Europa descubrió en 2010, de forma traumática, la fragilidad de su joven unión monetaria, puesta a prueba por los mercados en un pulso que todavía continúa.
La crisis no empezó en Europa, pero es en este continente donde sus efectos están resultando más desestabilizadores.
La caída en septiembre de 2008 del coloso estadounidense de la banca de inversión Lehman Brothers desató el pánico en el sistema financiero internacional, que se tradujo en este lado del Atlántico en un endeudamiento descomunal de los estados y una crisis imparable de la deuda soberana.
Por primera vez en una década de historia de la moneda única europea, el euro corrió peligro, según admiten en privado las máximas autoridades de la Unión.
Tremendamente contagioso, el miedo de los inversores a no ser reembolsados y la codicia de los especuladores provocaron que los eslabones más débiles de la unión monetaria europea fueran cayendo, uno tras otro, como las fichas de un dominó.
En mayo, después de semanas de tira y afloja político debido a la resistencia de Alemania a soportar una factura ajena, los socios europeos tuvieron que improvisar un plan de ayuda para Grecia, por valor de 110.000 millones de euros, a fin de evitar la ruina de las finanzas públicas de este país.
Dos tabúes saltaron por los aires con esa intervención: primero, la regla que prohíbe a un estado dentro de la zona del euro financiar las deudas de otro y, segundo, el principio de que los europeos saben defenderse solos.
Europa ha tenido que recurrir, en efecto, a la experiencia y los recursos del Fondo Monetario Internacional (FMI) para dar credibilidad y garantías de éxito a los duros planes de ajuste ligados a los rescates que se ha visto obligada a organizar.
Apenas seis meses después de Grecia, otro estado de la zona, Irlanda, se veía forzado a solicitar la ayuda internacional, tras el colapso de su hipertrofiado sector bancario, que había abierto un agujero irreparable en el presupuesto público.
Ver a los inspectores de Washington desembarcando en Bruselas, Atenas y Dublín para ayudar a poner orden en las finanzas europeas ha sido un sapo muy difícil de tragar para muchos responsables comunitarios.
Irlanda recibirá 85.000 millones de euros de sus socios -incluido el Reino Unido, que no forma parte de la zona del euro- y del FMI, a cambio de un ajuste de caballo que incluye impopulares subidas de impuestos, reducción de subsidios sociales y adelgazamiento de la administración y el sector públicos.
La misma receta está aplicando Grecia y, con menor intensidad, otros miembros de la zona como Portugal y España que están ahora en el radar de los especuladores.
Aunque con retraso y forzados por los acontecimientos, es justo decir que los gobernantes europeos han aprendido la lección.
Los veintisiete gobiernos se han puesto ya de acuerdo sobre los principios de una amplia reforma de las reglas de su unión económica y monetaria, que sufrirá la mayor transformación desde que fue creada en 1999.
Se trata de impedir a tiempo que aparezcan déficit excesivos, cuyas consecuencias terminan golpeando a todos, y de hacer frente a los desequilibrios macroeconómicos que amenazan la sostenibilidad de la zona.
Desde principios de 2011, los gobiernos nacionales deberán enviar a Bruselas sus proyectos de presupuestos, para que sean analizados en común; los que no consigan mantener el déficit por debajo del límite del 3% del PIB serán multados de manera casi automática; y quienes no sepan prever la aparición de burbujas dañinas en sus economías se enfrentarán a la sanción de sus pares.
Si no bastaran el reforzamiento de la vigilancia y las sanciones, los Veintisiete han acordado también la creación de un mecanismo permanente de estabilización financiera que permitirá conceder préstamos, bajo condiciones disuasorias, a los estados del euro con problemas de liquidez o en peligro de insolvencia.
El mecanismo permanente, cuyos detalles y dotación todavía pueden ser causa de polémica, entrará en vigor a mediados de 2013, cuando expire el fondo intergubernamental de 440.000 millones de euros creado en mayo "in extremis" para frenar el contagio de la crisis griega a otros países.
La semana pasada, en la última cumbre del año, los jefes de Estado o gobierno se pusieron de acuerdo, en un tiempo récord, sobre un cambio limitado de los tratados europeos con el fin de blindar jurídicamente el establecimiento de ese mecanismo de rescate.
La recuperada unidad de los Veintisiete en la respuesta a la crisis parece haber dado cierta tregua a la deuda de los llamados países "periféricos", pero hasta 2011 no sabremos, al regreso de sus vacaciones blancas, si inversores y gestores de fondos quedaron realmente convencidos.
José Manuel Sanz
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