Este artículo se publicó hace 9 años.
La Cuesta de Moyano
Los bibliófilos de esta reserva india de la celulosa creen que la vida del libro antiguo peligra: “Cliente muerto, cliente perdido”
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No se sabe si la Cuesta de Moyano sube o baja, pero el diagnóstico de José Manuel es descendente: “Estamos tocando fondo”, pronostica, reservado y paradójico. Su caseta, la 30, está en la cima, rozando con sus yemas de madera el rabillo de la boina de Pío Baroja, un escritor vasco al que le acuñaba los libros su cuñado.
La estatua es un homenaje del Ayuntamiento de Madrid a un habitual de estas librerías de viejo, cuya ubicación fue dando tumbos en las últimas décadas hasta que echó el freno en la calle Claudio de Moyano, también con escultura en la falda de la rampa, en este caso por promover una ley de educación para mitigar el hambre de letras en la España del XIX.
José Manuel lleva sólo cuatro años al frente del negocio (que, según él, ya no lo es tanto), aunque se presenta como marido de la tercera generación. “Vivimos de los clientes fijos. En este país leen pocas personas, pero quienes lo hacen, afortunadamente, leen bastante”. Su público busca novedades, pese a que buena parte de los libreros residentes despachan género antiguo, rarezas, volúmenes dedicados y ediciones príncipes coronadas por la lignina, que penetra las fosas del calendario con su perfume de vainilla olvidada, sumiendo al observador en un estado de embriaguez nostálgica, como borracho de pasado.
Es el erotismo del libro viejo: no sólo leer sino también ver, tocar y oler. Hay quien también encuentra placer en poseer, incluso en acumular, como un Sísifo bibliófilo condenado a subir hasta la cumbre de la Cuesta de Moyano una biblioteca que vuelve a rodar hacia abajo cuando le acude la muerte. Entonces los herederos la ponen en venta, separan a Homeros de Góngoras, hermanan el 98 con el 27, balcanizan la novela…De esa hégira se aprovechan los libreros, que conceden asilo a todo tomo que se precie para que otros coleccionistas puedan ir haciendo acopio a medida que avanzan ladera arriba.
“Yo te digo con quién tienes que hablar”, susurra un vendedor metros abajo, “pero si te ladra es cosa tuya”. Alfonso Riudavets, el último librero de lance, ochenta y un años y subiendo. “Va a un domicilio, se lleva todo el papel —incluidas las guías de teléfono— y se inventa los precios”, describe Paco, caseta 27, “yo nací aquí”. Él se nutre de un almacén alimentado por sus padres: libro antiguo, viejo y de segunda mano, que ya no da. “Como tuviese que depender de esto, no podría pagar la hipoteca ni mandar a mis hijos a la universidad”, refunfuña.
“Si no hablas con Riudavets, te habrás perdido el ochenta por ciento de esto”, aconseja, pero el anciano no está en su puesto porque ha sufrido una caída. “Puedes llamarlo por teléfono, pero quién sabe a dónde te mandará...”, advierte un empleado del decano del gremio, que sigue apuntalando la tapia del Jardín Botánico tras la muerte de Pepe Berchi, el camello de celulosa de Umbral, Gibson o Trapiello. Javier atiende ahora el altar que había dispuesto el icono de la capilla 26, que atesoraba autógrafos de literatos con el ansia de un niño babeante en el mercadillo de cromos del Rastro. Ha llegado un alijo y le mira el dentado: “Antes comprábamos todo y ahora escogemos”.
No es tanto la crisis económica como la de la edad. No hay renovación por la base. “Cliente muerto, cliente perdido”, zanja Paco. Luego están los propios libros, en peligro de extinción. “Si nadie te los compra, ¿dónde metes los 30.000 ejemplares heredados de tu padre?”, se pregunta José María, que regenta una tienda de ocasión a un par de campanadas de la Puerta del Sol. “De aquí a diez años se van a destruir muchos”. Su relato agónico te deja frío, como una glaciación que llama a la puerta del parque jurásico. “Desaparecerán las casas tapizadas de obra antigua y sólo quedará un círculo reducido de compradores, como los puristas del vinilo, porque el coleccionismo tiene algo de nostalgia”.
Curioso sentimiento, si le hacemos caso a José María, que la compra suponga una pérdida, que acercarse a las páginas nos aleje de ellas, que oler la vainilla de hoy nos devuelva a la infancia de ayer… Aunque vaya usted a saber a qué le huele la morriña a Riudavets, si todo esto del olor es una tontería.
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