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Imaginen vivir en una cárcel con forma de escaparate. Al otro lado, un público que aplaude cada súplica, cada lamento, por confundir la vida cautiva con una suerte de entretenimiento. Así es la vida en los acuarios, donde la rutina se escribe en forma de aplausos y ruido, y transcurre en una pequeña piscina cuyos reflejos azulados la pintan, desde fuera, mucho menos cruel de lo que realmente es. Anuk es la última en morir encerrada. La delfín, matriarca del zoo de Barcelona, falleció esta semana a los 34 años, después de que un virus le arrebatara las pocas fuerzas que le quedaban para chapotear sin sentido junto al resto de la manada. Su muerte, no obstante, ha reavivado el debate sobre el maltrato que sufren los animales en estos espacios.
La cautividad de los delfines y cetáceos, puestos al servicio de la industria zoológica, se puede entender como un robo a la naturaleza. Una forma de usurpar las condiciones natas de los seres vivos. Todo por unos aplausos. “Cuando viven cautivos dejan de tener opción de llevar a cabo sus comportamientos naturales. En libertad estos animales pueden recorrer decenas de kilómetros diarios a unas profundidades altas para poder comer comida. Sin embargo, en los acuarios se ven obligados a moverse en espacios muy reducidos, en el mejor de los casos junto a otros miembros de su misma especie, sin tener que buscar alimentos por su cuenta porque los entrenadores les dan de comer de su mano”, explica Miriam Martínez, veterinaria de la Fundación para el Asesoramiento y Acción en Defensa de los Animales (FAADA).
“Se ven obligados a dar vueltas en una piscina y terminan volviéndose locos, escuchando como sus propios gritos revotan en las paredes del acuario”, añade Laura Duarte, presidenta de Pacma. Pero, simplificar el sufrimiento de estos seres en relación al espacio en el que habitan sería, quizá, caer en un reduccionismo. La escasa capacidad de movilidad les genera estereotipia –comportamientos que realizan de forma muy repetida que no tienen ninguna función biológica–, que esconde, a fin de cuentas, estrés y otros problemas fisiológicos y digestivos importantes. El perjuicio no termina aquí. Es posible que la gran inteligencia de la que disponen los delfines y cetáceos les haga más propensos a sufrir, a percatarse de cómo son despojados de su esencia en un pequeño estanque de agua.
Como los humanos, estos animales dependen de unos lazos sociales que, sin embargo, desaparecen a la fuerza, ya que habitualmente las crías son separadas de sus madres al poco tiempo de nacer para evitar consanguinidad y vínculos endogámicos. Este despojo va contra su propia naturaleza, que les lleva a coexistir en familia durante prácticamente toda su vida en condiciones de libertad. “Esa separación hace que padezcan ansiedad y estrés, que se suma al hecho de no poder realizar otros comportamientos. Estos animales se sienten frustrados y lo que sucede es que pueden terminar demostrando patologías físicas o intentar superar esta frustración mediante un comportamiento anómalo”, expone Martínez.
Encerrados para el disfrute humano
La música suena alta. El público jalea y aplaude a la espera de que uno de los animales salte por el aro que uno de los entrenadores sostiene en el borde de la piscina. Este panorama, a caballo entre lo lúdico y lo festivo, se repite a diario en todos los zoos del mundo. Como si se tratase de actrices de Cabaret, delfines, cetáceos y otras especies actúan al servicio de los seres humanos a cambio de un puñado de sardinas. Pero, ¿qué lleva al ser humano a aceptar esto? ¿Cómo explicar tal atracción? Para Marta Tafalla, profesora de Filosofía en la Universidad Autónoma de Barcelona, todo tiene que ver con una mezcolanza de sensaciones que van desde la admiración y la dominación.
"Hay una admiración estética, pero también un ansia de control"
“Hay una contradicción muy profunda. Por un lado nos atrae y nos fascina su imagen, pero, por otro lado, hay un deseo de poseerlos y conseguir que te obedezcan a todo. Hay una admiración estética, pero también un ansia de controlar”, explica la pensadora, que señala a la “supremacía humana” como una de las explicaciones esenciales para entender el porqué de estas cárceles acuáticas.
“Ocurre con determinadas especies que consideramos icónicas, nos fascinan y nos llaman la atención por su forma, y eso no tiene porqué ser malo. De hecho, esa fascinación, bien conducida, podría llevarnos a conservar y entender mejor a los animales. El problema es que se nos nubla la razón crítica y nos impide preguntarnos si el animal está bien o no en esas circunstancias”, expone Tafalla.
Lo cierto es que el sufrimiento que estos animales marinos padecen se ve incrementado cuando se les orienta hacia el deleite de los seres humanos. “Tienen un sentido del oído muy amplio y, cuando se les somete a estos espectáculos, su comportamiento se ve afectado por causa de grandes picos de estrés”, advierte la veterinaria de FAADA, que señala cómo incluso los delfines que viven en libertad ven afectadas sus conductas vitales por el ruido de embarcaciones y otras actividades humanas en los océanos.
Pese a ello, las exhibiciones zoológicas –similares a las que se pueden mostrar en los circos con animales– siguen siendo orientadas hacia la esfera de la educación, lo cual impide que los menores se desvinculen del maltrato hacia los animales, tal y como opina Duarte. “Son los niños los que algún día podrán cambiar la forma en la que tratamos a los animales”, expone. De alguna manera, lo que se les dice a los más pequeños es que “los animales pueden estar a nuestro servicio”, apostilla Tafalla, que argumenta que estas representaciones “rompen la empatía que los menores pueden tener hacia los animales”.
Hacia la libertad
La educación, según apunta Duarte, es el mejor de los caminos hacia la libertad. Sin embargo, las realidades del presente hacen que ese escenario se preste difícil para las orcas, delfines y ballenas que nadan en bucles reducidos y privados de su esencia natural. Aunque hay planes para tratar de poner fuera de los parques zoológicos a estos animales, las verdades de la biología convierten el camino de la emancipación animal en una tarea ardua.
"El lugar ideal para un delfín no es un santuario, sino el mar"
“Para los animales que han nacido en cautividad es prácticamente imposible acabar sobreviviendo en la naturaleza, porque están acostumbrados a que les den de comer de la mano y no han podido aprender las conductas naturales. Son mamíferos y, como nosotros, aprenden mucho por imitación. Se tendría que trabajar muchísimo para conseguirlo”, expone Martínez. De esta forma, la liberación se restringe, finalmente, a un santuario acotado donde estos animales marinos pueden ser reconducidos hacia el autoconocimiento de sus cualidades. “Se trata de acotar una zona en el mar para que estén en semilibertad y puedan desarrollar sus actividades naturales”, explica la presidenta de Pacma.
“Lo único que cambia es el hábitat y que se impide que se les explote. Lo mejor que se les puede dar es esto porque en la mayoría de los casos no se les puede liberar. El lugar ideal para un delfín no es un santuario, sino el mar”, zanja Martínez.
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