Este artículo se publicó hace 6 años.
Medio ambienteEn busca del tomate que sabe a tomate
Una comunidad creciente de consumidores, sobre todo urbanitas, busca cada vez más tener el control de lo que come, recuperar viejos sabores, productos libre de aditivos o que no haya recorrido cientos de kilómetros hasta llegar a su mesa.
Madrid-
Virginia Manzano recoge la cesta de fruta y verdura que le llega una vez al mes a la puerta de su casa. La última contiene entre siete y ocho kilos de peras conferencia, remolacha, tomate para ensalada, dos variedades de lechuga, espinacas tiernas, uvas blancas, manzana royal, caquis, mangos, granada y cebolla morada. Básicamente, lo que da la tierra por estas fechas. No tiene opción para escoger, como en el súper, y admite que es mucha comida de golpe para ella, que vive sola, pero le compensa.
“Llevo mucho tiempo comprando así, mucho antes de que toda esta preocupación por lo ecológico se pusiera de moda”, cuenta. “Empecé a hacerlo porque la fruta que tenía cerca de casa no me gustaba, la de las grandes superficies no reunía la calidad que buscaba, y todo lo que me traen aquí está bueno, en su punto, muy fresco y de temporada. Lo recogen y te lo mandan”.
Si navega por la página web de la cooperativa que le distribuye los productos puede ver de dónde vienen todos y cada uno de ellos, quién los ha cultivado, en qué condiciones y cómo utilizarlos. Ese es el principal atractivo para una comunidad creciente de consumidores, sobre todo urbanitas, que cada vez más busca tener el control de lo que come, recuperar viejos sabores, garantizarse un producto libre de aditivos químicos o que no haya recorrido cientos de kilómetros hasta llegar a su mesa. Una alternativa a la gran industria alimentaria que se concreta sobre todo en pequeñas cooperativas de productores, o en grupos de consumo organizados. Aunque también hay quien prefiere alquilar una huerta a las afueras y plantar él mismo lo que se va a comer.
“La gente está harta de los tomates que no saben a tomate, pero pasa también con la calabaza o con los pepinos. Yo no puedo comer una fruta que no sea ecológica, no me sabe a nada”, dice Elisa Carbonell, socia de Ecosecha, una de las primeras cooperativas agroecológicas de la Comunidad de Madrid. Nació hace 14 años distribuyendo a dos grupos de consumo y ahora gestionan siete hectáreas de huertos en Chinchón y Rivas Vaciamadrid donde cultivan unas 50 variedades diferentes de verduras y hortalizas, además de frutas. Su producción ha crecido considerablemente en estos años y sus clientes también: ahora suministran a 18 grupos de consumo y a unos 250 particulares.
Sacar la producción adelante no es fácil. Son sólo cuatro personas para ocuparse de la huerta —que no entiende de festivos o de previsiones climáticas—administrar la cooperativa y encargarse de los repartos que se hacen los martes, miércoles y jueves al centro de la ciudad y a otros municipios de los alrededores. No utilizan apenas maquinaria y las plagas y enfermedades se combaten a base de fauna insectívora o de bacterias. Un inspector controla todos los años que la producción es coherente con el certificado ecológico que les sirve de garantía frente al consumidor. La inversión de tiempo y dinero es importante.
“Somos unos emocionados de la agroecología”, admite Carbonell, que reivindica el valor de sus productos, frente a la imposición de los precios. “En el supermercado estás pagando un precio muy por debajo del coste de producción, con lo cual estás dando muy poco valor al producto, y eso tiene consecuencias tanto sociales como medioambientales. Es demasiado barata. Y eso que muchas veces la ecológica no es más cara, es un mito”. Una cesta de 4 kilos de verduras y hortalizas en Ecosecha cuesta 12 euros.
Desde la Unión de Cooperativas de Consumidores y Usuarios de España (UNCCUE) señalan que en España hay un “aumento claro” de este tipo de estructuras y una vuelta a los principios cooperativos, aunque creen que aquí no está tan desarrollado como en otros países. “En España se produce mucho agroecológico, pero consumimos poco y no siempre es fácil”, aseguran.
León, Miguel y Jorge, tres ingenieros agrónomos de Madrid, lo saben bien. Hace tres años que comenzaron a cultivar tomates de la Vega, una variedad autóctona de gran tamaño que ahora distribuyen a restaurantes, empresas y particulares de la capital que prefieren pagar un poco más a cambio de sabor.
“Lo que ha ocurrido con el tomate es que se han priorizado variedades enfocadas a incrementar la producción. Además se recogen cuando todavía están verdes, en un punto de maduración en el que no tienen todos los nutrientes. Nosotros recolectamos el mismo día que entregamos al cliente, porque es una variedad local y no hay un largo desplazamiento”, explica León Fernández, uno de los fundadores de Huertos Vega de Tajuña, que se queja de que, aunque hay demanda, los escasos apoyos institucionales les impiden llegar al gran público.
En el Paraíso de la Huerta, un proyecto de alquiler de huertos en Torrejón de la Calzada (Madrid) que lleva en marcha desde el pasado mayo, piensan que el cambio va ligado a una demanda de nuevos hábitos. “Muchos llaman para empezar a cambiar su alimentación, pero otros también porque les apetece aprender a cultivar, dejar de ir a los bares y pasar más tiempo en el campo”, cuenta Tomás Pérez, su propietario. En los seis meses que llevan abiertos ya han alquilado 15 huertos, que se dividen en parcelas de 25 metros cuadrados a 1 euro el metro cuadrado al mes, incluido el agua, asesoramiento, utensilios y compost.
“Hay de todo: tenemos un huerto de 100 metros cuadrados que lo llevan dos abuelitos y otro de 25 que lo han alquilado entre tres amigos. Pero también hay personas que no pueden venir siempre, o que no quieren venir o sólo de vez en cuando, y que prefieren que se lo cuidemos nosotros y ellos vienen a recoger la cosecha”.
Recuperar variedades
Parte del atractivo de salirse de la habitual rueda comercial está en las infinitas posibilidades de la agricultura, a menudo olvidadas. “En el mundo existen miles de variedades, pero nos las hemos cargado. Con la industrialización de la agricultura se ha seguido la lógica capitalista de eficiencia con poco esfuerzo. Nos ofrecen cuatro cosas y un solo tipo de cada alimento, de especies cada vez con menos potencia y adaptabilidad, y con la consecuente pérdida de variedad genética que eso conlleva”, dice Elisa Carbonell.
Por eso algunos proyectos se dedican también a recuperar variedades de frutas o vegetales que, simplemente, dejaron de cultivarse hace muchos años porque no eran comercialmente rentables. Un convenio con el Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario (IMIDRA) —dependiente de la Consejería de Medio Ambiente de la Comunidad— ha permitido, por ejemplo, que 34 variedades autóctonas de tomates, pepinos, cebollas o puerros, entre otras, se estén cultivando en las huertas de Ecosecha con el fin de extraer semillas para producir en cantidad y calidad suficiente el año que viene.
También el Banco de Intercambio de Semillas, un proyecto del espacio Intermediae del Ayuntamiento de Madrid, funciona desde hace 8 años con el propósito de recuperar, producir y compartir variedades locales, en una iniciativa crítica con la forma de control y explotación de las semillas en la agricultura industrial. Un jueves al mes, todo aquel que lo desee puede acercarse hasta el banco, con sede en Matadero, y llevarse alguna de las 240 semillas que allí se custodian para su cultivo con la única condición de que después la devuelva al banco.
“Hay semillas que llevan 50 años congeladas en el Imidra. Madrid es tierra de melones, de cebollas, puerros, tomates, pimientos. Es importante recuperarlas”, zanja Carbonell.
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