La ilustración, caricatura en realidad, muestra a una mujer morena, con bucles que se escapan más allá de la pequeña gorra que cubre su cabeza. Ojos grandes, nariz marcada, carnosos los labios. Va vestida con un traje que ciñe su talle y acaba en las extremidades con remates que parecen repollos a punto de explotar. La mano izquierda sostiene una bicicleta de paseo.
Es Rosario Pino. Actriz. También ciclista. Una de las primeras.
El dibujo aparece en un lugar insospechado. Revista de finales de siglo. De finales del siglo XIX, vaya. Se llama El deporte velocipédico, y este número cincuenta ve la luz el cinco de febrero de 1896. La publicación recoge, básicamente, experiencias, excursiones y chascarrillos relacionado con la petite reine, que de aquellas se está poniendo de moda entre clases altas y burgueses canallitas (básicamente, quienes podían gastarse las buenas perras que costaba tan fenomenal artilugio). Y, a veces, incluso se hablaba de mujeres velocípedas. Con ese tono que ustedes esperan, con ese sí pero no, con frases que te hubiese firmado el mismísimo Doctor Vander (¿cómo? ¿no saben quién es el Doctor Vander? Busquen, busquen). Si la aficionada es persona de popularidad, como sucede con Rosario, se trata el tema con respeto. De lo contrario...
(A ver, respeto, respeto... tampoco. Bajo la ilustración de nuestra protagonista aparecen unos ripios merecedores de cárcel: Es ciclista y actriz Rosario Pino / y en todo es superior. / Parece que al nacer dijo el destino: / tú serás, de lo bueno, lo mejor... Espeluznante).
Rosario Pino es una de esas personalidades hoy olvidadas que amasaron popularidad e influencia durante décadas. Nació en Málaga en el año 1870, cuando España era una monarquía sin rey y había montado un Tú sí que vales entre las grandes aristocracias europeas. Que si el Duque de Montpensier, que si Leopoldo de Hohenzollern-Sigmaringen, que si mira qué simpático parece ese Amadeo de Saboya. Un lío, como suele suceder.
La niña tenía el arte en casa desde muy pequeña. Su padre era cajista de imprenta, que es oficio casi extinto pero tiene un poco de precisión y otro de taumaturgia. Así conoció Rosario las tablas, porque trabajó muchos años el progenitor en el Teatro Cervantes de Málaga. Qué niña tan lista, qué bien que me lee, que ojos tan expresivos. María Tubau, estrella en su época, la contrató siendo apenas adolescente. Un duro al día, que no era poca cosa. Teatros y giras por pueblucos escondidos. Borricos, vestuarios bajo las encinas, improvisación sin que se note. Qué bonita es la vida por veredas.
Para 1896 ya ejerce como primera actriz, y andaba haciendo los Madriles con mucho éxito. Dicen que si tenía un don para la comedia, que con sus ojos contaba cuentos de los de recordar más tarde en casa. Estrella que brilla con fuerza. Es la intérprete más cotizada en el cambio de siglo, junto con María Guerrero. Los periodistas, de natural maliciosos, inventan una enconada rivalidad entre ellas, porque lo de que dos mujeres se llevasen bien en una profesión tan competitiva debía sonar a cosa de locos, como la jornada laboral de ocho horas o la sanidad pública. En realidad... ningún problema. Pero lo otro vende.
Rosario Pino era popular, sí, pero también tenía el aplauso de la crítica. O de los creadores, que igual es más importante aún (por aquello de que da sus buenos réditos). Fue musa de Jacinto Benavente, Azorín la escogió para poner sobre las tablas sus cosas (que eran bastante plomizas, para qué engañarnos). Éxito y prestigio, asunto de no creerse. Hasta probó en el cine, una par de películas, pero la cosa le llegó tarde.
Y luego estaba lo de la bici. Pionera ahí. Con no pocas miradas de reojo, no se vayan a creer. Mujeres con pantalones montadas sobre esa máquina infernal, provocando sicalipsis mentales a quienes tienen la sicalipsis en la mente. Los había que intentaban normalizar el asunto, vaya. En la misma revista donde aparece la caricatura de Rosario se recogió también un extracto de cierto artículo, publicado en Francia por un tal doctor Lèon Petit, abogando por el uso femenino de la bici. Plantea los antecedentes del tema en base a un discurso que el mismísimo diablo dio a todas las mujeres del mundo en 1892, exhortándolas al descoque supremo que suponía montar en bici (hemos intentado acceder al original de ese discurso, pero no nos ha sido posible).
Petit desprecia las afirmaciones de Lucifer (unas fake news como otras cualquiera) e incluso sale al paso de otras leyendas que relacionan la extensión de la práctica ciclista con infertilidad femenina, falta de deseo sexual, fiereza en las formas, hirsutismo, ausencia de docilidad y otros vicios absolutamente nefandos que las mujeres han ido desarrollando desde unos años antes. Más aún, el tal Petit dice que si las mujeres lucen sobre dos ruedas tendrán una vida más saludable, y de ello se derivará, naturalmente, un aumento en el número de bebés que llegan felizmente al mundo, labor ésta que, es bien sabido, representa la máxima aspiración femenina. O algo así. Ese era el ambiente.
Sucede que, de aquellas, la bici se veía como elemento clave para diversas conquistas civiles por parte de las mujeres. "Ha hecho más el uso de la bicicleta por la emancipación femenina que cualquier otra cosa en el mundo", llegó a decir Susan B. Anthony, que fue figura bastante importante en todas estas cosas. Presidenta de la asociación sufragista norteamericana, entre otros asuntos. Y, claro, si ellas lo veían así pues es normal que los reaccionarios, tan poco normales por lo general, contemplaran afiches de mujeres sobre ruedas como quien ve cartas escritas por el mismísimo Marqués de Sade. O peor.
Ya les digo que no fue Rosario la primera. Es más, para 1895 Annie Londonderry había dado nada menos que la vuelta al mundo en bici. Aunque pedalear, lo que se dice pedalear... pues poco. Barco, tren y carruajes, más bien, pero qué importa, ¿no? Si, de hecho, ni siquiera se llamaba Londonderry nuestra protagonista. Kopchovsky, Annie Kopchovsky (Cohen tras su matrimonio). Lo de Londonderry fue truco publicitario, porque su patrocinador principal para esta aventura fue la New Hampshire's Londonderry Lithia Spring Water. Ya ven, una adelantada a su tiempo. Que dejó mil historias. Cacerías de tigres, balazos en el hombro, cuando la confundieron con un espíritu en China y la espantaron a pedradas (que es lo que al parecer deben hacer en tales ocasiones). Deleite.
Claro que ella hizo de la bici su medio de vida. Aunque fuese para correr aventuras y luego contarlas en periódicos, que es cosa muy agradable. Pero otras, no. El velocípedo se convertirá, sobre todo, en sinónimo de liberación femenina. También de igualdad. Si ellos pueden, nosotras también. Marthe Hesse, por ejemplo, se apuntó a subir nada menos que el Tourmalet en el año 1902. Imaginen, imaginen las sendas. Dicen que llegó a la cima sin poner pie a tierra, y no somos nadie para negarlo. También había competiciones femeninas, claro. En Buffalo, en París, en Aix-les-Bains, Mánchester o Glasgow. Si hasta la madre de Winston Churchill gusta de este instrumento maléfico... Todas ellas llevan unos pantalones particulares, llamados bloomers. Su creadora es Amelia Bloomer, una neoyorquina que defendía los derechos de las mujeres y, ya de paso, condenaba los abusos con el alcohol. Ya ven, feminismo y manillares estuvieron siempre muy cerquita.
¿Y en España? Pues, en fin, ya saben... Paseítos estivales, sobre todo. Por Santander, por Donosti o Las Arenas. Qué agradable la brisa, que picorcillo el sol en los brazos. Divertimentos burgueses, oigan, mejor eso que nada. Dicen que si la primera competición tuvo lugar en 1935, y la organizó el Club Ciclista Ventas. Veintidós kilometritos, desde la sede social hasta Barajas y volver. Ganó Angelita Torres. Mucho tiempo antes, en 1897, Silvestre Abellán pagó a ocho mujeres para que compitiesen en El Retiro por un premio de 200 pesetas. La cosa fue bastante exitosa, pero era mas wrestling que ciclismo (se permitieron las apuestas, y cuentan que si el asunto andaba amañado) por lo que no tuvo mayor recorrido.
Así que Rosario Pino lo que hacía es dar paseos en bici. Ya ven qué cosa más modesta. Pues bien... visión revolucionaria, oigan. La bici permitía llegar más lejos, permitía ir sola donde se quisiera. Escándalo. Unos pocos que si mira qué curioso, que si mira qué excéntrica la muchacha. Pero los otros... los otros se llevaban las manos a la cabeza: Marimachos. Perdidas para la moral. Arriesgan su salud, ¿ustedes saben lo duro que es la bici? Que paseen acompañadas del marido está bien, pero solo eso. El doctor Codina Castellvi iba más allá: durante la niñez vale que monten en bici, pero más tarde... más tarde no, que su labor primordial, quizá la única, es traer vigorosos y robustos españoles al mundo, y eso se puede trastocar con tan demoniaco sillín. Y, ufano, añadía que "sin necesidad de acudir al empleo del velocípedo, tiene en su marido, en sus hijos y en su casa bastantes ocupaciones que atender, parte de las cuales le servirán de inmejorable ejercicio físico". Ya ven, candidato a beca por el Ministerio de Igualdad este Codina.
Rosario Pino falleció en 1933. Dicen que en sus giras siempre llevaba encima un hábito de monja. Por si le pillaba la parca, para que tuviesen con qué vestirla elegantemente. Hasta sus últimos días salió con la bici, hasta sus últimos momentos siguió actuando. Dos años antes había estrenado ("con ese arte tan sobrio y fino que es su principal característica", decía el Abc) Cuando los hijos de Eva no son los hijos de Adán, un dramón existencialista y sexualizado, con toquecillos de incesto y ciertas referencias al asunto ese tan incómodo del psicoanálisis.
Polémica hasta el final. Un aplauso.
Telón.
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