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Assane es largo como una madrugada de insomnio. Él dice que no es para tanto, que hay compatriotas más altos. Depende de con quién se mida.
El listón de Assane Ka (Touba, 1972) era Europa, o sea, remesas para una familia ingente, donde padres, madres, esposas, hijos, tíos y sobrinos pueden vivir bajo un mismo techo. La vida, allí, era plácida, pero el salario de un carpintero no daba para reformar la casa común, ya no digamos para construir una propia e independizarse, que es asentar los cimientos de una nueva prole. “Soñaba con una vida que me permitiese ayudar a la familia y a la gente que está pendiente de ti”, rememora. La vida de los otros: “Si trabajas sólo para ti y no ayudas a nadie, tampoco es vida. Al menos, no la vida que queremos los senegaleses”.
El concepto vida se repite como un mantra en el relato de Assane. También futuro. Y, cómo no, familia, el cúmulo más prominente en su nube de palabras. Él concibe esas ideas a su manera: no se trata de ganar dinero, sino de que todos a su alrededor progresen. “Viajar para poder ayudar”. Podría seguir trabajando la madera y concebir camas, armarios, bibliotecas... De hecho, adora esos oficios que permiten crear algo de la nada, como una familia. "Si viviese solo, viviría en mi tierra, porque el jornal bastaría para ir tirando, pero emigras para mantener a tu gente”. Luego, enuncia un haiku contante y sonante, cuya prosopopeya socava las tesis de las escuelas de negocios occidentales: “La vida es muy feliz. El dinero no da la felicidad. Debemos compartir lo que ganamos”.
Su familia, como la de muchos otros senegaleses, depende de los emigrantes. Cuando era un crío y regresaban a casa, le transmitían el relato del más allá. También asistía a la prosperidad de aquellos paisanos, por lo que él también decidió probar suerte. La primera escala fue Tamanrasset, una localidad del sur de Argelia a la que llegó al reclamo de un amigo. Ahorró dinero trabajando de carpintero para poder continuar la travesía, que le llevó a Nador: allí cultivó hierbabuena. La ciudad marroquí apenas distaba quince kilómetros de Melilla, donde fue asistido durante meses por la Cruz Roja. En el horizonte, Francia, pues Assane habla francés y wolof, aunque finalmente recalaría en nuestro país en 1998. “Cuando llegué a Barcelona, no sabía ni una palabra de español”.
Su itinerario vital le llevó a vender cedés en la calle. Cuando se echaba a correr, su espigada figura destacaba entre las zancadas que huían de los municipales.
- Mira, un gigante.
- Un mantero.
- Un pirata.
- Un negro.
Nadie decía “Mira, es Assane”, reducido a alguien que huye. Tampoco pensaban: “Ahí va un trabajador en paro que debe seguir currando a toda costa para mantener a su familia”. Sin embargo, así era. Hasta que llegó a Madrid en 2004, previo paso por Palma de Mallorca, Mataró y La Rioja, trabajó “en lo que sale”: vendió pulseras, plantó tomates, recogió patatas, montó cámaras frigoríficas… “Eso me encantó: ver nacer algo de la nada, sentir de repente el frío”, recuerda mientras enciende las luces largas de sus ojos. Un mantero a la fuga, ya ven, que trabajó en la limpieza viaria de la capital durante once años. “Los jefes y compañeros éramos como una familia. Los echo de menos”. Entre contrato y contrato, se apuntaba a cursos, que si uno de soldador, que si otro de conductor de camión... “Siempre buscando trabajo, porque nunca he parado”. Y, así, dio con sus huesos en una fundición de Toledo y en el aeropuerto de Barajas, donde cargó maletas.
A veces, las cosas vienen mal dadas y un trabajo digno resulta inalcanzable: corre más rápido que Assane, que a su vez corre más rápido que la policía, no por miedo al uniforme sino a perder la mercancía. “Nadie quiere hacer el top manta, es el último recurso”, explica. “Pero si me quedo sin empleo, no estoy dispuesto a quedarme tumbado en la cama esperando a que caiga dinero del techo. Sé que está prohibido, mas tienes que arriesgarte para ganarte la vida: te pueden detener, te puede atropellar un coche, puedes caerte y romper un brazo… No importa, en Senegal los míos tienen que comer y, como no soy un delincuente, no voy a robar”.
Assane es consciente de que hay personas que le compran algo sólo para ayudarle. No se lo dicen, aunque sobran las palabras. Él, a su vez, también se calla cosas cuando llama a casa. “Te guardas el sufrimiento para que piensen que estás bien y no pasándolo mal. Mientras, sueñas con dejar el top manta y con encontrar un trabajo digno, sin hacer daño a nadie ni escapar de los municipales”. Un día, tras despertarse, acudió a Delia Medina y le comentó su situación, sin detallar que, para ir trampeando, ejercía la venta ambulante. Ella es dinamizadora de empleo en el barrio de Embajadores y conocía la situación de su colectivo y las dificultades para hallar empleo tras el crash de la construcción, que concentra la oferta junto al sector de la limpieza y al de la hostelería, principalmente como ayudantes de cocina.
Medina se puso manos a la obra. Se encargó del papeleo y rebuscó todo lo que pudo, pero no encontraba nada para él. “Es muy complicado, sobre todo por el lenguaje. Atendemos a senegaleses, bangladesíes y marroquíes sin noción alguna de la búsqueda activa de empleo. Muchos no han homologado su formación o han trabajado sin contrato, por lo que no pueden demostrar su experiencia”. Es lo que Delia llama el currículo oculto.
Sin embargo, la esperanza llamó a su puerta, concretamente a la de la Asociación de Vecinos La Corrala de Lavapiés, una de las sedes del Servicio de Dinamización de Empleo, puesto en marcha en varios barrios de Madrid por el Ayuntamiento y la Federación Regional de Asociaciones Vecinales. Una emprendedora buscaba a una vecina mayor de cuarenta y cinco años. Quería abrir un negocio de venta de jabones y detergentes industriales y, puesta a contratar a alguien, deseaba ayudar a un colectivo desfavorecido.
“No encontré el perfil requerido. No obstante, le pedí que le diese una oportunidad, aunque había dos inconvenientes: era hombre y de Senegal”, recuerda Medina, que lo citó con la comerciante para tomar un café. “Al rato, recibí un mensaje diciendo que comenzaba a trabajar al día siguiente”. Luego llamó él, tan sorprendido como contento: “Con las chicas tan guapas que hay, no sé cómo han cogido a alguien tan negro como yo”, le dijo.
Han pasado dos meses y, como cada tarde cuando llegan las ocho, Assane echa el cierre del establecimiento y enfila su casa. “Ser el encargado de una tienda es una responsabilidad muy grande”, cree este incansable senegalés. “La confianza depositada en mí tiene un valor, pero también es un fardo pesado. Por ello, hay que valorarla y hacer todo lo posible por corresponder. O sea, dar lo que esperan de ti”.
Cuesta abajo, todo son holas y adioses. “Madrid es mi segunda ciudad y Lavapiés, mi segundo país”, sonríe este vecino del “barrio de la ONU”, como le gusta llamar a Lavapiés. Curiosamente, aunque él diga lo contrario, ningún compatriota al que estrecha la mano es más alto que él. ¿Acaso importa la altura? Tampoco que sea negro. Ni que se llame Assane.
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