sevilla
La ruta migratoria que lleva a Canarias es la segunda más mortífera del mundo, tras la del Mediterráneo central (Libia), según la OIM (Organización Internacional para las Migraciones), organización de la ONU. Este año ya han muerto 263 personas en una travesía que desde las costas de África puede llevar varios días, más de una semana incluso, a bordo de rudimentarias barcas de pesca repletas de migrantes. Alhagie Yerro, un joven de Gambia, hizo esa ruta hace once años desde Mauritania y sabe muy bien cómo es, lo terrible que es viajar cuatro días así en medio del océano, lo que le costó alcanzar su sueño: Europa.
Antes de nada, algunos datos importantes del punto de partida: Gambia, de donde procede Yerro, ocupa el puesto 174, entre los 15 últimos del mundo, en el informe de Desarrollo Humano que elabora Naciones Unidas y que señala que alrededor del 17% de los niños nacidos en el año 2000 en esos países con un desarrollo humano bajo morirán antes de cumplir los 20. La esperanza media de vida de un gambiano es de 61,7 años y la renta per cápita no llega a los 600 euros. En la aldea de Yerro, situada junto a la frontera sur con Senegal, no hay luz ni agua corriente, tampoco hay médicos cerca ni colegios.
Y otros dato importantes respecto al punto de llegada: Canarias ha recibido este año (hasta el 30 de noviembre) 19.566 migrantes llegados en pateras, un 881% más que en 2019, según la última estadística del Ministerio de Interior, lo que ha desbordado todos sus recursos de acogida. Y España, país del que forma parte Canarias, miembro de la UE, tiene una renta per cápita que multiplica por 50 la de Gambia y una esperanza de vida que es 22 años mayor.
Sin embargo, en el caso de Alhagie Yerro tampoco haría falta detallar los datos de la tremenda desigualdad entre uno y otro país, porque la misma travesía que hizo en 2009 para llegar a España explica suficientemente las razones de su partida. Ahora, residente en Barcelona y trabajador de instalaciones eléctricas, asegura que no volvería a hacerlo y aconseja a sus compatriotas que no lo hagan, aunque, por haberse atrevido a hacerlo, él disfruta ahora de la vida en un país desarrollado, que, según él, no tiene nada que ver con el sueño que le empujó a embarcarse.
Han pasado 11 años desde su partida, pero Yerro, que ahora tiene 30, lo recuerda todo como si hubiera pasado hace una semana, ayer mismo. Se acuerda de la hora a la que salieron de una playa de Nuadibú, en el norte de Mauritania, de la hora a la que llegaron a Tenerife cuatro días después, de lo que pasó en cada jornada de esa espeluznante travesía, de dónde iba él ubicado en la barca, de cuándo les embistió la primera gran ola, de la crisis de angustia de algunos compañeros de viaje, de todo se acuerda.
"En África nada está seguro, allí siempre vives inseguro. No hay futuro para los jóvenes"
Él era muy joven cuando decidió jugársela en el mar para llegar a Europa. Pero aun siendo todavía más joven, cuando sólo tenía 15 años, ya había intentado dar el salto. Con el dinero que había ahorrado trabajando en la pesca artesanal de bajura en Mauritania, se subió a una barca que tuvo que darse la vuelta frente a la costa sur de Marruecos a causa de una vía de agua. Fue en esa época de pescador cuando vio, además, los cadáveres de siete migrantes flotando cerca de la playa a causa del naufragio de un cayuco. "Un compañero me dijo luego que cómo era que viendo eso hay gente que se echa al mar. Y yo le contesté, con mi mentalidad africana de entonces, que prefería jugarme la vida a seguir sufriendo lo que estábamos sufriendo, porque en África nada está seguro, allí siempre vives inseguro. No hay futuro para los jóvenes", relata Yerro.
El comienzo de la travesía
La noche del 10 de febrero de 2009, Alhagie Yerro y otras 77 personas se reunieron en la playa de la Charca de Nuadibú para embarcarse en un cayuco de unos siete metros de eslora. "Hoy, con 20 personas, no me monto ahí ni para dar una vuelta por el Estanque del Retiro", apostilla. Pero entonces se montó, y con mucha más gente, y para recorrer los 841 kilómetros en línea recta, 523 millas náuticas, que les separaban de la isla de Tenerife, propulsados por un motor fueraborda de 40 caballos de potencia.
Antes de partir, a eso de las tres de la madrugada, tuvieron que pagar a dos agentes de la guardia costera mauritana para que, según Yerro, hicieran la vista gorda, agentes que, agradecidos por la minuta, empujaron la barca en la orilla de la playa para que emprendiese la ruta. Ese dinero, claro, había salido de lo que el pasaje había pagado por el viaje, unos mil euros cada uno.
"Muchos mueren también aplastados en el viaje, porque al llegar una ola grande que mueve el barco unos se caen encima de otros sin poder levantarse"
En la barca no cabía ni un alfiler. Además de los 78 pasajeros ubicados a proa, cargaba en popa 15 bidones con 60 litros de combustible cada uno, un motor de repuesto de segunda mano, agua y algo de comida, leche en polvo y dátiles, fundamentalmente, y carbón para calentar el agua. Iban amontonados, como ganado, y a Yerro le tocó ir de pie toda la travesía, cuatro días sin sentarse, como si estuviera en un vagón de metro en hora punta pero sin barra a la que sujetarse, apoyado en el compartimento donde guardaban el combustible. "Por eso –precisa él– muchos mueren también aplastados en el viaje, porque al llegar una ola grande que mueve el barco unos se caen encima de otros sin poder levantarse".
Nada más salir el sol de ese primer día de travesía, mucha gente empezó a vomitar. Yerro era pescador, conocía bien el mar, pero muchos de los que se embarcan en estas largas y arriesgadas navegaciones, procedentes del interior de Senegal, de Costa de Marfil, Guinea Conakry o Ghana, nunca lo han visto antes. Y algunos sufrieron hasta la extenuación los embates del océano. De tanto vomitar, de quedarse sin nada ya que echar, de no querer comer para no vomitar más, empezaron a tener alucinaciones. Se levantaban en medio de la noche gritando, diciendo que les llamaba su madre, su abuelo. "A un chaval –recuerda Yerro- tuvimos que atarle en cuanto se ponía el sol, porque decía que su abuela venía a por él, que le llamaba. Le atamos a una barra en medio del barco, de pies y manos, para que no se soltara y se tirara al mar. Y cuando llegamos a Canarias me lo agradeció mucho: ojalá que tú puedas quedarte aquí, en España, me dijo. Y empezó a rezar por mí. Era un chaval muy joven, de la Casamance (sur de Senegal). Ahora está en Bélgica, trabajando".
El motor se avería en el segundo día de travesía
El segundo día de la travesía fue uno de los más complicados. Un temporal en medio del océano Atlántico no es lo mismo que en la costa por muy fuerte que sea en ésta la tempestad. En medio de la nada, a muchos kilómetros de tierra, rodeado por una masa infinita de mar, una barca de siete metros con 78 personas a bordo se convierte en un juguete para las olas de varios metros que embisten como si fueran buldocers sobre una pared de ladrillos. Una de esas olas gigantes apagó el motor fueraborda del cayuco.
Estuvieron cuatro horas intentando arreglar el motor, para no tener que recurrir al de repuesto, más endeble, mientras la barca navegaba a la deriva a expensas del oleaje que seguía azotando con fuerza y el pasaje, aterrorizado, achicaba agua como podía con los bidones de combustible vacíos. En medio de ese pavoroso escenario, con la gente rezando a los dioses de cada uno para que les salvara de la catástrofe definitiva, consiguieron desmontar el motor, limpiar el tubo de la gasolina por el que se había colado el agua, y arrancarlo de nuevo. "Fueron las peores horas de nuestra vida. Veías a la gente abriendo la boca aterrorizada al ver acercarse otra ola enorme como si fuera el último minuto de su vida. Realmente, ahí pensamos que no nos salvábamos", recuerda Yerro aún con la angustia de aquel momento.
"El mar es el enemigo más poderoso del mundo, porque cuando tiene hambre se traga todo"
Y se salvaron, tal vez, según él, porque aquello ocurrió de día. Si hubiera sucedido de noche, no habrían visto venir las olas y no se habrían podido preparar para afrontar la arremetida. Muchos, seguramente, habrían caído al mar en medio de la oscuridad y se los habría tragado el océano. Así lo explica Yerro: "Cuando tú estás a 500, 600 kilómetros de tierra, vas a saber que el mar no es un buen amigo. Es el enemigo más poderoso del mundo, porque cuando tiene hambre se traga todo. No hay cobertura para hacer con el móvil una llamada de auxilio, sólo tienes tu cayuco en medio de la nada, y cuando sucede cualquier cosa, no hay nada ya que te pueda salvar".
También lo habrían pasado muy mal si el temporal del segundo día se hubiera repetido en algún momento del resto de la travesía. Una segunda tempestad oceánica les habría cogido con las fuerzas ya muy justas, agotados después de tantas horas de navegación en condiciones tan precarias, sin apenas haber dormido y con una alimentación mínima. Afortunadamente, el tiempo les respetó en las jornadas siguientes.
Conversaciones a bordo
¿De qué se habla cuando viajas en unas condiciones así durante tantos días? Yerro dice que sobre todo hablaban de su sueño, no del que habían tenido por la noche, porque apenas nadie dormía. Él, por ejemplo, asegura que estuvo despierto los cuatro días de la travesía. El agua del mar que les salpicaba continuamente en la cara, con mayor o menor virulencia, no les dejaba dormir y además les provocaba dolores en los ojos, como si les hubieran metido cristales dentro. A veces a él sí le venía el sueño, pero se despertaba rápidamente y entonces creía ver unas montañas en el horizonte, la tierra a la vista que, desgraciadamente, no era más que una bandada de nubes pasajeras sobre el mar.
"Son las falsas informaciones que llegan a África sobre lo que pasa en Europa, no dicen nada de lo que luego se sufre aquí para salir adelante"
Entonces, ¿de qué sueños hablaban? Pues del sueño de llegar a Europa, de lo que harían cuando al fin se cumpliese y consiguiesen un salario decente por su trabajo, no pasar hambre, tener agua y luz en la casa, no sufrir más guerras, más violencia, y poder mandar dinero a la familia que quedaba atrás. Pero a la vez también hablaban de fútbol, de los equipos favoritos de cada uno en la rica Liga española, de que unos querían ir a trabajar a Madrid, porque eran del Madrid, o del Atleti, o a Barcelona, porque eran del Barca. "Son las falsas informaciones que llegan a África sobre lo que pasa en Europa, de que todo está de maravilla, que si el fútbol, que si lo otro, pero que no dicen nada de lo malo, de lo que luego se sufre aquí para salir adelante", dice Yerro.
¿Y qué comían? Los que comían algo, comían muy poco: básicamente se tomaban unos pocillos con leche en polvo disuelta en agua que calentaban sobre unas ascuas de carbón vegetal, y dátiles, una fruta abundante en el Magreb con un gran valor nutricional. Luego, para evacuar los restos de esa comida, debían hacer sus necesidades sentados en la borda de la barca, y a los más miedosos, les daban un cubo. Y así durante cuatro días, sin ninguna intimidad, abocados al mayor de los hacinamientos humanos.
Una pelea en la barca
Pero las horas pasaban, las noches y los días, y la tierra prometida seguía sin aparecer. Y eso empezó a causar frustración entre el pasaje. La inquietud, la desesperación por la larguísima travesía hizo mella y fue el origen de una pelea que pudo haberles costado muy caro, hacer zozobrar la barca, provocar caídas al mar. Eran las doce de la mañana. Yerro recuerda muy bien la hora, como todo lo que ocurrió en aquel terrible viaje. Unos cuantos atisbaron en el horizonte lo que parecía una montaña. Esta vez no era un espejismo, era verdad. Y se lo comunicaron al resto de la tripulación. "Ahí está Europa", dijeron alborozados.
Pero pasaron las horas y Europa, o lo que fuera aquello, no aparecía. Y a eso de las cuatro de la tarde, algunos, hartos ya de no llegar a tierra firme, empezaron a echárselo en cara a quienes la habían anunciado tan prematuramente. "Se montó –recuerda Yerro- una tremenda discusión. Gente levantándose y separando a otra para que no llegaran a las manos, empujándose, desesperada porque no llegábamos nunca a la costa".
Fue la noche la que alumbró al fin la buena nueva. La oscuridad, como la que les había despedido cuatro días antes en una playa de Mauritania, dejó ver claramente ya las luces de la costa. Y la discusión dio paso a la alegría, a los gritos de alborozo por haber llegado a tierra, a Europa, por haber cumplido al fin su sueño. Habían llegado a Tenerife, aunque, en realidad, ellos nunca supieron exactamente en qué isla iban a desembarcar. Algunos cayucos como el suyo se han perdido en medio de la travesía por el océano y no han conseguido arribar a ningún puerto. Ellos tuvieron mucha suerte. Los 78 que partieron de Nuadibú llegaron a Canarias sanos y salvos
El recibimiento en tierra
La primera frase que Yerro aprendió en español fue "corre, corre", aunque entonces no la entendió cuando se la dijo una mujer al saltar él de la barca a la playa de Tenerife a la que habían arribado. Eran las ocho y media de la tarde del 14 de febrero, día de San Valentín. Luego, comprendió mejor cuando ella le dijo: "Policía, policía". Esa advertencia, sin embargo, no pudo evitar que fuera interceptado junto al resto del pasaje y trasladado a la comisaria para ser identificado. Allí, muchos de ellos no obedecían las órdenes de los agentes que les mandaban sentarse, gritando: "¡sit down!". No es que no entendieran el inglés, no es que fueran unos insubordinados, es que tenían la piel del culo reventada tras haber estado cuatro días sentados con el cuerpo empapado por el agua del mar. Cuando uno se bajó los pantalones y vieron la carne viva, los policías también comprendieron.
Después, fueron trasladados a unas dependencias de la Cruz Roja, que estaban llenas por la cantidad de cayucos que estaban llegando en esa época a las Islas Canarias, y de allí les llevaron a un antiguo campamento militar en Fuerteventura, donde Alhagie Yerro empezó a comprobar que la imagen que se había hecho de Europa era muy distinta de la realidad. Tras cerca de 40 días compartiendo barracones con otros 400 migrantes, este joven gambiano de 19 años, fue trasladado a la península en un avión a Madrid, la ciudad de su equipo, el Real Madrid. Lo había conseguido.
Ahora, gracias a su trabajo en Barcelona, Yerro puede viajar cada año a Gambia a ver a su familia. Allí, según él, las cosas siguen más o menos igual que como las dejó. A su aldea aún no ha llegado la luz ni el agua corriente, y los jóvenes quieren irse a Europa a cumplir su sueño. Él les intenta disuadir, les cuenta lo mal que lo pasó en la travesía, que el riesgo de morir en el trayecto es altísimo, que los problemas en España son muchos, que no es nada fácil salir adelante, que cuesta un riñón y parte del otro conseguir la documentación de residencia, que hay gente que te mira mal por el color de tu piel, que hay incluso partidos políticos que te señalan por ser extranjero. Pero ni con todo eso les convence. Cuando sus jóvenes compatriotas le replican por qué entonces no se vuelve a vivir a Gambia, por qué no huye de todas esas cosas malas que cuenta, a él le cuesta un mucho encontrar la respuesta adecuada.
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