Este artículo se publicó hace 8 años.
Muerte de un ciclista
Francisco Rodríguez rememora el traslado hasta Talavera del cadáver del ciclista Joaquín Polo, fallecido bajo el sol insolente del Alentejo. Él llegó a correr con Bahamontes, pero colgó la bicicleta para montar un bar en Madrid. Desde entonces es Paco, el del FM.
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Un ciclista abre paso a la comitiva. Dentro del coche fúnebre reposa el cadáver de Joaquín Polo, que ha perdido la vida en el hospital de Santarem. Disputaba la segunda etapa de la Vuelta a Portugal, 107 kilómetros entre Lisboa y Alpiarca que se convirtieron en un paseíllo hacia el infierno. No llegó a la meta: cayó rendido en Almeirin, víctima de una insolación. Un periodista lo trasladó al centro médico, donde las inyecciones de cafeína y coramina no pudieron hacer nada. Aquella tarde también murió Raúl Motos, que perdió el sentido y se desplomó al final de la carrera. La organización pidió un médico por megafonía, pero nadie se presentó.
Polo era gallego. Tenía veinte años y era el mayor de cuatro hermanos que regentaban, junto a su padre, un taller de bicicletas en Talavera de la Reina. Por las calles de la ciudad, un coche negro traslada al héroe caído en desgracia. Joaquín había partido a Portugal como un mecánico vivo y regresado como un ciclista muerto. Los jefes del equipo, falto de efectivos, lo enrolaron como corredor. Falleció mientras su padre escuchaba la retransmisión de la carrera en el patio de su casa. Francisco Rodríguez (Sevilleja de la Jara, 1935) luce junto a las botellas del bar una vieja fotografía en blanco y negro en la que se ve el vehículo con el difunto, la gente que ha salido a rendirle honores y el ciclista que escolta el cortejo. Lo señala con el dedo. Es él, a comienzos de agosto de 1958.
“Tardamos un día entero en traerlo desde Portugal, porque tuvimos que parar en todos los pueblos para que lo bendijese el cura”, recuerda Rodríguez. El cuerpo de Polo se quedó en su tierra y el de Motos prosiguió su camino hasta Madrid. “La bicicleta es un deporte muy duro. Entonces no había ambulancias ni nada, apenas un camión que iba recogiendo a los que se iban retirando”, afirma. Él lo intentó, pero no llegó a ser profesional. “Si no tienes medios, no puedes sostenerte. Corrí hasta los treinta y cinco, pero lo dejé porque no ganaba ni para pipas”.
Se estrenó a los veintitantos, cuando Bahamontes ya había ganado el Tour de Francia. Ambos eran toledanos y sus pueblos distaban cien kilómetros. Sin embargo, el gusanillo no le picó en Sevilleja, donde vivió hasta los trece años, sino en Talavera. “Era la afición que había entonces. Yo tenía una bicicleta, aunque aquellas no eran bicicletas sino carros, mientras que las carreteras eran barro y tierra. Me hace gracia, porque antes los adoquines eran el mejor trazado y ahora dicen que son el peor”. Hace poco, subió en coche el puerto de Pajares: “Que es duro, escucho… Tenían que subirlo cuando era una pista y la bicicleta pesaba dieciocho kilos. Hoy es una maravilla”.
Francisco, que siempre corrió por su cuenta y nunca tuvo equipo, recuerda haber compartido pedaladas con Pérez Francés, con López Rodríguez y hasta con el Águila de Toledo. “Estaba todo el día entrenando porque repartía fruta en bicicleta, y su ciudad no era precisamente llana. Pero le hubiera ido mejor en el Tricofilina de Fausto Coppi, porque a Bahamontes le faltaba cabeza, estaba loco”. Huelga decir que el italiano siempre ha sido su corredor favorito, “un campeón en todos los sentidos”, aunque este siglo pertenece a Contador. “Lo conocí cuando era un juvenil y es mi ídolo”. Para muestra, su altar de santería, donde las fotos del corredor de Pinto comparten espacio con las de sus nietos y bisnietos.
“También recuerdo a Julio Jiménez, a quien llevé a rastras un montón de veces, porque él no podía con los huesos. Yo me retiré y él tuvo la suerte de meterse en un equipo”. Su nombre pone los pelos de punta: Guardia de Franco. El Relojero, apodo que recibió porque trabajaba en una relojería de su primo en Ávila, vio caer en combate a Polo y a Motos, con los que compartía escuadra pretoriana. "Tenían un pelo muy bonito, no como yo, que me quedé calvo casi de niño, y por lucirlo se negaban a ponerse la gorra", cuenta Jiménez, ganador de cinco etapas en el Tour, cuatro en el Giro y tres en la Vuelta, amén de maillot de la montaña en la ronda francesa y en la española.
El pelotón circulaba por el arcén, tratando de burlar el sol, pero ellos se envalentonaron y tiraron hacia adelante. Una escapada suicida. Motos consiguió llegar a la meta, pero el relato del Relojero, recogido por Carlos Arribas en Brindis por el Tour, estremece: "Le dio un ataque, empezó a delirar, a agitarse, a estremecerse, y como tenía unas fuerzas tremendas, multiplicadas, no podíamos ni sujetarle. Y quitando eso, nadie hizo nada. No llegó un médico, nadie llamó a urgencias. Allí le vimos morir".
Surge, y cómo no va a hacerlo, el tema del doping. “Entonces había anfetaminas, las mismas que usaban los estudiantes, pero no lo que hay ahora”, asegura Rodríguez. “Si tomabas dos o tres pastillas, te iba mejor; si tomabas ocho o diez, reventabas y te ibas al suelo, como el inglés que terminó echando espuma por la boca en el Tour”. Su nombre era Tom Simpson y falleció en 1967 a un kilómetro de la cima del Mont Ventoux, un día de calor insolente, tras un lingotazo de coñac. Luego se supo que había tomado anfetas. Un año después, la organización instauró los controles antidopaje, y hasta hoy.
Colin Lewis, compañero de habitación del británico, había arramplado con varias bebidas en un bar de carretera. “Busqué a Tom en el grupo y le pasé la Coca-Cola. Se la bebió entera, casi de un trago y luego me preguntó: ¿Qué más tienes? Metí la mano en el bolsillo y agarré una botella cualquiera: era coñac. Tom la vio, dudó un instante y al final me dijo: ¡Qué demonios, dámela! Estoy un poco flojo, a ver si me pongo a tono”. La conversación fue rescatada por Ander Izagirre en Plomo en los bolsillos, un vademécum del Tour, pero también de la evolución del dopaje. En sus inicios, doparse podía consistir en comerse un chuletón (sin clembuterol), pues los corredores más humildes llegaban exhaustos y famélicos a la ronda gala tras recorrer a lomos de su bicicleta los kilómetros que mediaban entre su casa y la salida de la carrera.
“Yo gané una prueba, pero pagaban de risa y apenas te daba para los bocadillos”, rememora Rodríguez, quien tuvo que colgar la bicicleta porque no podía compatibilizar el ciclismo con el negocio que había abierto en Talavera: el mismo que el de la familia Polo, un taller de bicicletas. “Empecé en el ciclismo porque el probar no cuesta dinero. Me llamaban Bernardo Ruiz, porque me parecía a él, un llaneador con mucha fuerza. Pero tenía que comer, y lo primero era mi trabajo”. Sabía lo que era la necesidad, pues en aquel pueblo de Toledo que lo vio nacer, por no haber, no había dónde gastar el dinero que no había. “Mi familia era de campo y empecé a currar como herrero a los nueve años. El primer año tenías pagar para que te enseñaran el oficio y luego sólo cobrabas por alguna chapucilla que te pasaba el maestro. A los trece, me fui solo a trabajar con un cerrajero de Talavera y poco después me traje a mi madre”.
Había enviudado cuando Rodríguez tenía cinco años. “Veníamos de la labranza y a mi padre le picó un mosquito de esos. Como no había adelantos de ninguna clase, se murió, porque allí los médicos eran más veterinarios que médicos”. A Madrid no llegó hasta los cuarenta: “Cometí el gran error de traspasar el taller de bicicletas para coger este bar”. Calle del Olmo, 35. No se sabe ya cuánto tiempo abierto, porque primero lo frecuentaron los jubilados de Antón Martín y Lavapiés (“Ponme un vinito, que te lo pago el día uno”), luego los estudiantes y asiduos a la Filmoteca (“Con la juventud empezaron a mejorar las cosas”) y, ahora que abre sólo de noche, una clientela de diversa ralea que busca copas baratas y ambiente de tapadillo (“Hay que ir con los tiempos”). Aunque parezca mentira, esto también fue un lupanar.
Por cierto, Francisco, ¿Perico o Indurain? “El navarro era muy bruto, arreaba con todo. Muy bueno, sí, aunque iba despacio y lento. Perico pegaba un trallazo y le cogían a los cien metros, pero desataba la emoción entre el público”. No hay fotos de ninguno a sus espaldas. Tampoco del Chava. Cuarenta años después, en este garito con maneras de barraca todo sigue igual. Bueno, casi todo. Sigue sirviendo tapas de jamón serrano, aunque del manchego no queda ni rastro en el platillo. “El queso lo quité porque todo sube y, además, no es tan lechuzo”. En su jerga, lechuzo significa goloso, explica mientras se relame los labios. Don Francisco Rodríguez, ochenta y un años de vida para que ahora te llamen Paco, el del FM.
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