidad le ha enfrentado con los principales empresarios de Castellón. Los de “toda la vida”. Con Luis Batalla (Lubasa), por ejemplo, ha medido bien sus fuerzas: Alien versus Predator. A Ger le reprochan ser un advenedizo. Nació en Barcelona e hizo sus primeros pinitos reparando televisores marca Grundig. Eso fue antes de comenzar a pensar a lo grande.
Es noche cerrada. La avenida de Barcelona —principal arteria del complejo— parece un compendio de soledades o quizá la ilustración de esa máxima que se repite obsesivamente en la pantalla digital del ascensor de mi hotel: “Ni temas ni desees la muerte”. Los neones alumbran calles espectrales por donde sólo yo me digno pasar. En el restaurante Il Pecatto —¡un sábado por la noche!— no cena nadie más. Vivo a cuarenta kilómetros de aquí, pero es como si hubiera penetrado en otro mundo. Uno de esos no-lugares de los que hablan los sociólogos (como un hipermercado, o un aeropuerto).
Domingo por la mañana. Levísima animación en el complejo: los inmigrantes juegan al fútbol. En los jardines, el sol baña suavemente las esculturas de Ripollés, ese artista gran amigo de Carlos Fabra. En el arte contemporáneo, medio centímetro separa lo ridículo de lo sublime. Ese medio centímetro ha proporcionado a Ripollés una enorme fortuna. Como a Jesús Ger.
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