Con la sublevación del ejército de África el 17 de julio de 1936 se consumaba el mayor ataque del que la democracia haya sido objeto en nuestro país. El ejército, que desde la represión de la revolución asturiana se había convertido en el principal valedor de la derecha española, atacó a un régimen constitucional al que solo la determinación antifascista de la clase trabajadora permitió sobrevivir casi tres años más, en una lucha desigual contra el Fascismo. Solo el apoyo de Italia y Alemania, junto a la no intervención de las democracias liberales (Gran Bretaña y Francia) garantizó la victoria del bando del Fascismo que, tras la Segunda Guerra Mundial, consolidaría la diferencia española respecto a la mayoría de países de Europa occidental. Como decía Manuel Fraga Spain is different.
Por desgracia, el cine y las series de televisión han presentado el periodo de la II República como una época de desordenes y caos, violencia y persecución religiosa, co-responsable, en última instancia, de una guerra inevitable entre hermanos que habría marcado la tragedia histórica de España solo superada por el espíritu de consenso y reconciliación de la Transición, encarnado en el monarca actual. Estas visiones no solo han abierto la puerta al más obsceno revisionismo 'histórico' de los Vidal o los Moa sino que además ignoran que la II República fue el periodo político más democrático del siglo XX español.
Tras las elecciones municipales del día 12 de abril de 1931, la tarde del 14 Niceto Alcalá Zamora salió al balcón del Ministerio de Gobernación. Había nacido la Segunda República española. El primer gobierno republicano-socialista cambió la ley electoral de 1907 permitiendo que las elecciones a Cortes Constituyentes del 28 de junio fueran las primeras elecciones libres y limpias de la historia de España. Aquellas cortes, en las que por primera vez hubo mujeres, dejaron para la historia el legendario debate entre Clara Campoamor y Victoria Kent a propósito del voto femenino; gracias al apoyo de los socialistas las mujeres pudieron votar en España.
La Constitución salida de aquellas cortes definía a España como una república de trabajadores de todas las clases, en la que todos los poderes del Estado emanaban de la voluntad popular. Se estableció la no confesionalidad del Estado y se eliminó la financiación estatal de la Iglesia, a la vez que se introducían el matrimonio civil y el divorcio y se prohibía el ejercicio de la enseñanza a las órdenes religiosas. La única constitución republicana de la historia de nuestro país fue, sin duda, la más democrática.
Elegido Manuel Azaña presidente del consejo de ministros, en los dos años siguientes se emprendieron reformas que mejoraron el sistema educativo y la protección social de los trabajadores y que afectaron a la organización del Ejército, a la separación de la Iglesia y el Estado y, aunque de manera muy incompleta, a la distribución de la propiedad agraria. Las resistencias de las clases propietarias a la reforma agraria estuvieron detrás de los episodios más oscuros de aquel periodo, como los sucesos de Castilblanco o la brutal represión contra la rebelión anarquista de Casas Viejas. Como han dicho algunos historiadores, España era un país en el que la Guardia Civil no sabía mantener el orden sin disparar.
El largo bienio negro tras el éxito de la CEDA (el primer partido de masas de la derecha española, representante de los intereses de los terratenientes y la patronal) y los radicales de Lerroux, en las elecciones de 1933, representó un intento de desmantelar los logros republicanos que encontró la resistencia revolucionaria de las organizaciones de la clase obrera. Sin embargo, el aplastamiento de la revolución asturiana demostró la inviabilidad del modelo bolchevique sin apoyo de una parte del ejército. Mientras la izquierda renunciaba a la vía insurreccional y constituía el Frente Popular, la derecha, tras su fracaso en las elecciones, conspiraba para destruir la democracia.
A 75 años de aquel golpe contra la democracia resulta indignante la tímida nota del parlamento que se había anunciado como una condena del golpe, pero lo realmente importante es que los jóvenes de nuestro país, sobre todo los indignados que han llenado las plazas en los últimos meses, sepan que tienen un pasado democrático y antifascista del que enorgullecerse, el de la República.
Pablo Iglesias Turrión es profesor de Ciencia Política en la Universidad Complutense
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