Hay titulares que tapan vidas. Heydy, por ejemplo, es la protagonista de un reportaje sobre empleadas del hogar víctimas de abusos sexuales. Fue a una entrevista y el señorito le espetó que si quería el trabajo de interna, consistente en limpiar la casa y cuidar de un niño, tenía que acostarse con él. “Soy joven y necesito desahogarme”, justificó. El fardo de sustantivos y adjetivos (inmigrante, sin papeles, vulnerable) no la empequeñecen, pero dicen poco de ella. Aunque el texto denunciaba un sufrimiento invisible, cegaba su identidad.
Enric González cree que no hay que contarlo todo. “Si tienes que elegir entre poner o no un dato, déjalo aparte”, aconseja el periodista. Por ello, su perfil se achicó hasta el estereotipo: una trabajadora doméstica condenada a sortear las zarpas de los depredadores sexuales que intentan aprovecharse del estado de indefensión de tantas mujeres que, en soledad, sin documentos ni derechos, tratan de sacar adelante a una familia que se ha quedado atrás. Tal vez no fuese necesario escribir “zarpas” ni “depredadores”, pero sí hablar de ella. Tratar de no reducirla a un oficio.
Heydy limpia casas como podría vender medias o servir vino del Empordà. Su tía curraba como empleada del hogar en Lorca y ella siguió el mismo camino: hay familias que no pagan la Seguridad Social; tampoco piden los papeles. Es una mujer bella, aunque quizás el adjetivo estorbe. Aparenta menos de los veintidós años que tiene y, cuando empezó a buscar un trabajo, la rechazaron porque creían que era demasiado joven para cuidar de una persona mayor y encargarse de la casa.
- ¿Pero sabías hacer las tareas que te exigían?
- En Nicaragua comencé a trabajar con ocho años: cocinaba, limpiaba y lavaba la ropa a mano, además de cuidar a mi hermana menor. Allá es así.
Allá es Matagalpa, una ciudad cafetera de cien mil habitantes que vive del campo, con universidad y cuna de Carlos Fonseca, uno de los fundadores del Frente Sandinista. Sus padres regentan un pequeño almacén que despacha grano básico: arroz, frijoles, maíz… Sin embargo, en casa eran cinco hermanos y la caja apenas daba. “En mi tierra, lo que ganas te permite vivir, no crecer”. Y el deseo de un futuro mejor la llevó a abandonar la Facultad, donde estudiaba Ingeniería Informática y Contaduría Pública, para probar suerte en España.
Dejaba de atrás un país donde el salario mínimo está fijado en 3.330 córdobas, unos 105 euros. Una familia donde el hermano mayor cría al pequeño, éste vela al que le sucede y así sucesivamente, como una matrioska que se pasa la infancia sorbiendo mocos. Y un presente de aplicada universitaria por un futuro a corto plazo como trabajadora doméstica, algo que llevaba haciendo desde que levantó un palmo del suelo, aunque nadie le había puesto nombre.
Decidió irse y, para hacer frente a un préstamo de 2.800 euros, su padre ofreció como garantía la camioneta del negocio. “La mitad de mi salario es para pagar deudas”. Las remesas también alcanzan para ayudar a sus progenitores y para que una de sus hermanas estudie en la universidad, algo de lo que ella se ha privado. “Si estudiase aquí, no podría mandarle dinero a mi familia”. Cuando logre ahorrar lo suficiente para visitar a los suyos, abrazará a una ingeniera agrónoma.
Los primeros meses fueron “horribles”, porque los extrañaba. El prestamista había puesto el dinero y fijado unos intereses estratosféricos. Una agencia de viajes le reservó el vuelo y ocho noches en un hotel que no llegó a pisar. Huelga decir que aterrizó en España como turista y, desde que venció el plazo, es una inmigrante en situación administrativa irregular. Otro estereotipo, porque irregulares somos todos en función de la regla con la que nos midamos.
Sin embargo, Heydy ya no era una joven estudiosa que cursaba Finanzas sino una chica sin papeles que buscaba trabajo. Probó en Murcia, porque allí vivía su tía, sin suerte. Decidieron, junto a una prima que le acompañó en su viaje, instalarse en Madrid, donde tardaría un par de meses en encontrar un empleo. Las tres ejercen ahora de trabajadoras domésticas. Comparten piso en un bloque de Usera, un barrio obrero al sur de la capital. En realidad, ella vive allí los sábados por la tarde y los domingos, cuando libra.
Es su válvula de escape, porque el resto del tiempo habita en una casa ajena, a casi dos horas en transporte público. Vida y curro bajo el mismo techo, sin desconexión ni horarios. Viste un uniforme simple, chaqueta y pantalón, que a ella le recuerda al de una enfermera. Además de la limpieza, cuida de un recién nacido y de una niña que va para tres años. Cobra mil euros, aunque los intereses comienzan a roer la paga en cuanto cae en sus manos. “Es el mejor trabajo que he tenido”.
No siempre fue así. Su primer empleo la llevó como interna a un chalé de dos plantas en Aravaca, en la carretera de A Coruña: cinco baños, tres salones, salón de juego y un perro. Las jornadas eran de siete de la mañana a once y media de la noche. Sus manos y las de su tía. “Los dueños no nos trataban bien y era muy estresante. No lo soportaba”. Ochocientos euros, siempre sin contrato
La segunda experiencia fue positiva. Trabajó como externa, de nueve a cuatro, cuidando a una abuela. “Un día, los hijos dijeron que no se podían encargar de ella y la mandaron a una residencia. En realidad, la cuidaba yo, no ellos. Era como tener un bebé grande”. Seiscientos cincuenta euros. “Estaba feliz de la vida”.
Luego se encontró con un anuncio que solicitaba a una “chica joven, atenta, responsable y cariñosa” para cuidar a un bebé en Collado Villalba, a cuarenta kilómetros de Madrid. Un hombre joven que vivía con su madre, que no llegó a aparecer durante la entrevista, le dejó claro que para cobrar novecientos euros tenía que acceder a acostarse con él. “Nada sentimental”, añadió tras desnudarla con la mirada. “Hijo de puta”, respondió Heydy. “¿Te crees que soy una prostituta?”. Ella le cerró la puerta en las narices.
A veces piensa en las chicas que pasaron antes por allí. En las que llegarían después. “No soy una excepción”. Relata el caso de una colega hondureña, también sin papeles, que tuvo que aceptar un trabajo porque necesitaba el dinero. “Se sentía acosada y tenía miedo de que el señor entrase en su habitación y le hiciese algo”. Y el de una compatriota a la que un señor mayor, con mujer e hijo, le sugirió: “Tienes que ser muy atenta conmigo. Necesitaré cosas tuyas”. También le dio un portazo. En otras ocasiones, no se escucha ruido alguno, reflexiona en silencio Heydy.
Ya ha pasado un año desde que dejó Matagalpa. Aunque está contenta con el matrimonio de Alcobendas, cuenta los euros y los días que tardará en saldar la deuda, en obtener el permiso de residencia. Cuando llegue ese momento, buscará un trabajo a media jornada en una tienda y retomará sus estudios.
Quizás entonces no siga escuchando a su madre, que le habla en sueños. Habrá sacrificado su juventud por sus padres, por sus hermanos, por una Heydy de ojos enormes, como de heroína manga, que se encharcan cuando menta sus nombres. De repente, toma aliento, conteniendo unas lágrimas suicidas que no se atreven a dar el salto. Ésta es la otra Heydy de la que les habría querido hablar, pero, infelizmente, no cabía en un titular.
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