Este artículo se publicó hace 8 años.
Cristina Fallarás: "La ultraderecha española está en el Gobierno, pero nadie se atreve a decirlo"
La incombustible periodista, que narró su propio desahucio en el libro 'A la puta calle', acaba de ser nombrada directora de 'Diario 16' tras pasar por un sinfín de redacciones.
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Cristina Fallarás (Zaragoza, 1968) es un torrente de palabras que fluyen a través de un tupido paisaje poblado de gestos. Periodista incombustible, acaba de ser nombrada directora de Diario 16 después de pisar la moqueta de un sinfín de redacciones y de sacudirse el frío en la cola del paro. Practica la novela negra, aunque su último libro, A la puta calle, es la crónica de un desahucio en primera persona. Tiene dos hijos: Lucas, que guarda silencio pasillo adentro, y Pepa, que acaba de llegar a casa tras salir del cole.
Huelga de deberes en España. ¿A favor o en contra?
Los niños son los únicos que siguen teniendo una organización industrial en un mundo posindustrial. Todavía tienen ocho horas de trabajo, más las extras. Además, se da la paradoja de que la mitad de los padres no trabaja, aunque ellos siguen cumpliendo con sus horarios. Nadie curra ocho horas: el que tiene mucha suerte trabaja cinco, los que tenemos poca trabajamos catorce y los que no tienen ninguna trabajan dos cada diez días. Los críos son los únicos que nos anclan a una realidad que ya no existe, y los deberes son un ejemplo de ello. Ahora, los padres critican las tareas en casa, porque están todos parados. ¿Cómo iba a estar yo en contra hace una década, cuando curraba desde las diez de la mañana hasta las once de la noche? Entonces, si estaban entretenidos con los deberes, mejor, porque no ponían la tele. Pero ahora los padres recogen a los niños en el colegio a las cuatro de la tarde y quieren tiempo para estar con ellos. Porque están en paro y disponen de él, claro. ¿Si estoy a favor o en contra? Me dan igual tanto los deberes como la educación, que es una norma social.
Usted es de Zaragoza, pero se fue a estudiar Periodismo a la Universidad Autónoma de Barcelona y ya se quedó allí.
Cuando terminé la carrera, carecía de sentido volver a mi ciudad, porque como periodista allí no tenía futuro. Además, yo era un poco punki y me empecé a llevar regular con mi familia. Una parte de ella, la que se imponía, era franquista, por lo que inicié un camino divergente y me quedé en Barcelona treinta años estupendos que acabaron siendo dificilísimos.
Allí viví el inicio de esta crisis, que coincidió con el arranque del movimiento independentista. Fue muy extraño… Yo no estoy en contra del independentismo, pero me hace mucha gracia. En Sigue Leyendo, le hicimos una entrevista a Alasdair Gray, uno de los grandes escritores escoceses, que había apoyado firmemente la independencia de Escocia.
Nos interesaba su punto de vista, porque Artur Mas, el delfín y el tapado de Pujol, había empezado a capitalizar el independentismo en Cataluña. Gray defendía —y yo estaba de acuerdo con él— que un núcleo pequeño de personas pueda aspirar a ser independiente del resto con el objetivo de crear sus propias normas para hacer un mundo más justo en su entorno.
Normas que podrían ser más sociales o, si eres un hijo de puta, más raciales. Pero que ese proceso lo llevaran a cabo los mismos que habían construido un discurso nacionalista repugnante y miserable de lo catalán, que se había construido para robar todo —como al fin se está demostrando—, me parecía una broma de mal gusto. Cuando le contamos que el proceso había sido impulsado por los nacionalistas de derechas, Gray nos respondió: “¡No! ¡Un proceso de independencia sólo puede construirse desde el socialismo!”. Lo daba por hecho y parecía decirnos: “¡Pero estáis locos! ¡Cómo vais a construir un proceso de independencia desde algo que no aspire románticamente a una sociedad más justa!”. Ahí se me complicó mucho la cosa para trabajar en medios de comunicación.
Las CUP.
No entiendo su proceso. Fíjate que me gustaban y las apoyé mucho. Siguen con su lucha outsider, que es lo único que me interesa ya. Ahora lo llaman populismo, pero con la victoria de Trump hemos visto que se refieren a lo que llamábamos antisistema. Cuando un sistema es profundamente mentiroso e injusto como éste, todo me parece bien, porque no puedes expoliar a la inmensa mayoría de la población y decir que la economía va bien. Por algún lado se va a romper, y lamentablemente siempre se rompe hacia la derecha.
Las CUP (Candidatura d'Unitat Popular) fueron uno de los primeros movimientos que me interesó, porque llegaban a las instituciones desde una postura antisistema y de una forma más radical que Podemos. De hecho, me interesan mucho más que Podemos, porque no aspiran a ocupar ciertos cargos. Podemos está tonteando con la socialdemocracia, que es otra repugnancia. Las CUP, en cambio, aspiran a romper el sistema desde dentro y a crear otra manera de entender el pacto social. Pero de repente, ese movimiento, que yo había apoyado, empezó a argumentarme que era una traidora porque criticaba que ellos antepusieran lo territorial a lo social. Y, finalmente, se han quedado con lo identitario, algo que yo no puedo entender.
O sea que, salvando las distancias ideológicas, usted es una Boadella de izquierdas.
[Risas] Yo no me he visto desplazada, sino que me he ido voluntariamente de Cataluña. Cuando manda lo identitario, hay ciertos tics que son imposibles de soslayar. Entre ellos, “el otro”. Cuando opones el “yo” al “otro”, no abarcas toda la diversidad de una sociedad y, en consecuencia, obtienes los peores resultados. Eso es algo que me inquieta. En todo caso, Albert Boadella, desde el plano de la justicia social, es mi antítesis. Tanto él como Félix de Azúa transmiten el mensaje de que los echaron, que también es compartido por un sector de la cultura catalana. A mí no me echó nadie. Simplemente, me dije: “No quiero que mis hijos se eduquen en una sociedad como ésta”. Y no te creas que la española me gusta, pero la encuentro más diversa.
¿Sugiere que el proceso soberanista es una cortina de humo para tapar los escándalos de corrupción del pujolismo?
Sin duda. En su día, denuncié las declaraciones de Artur Mas en las que ridiculizaba el independentismo. Luego, el abrazo a las CUP y el soberanismo construido para mantener el poder me han parecido un engaño a la población. Es muy fácil manejarla de una forma sentimental o sentimentaloide, sobre todo cuando está dolida y escocida con una España repugnante. “Yo me quiero ir de España”, dicen. No te jode, yo también, pero ¿a dónde nos vamos y con quién?
¿Le sorprende que algunos charnegos y sus hijos se hayan subido al carro?
Eso roza la idea de culpa. A veces, me pregunto: “¿Cómo modificar esta sociedad podrida?”. Creo que sólo es posible desde lo local. Son muy interesantes los planteamientos de las alcaldesas de Barcelona, Ada Colau, y de París, Anne Hidalgo. Aunque todo esto viene de Pasqual Maragall, que aspiraba a la subsidiariedad en política: “Dame las mayores competencias posibles y yo construiré una sociedad mejor”. Eso me interesa, pero cuando identificas lo territorial con lo identitario, viene algo que relaciono con la raza. O, si lo prefieres, con la casta o la secta.
En ese sentido, ¿quién le parece el más wagneriano?
Pujol. Es que todos son Pujol… Su modificación de lo cultural cambia la sociedad. Es decir, en Cataluña lo cultural pasa en muy pocos años de ser cosmopolita a identitario, o sea, de progresista a conservador. Y toda esa construcción pujolista se basa en la educación y en los medios de comunicación. Por un lado, él vende un cambio educativo basado en la lengua, pero es falso, porque está basado en los contenidos. Por otro, toma los medios e impone unas cuotas de identidad. Luego la identidad se elimina del mensaje pujolista. De hecho, cuando es presidente de la Generalitat, su mujer, Marta Ferrusola, no tiene ningún problema en decir que los que vienen de fuera nos van a quitar nuestra religión y cultura.
El discurso de Pujol era antiinmigración. Me repele esta frase de Pujol: “Catalán es todo aquel que vive y trabaja en Cataluña”. Pues yo quiero hacerlo pudiendo ser aragonesa, alemana o zimbabuense. Pero en cuanto buscan la independencia, esa obligación de la identidad desaparece y lo que se nombra es lo social. De manera que ahora la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, está llevando a cabo una reclamación de lo catalán y de lo social. Habla de dar calefacción y luz a los pobres, cuando lo que han hecho es recortar la sanidad, la educación, las cuotas sociales y la dotación pública. One moment, please: ¡usted nos está tomando el pelo!
Con este material, tendrá pendiente escribir Asesinato en la ANC.
[Risas] El personaje de Forcadell no merece una novela, sino una trilogía.
¿Le gusta Pepe Carvalho?
Me gustaba Manolo Vázquez Montalbán, que era mi amigo y lo echo mucho de menos. Entiendo que vivió una época en la que todos éramos ricos y comíamos en todas partes. ¡Hostia, es que éramos ricos, y luego hemos sido muy pobres! Cuando escucho la construcción de la mentira política y social en la que se basa todo lo que vivimos… Hay dos ejes en la ruptura a la que estamos asistiendo y de la que no nos daremos cuenta hasta dentro de unos años, aunque ahora a todos les parezca que Trump es una cosa que ha salido como una seta. Uno es la pobreza radical y otro, la mentira política. En la España que yo conozco, nunca hemos vivido esas dos bestialidades como ahora, tan feroces… A veces se critica la judicialización de la política, cuando el problema es la judicialización de los medios de comunicación. ¿Por qué todos nos hacen creer que desde 2008 se está juzgando la corrupción para no hablar del verdadero problema, que es la pobreza?
¿Qué ha quedado de la Barcelona de Vázquez Montalbán?
Cuatro viejos sin dientes [risas]. Cuando cerramos Sigue Leyendo, la editorial devino en la La Llibreria de la Lluna, que ha tenido un papel de agitador cultural en el Raval. La lleva Txiqui Navarro, mi socio, un tío de puta madre, pero también la vamos a cerrar en diciembre. Quedan cuatro guiños a una Barcelona que desapareció absolutamente. Pero desapareció la Barcelona de Vázquez Montalbán, la Barcelona de Juan Marsé, la Barcelona de Pasqual Maragall… Han desaparecido todas las Barcelonas. El pregón de la Mercè, a cargo de Javier Pérez Andújar, que es un escritor y un hombre que me interesa, fue vilipendiado y machacado por los independentistas. Y era un pregón profundamente popular y de izquierdas, como tiene que ser un pregón, reivindicativo del tebeo y los quioscos. Me pareció estupendo, pero pensé: “Javier, tú y yo estamos muertos. Tú y yo ya pasamos, no pertenecemos a nada que conozcamos en esta Barcelona”. Fue un canto a lo que murió. Y no queda nada de nada.
De la novela negra a A la puta calle.
Nos queda por construir el relato negro del desahucio. La novela negra tiene que mezclar la corrupción, la destrucción y la violencia; y, por lo tanto, la muerte. El personaje del detective, que tenemos tan asumido, aparece en los años veinte y treinta en Estados Unidos, cuando la policía forma parte de la corrupción y quien quiere denunciarla literariamente se ve obligado a crear un personaje que ya no puede ser un agente, porque está comprado por la mafia.
Ahora no se está creando eso, y me preocupa. Uno de los grandísimos problemas de esta crisis es que no ha tenido relato. Pese a que nos vendieron la sociedad del tardofranquismo y la transición como la gran panacea, había una narrativa bestial sobre lo que sucedía a cargo del cine social (El pico, El crack...) y del punk (La Polla, Kortatu, Cicatriz, Parálisis Permanente...). Yo no veo que nadie de la cultura haya creado un relato de lo que estamos viviendo en este país. Es cierto que nacen pequeñas setas: Isaac Rosa, me dicen a veces, o Belén Gopegui. Bueno, puede haber dos o tres, pero hablo de un movimiento, de un relato comúnmente asumido.
¿Qué leen y qué oyen los chavales? ¿A qué se agarran para entender el desastre que están viviendo? A nada, porque la cultura no está respondiendo a eso. Estamos viviendo una novela negra, la época de la Thatcher en el Reino Unido, que tenía un relato bestial, mientras que nosotros carecemos de él. Si hubiera una sola novela… Cuando se publicó ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, pareció que surgía algo. Pero, aunque estaba bien, en el fondo era un panfletillo. Lo que hace falta es una construcción narrativa que permanezca.
¿Cree que todo esto cogió a los escritores con el pie cambiado, hablando de la guerra civil y de otras historias?
Aquí nadie ha hablado de la guerra civil, sino situado tramas dentro de ella. El ejemplo más aterrador es La Vaquilla. En un momento negro, hondo y peludo, los soldados de ambos bandos se pasan cigarros y juegan a raptar una vaquilla. ¡De qué estamos hablando! ¡Están matando y fusilando a gente! ¡Están violando a las chicas en los pueblos! ¡Están rapando a las mujeres y provocando que se caguen por las calles tras darles aceite de ricino! ¡Están dando palizas mortales en los sótanos de las peores comisarías! ¿Y nos ponemos a torear una vaquilla? Bien, lo que se ha hecho en España es usar la guerra civil como escenario para contar una historia de amor o de lo que sea, pero no se ha narrado la contienda; ni algo mucho peor, que es la traición que supuso la transición para aquellos que no recibieron nada en la guerra civil ni en el franquismo, y que lo esperaban todo en la transición. Luego, en 1982, llegó la mayoría absoluta de Felipe González, donde no sólo no les dieron lo que le debían, sino que se lo quitaron definitivamente. Y esa gente ya ha muerto...
En A la puta calle, cuento que hay una parte de España que se ha desplomado y que ya no tiene nada. Ni siquiera un relato, nadie los mira. Tengo la sensación de que todos aquellos creadores de narrativa —del cine a la literatura, pasando por la música— se quedaron en la parte de arriba y son incapaces de mirar hacia abajo, no vaya a ser que se caigan. El problema es que son ricos… Mientras, paso a paso, avanza un régimen totalitario y de ultraderecha. En España ni siquiera nos hemos atrevido a decir que la ultraderecha está en el Gobierno. ¿Que no existe? Se llama Jorge Fernández Díaz, hasta hace poco ministro del Interior, pero podemos llamarlo de otra manera, ahora que ha cambiado el Ejecutivo. ¡A la ultraderecha española la tenemos gobernando!
Algunos defienden que el PP es un dique de contención de la ultraderecha.
No, no, no. El PP es ultraderecha. No hay dique de contención, hay asimilación.
¿Qué autores nacionales vencerán el paso del tiempo?
Ni uno solo. Estamos consumiendo estulticia. Es el pensamiento nada. ¿Dónde están los grandes pensadores que durante el tardofranquismo llevaron un mensaje radical de izquierdas? ¿Dónde están los Arrabal, García Calvo, Aranguren, Sánchez Ferlosio…? Yo ahora no soy comunista, sino roja, pero mirá adónde nos ha llevado la socialdemocracia. Nos vendieron que Tierno Galván era muy moderno y gracioso cuando decía aquello de “el que no esté colocado, que se coloque”. Pues me cago en sus putos muertos, porque se colocaron todos y se murieron, y eso es lo contrario de la lucha política. El grupo Prisa ha sido la constructora de la destrucción que supuso la transición española, dejando de lado el discurso complejo y pop-ularizándolo [sic] todo. Déjate del PSOE: quién culpa a los socialistas no tiene ni idea de qué es una creación del relato.
Ahora tiene a Savater o a Muñoz Molina.
No sé quiénes son, gracias.
Volviendo al drama de los desahucios, un convencimiento: “No me puede tocar a mí”.
Déjame volver a la pobreza. Hay un momento en que se decide llevar a cabo una revolución de derechas. Te recuerdo que hace unos días el ministro del Interior condecoraba a vírgenes y afirmaba tener un ángel de la guarda. Eso se llama manicomio, no política. Fernández Díaz tendría que estar encerrado en un psiquiátrico para tratar su problema de superstición extrema. Pues esa extrema derecha, que supera naciones y Estados, decide adoptar los modos de lo revolucionario y convertirse en progresista, de forma que convierte a la izquierda en conservadora. Y en este momento no hay nada más conservador que una mujer de izquierdas, porque queremos conservar los derechos.
¿Qué significa lo de “no me puede tocar a mí”? Desde los años sesenta, cuando empezamos a ser imbéciles, creímos que teníamos razón. Pero el mundo no es de quien tiene la razón, sino el poder, y perdimos la posibilidad de tener ese poder. Pensamos que estábamos en lo cierto, que si leías El País —fueras pobre o rico— y estabas de acuerdo con sus contenidos —en un sentido muy simbólico: si eras progresista, europeo, de izquierdas, o sea, la señora que se tumba en el sillón de Forges mientras su marido ve el fútbol—, no te podía pasar nada de todo eso. En fin, destruimos el marxismo, la posibilidad de la conciencia de clase y, por tanto, la posibilidad de agrupación y de lucha. Y, en España, lo destruyeron el PSOE y el grupo Prisa, como conductor del relato.
Usted fue una desahuciada atípica.
No. Fui atípica porque lo conté, no porque me sucediera. La mayoría de mis amigos periodistas, a sus cincuenta años y con hijos, vuelve a vivir en casa de sus padres, pero ninguno lo ha contado. Desde 2008, en España han despedido a miles de periodistas y nadie ha salido a la calle a protestar porque somos una profesión obediente, gregaria y triste. Y al quedarse sin nada, es imposible que pudiesen pagar el piso y la comida. Yo, en cambio, lo conté. No fui una excepción, sino que el resto se calló. Fui una desahuciada atípica sólo porque lo dije en voz alta. Me parecía una idiotez seguir acatando la idea de que los desahuciados eran gente del barrio más cochambroso de Carabanchel Bajo o de Villaverde, o un peruano que se había quedado sin casa. No es verdad, y hemos comprado ese mensaje, como tantas otras mentiras de los medios y de la comunicación política. Aunque no me preocupa que mientan los políticos, sino la prensa.
¿Cabe la autocrítica en su caso? ¿En su día, antes de ir al paro, no vivió a tope?
No. Entre una cosa y otra, llegué a cobrar entre 5.000 y 6.000 euros al mes, y pagaba una hipoteca de casi 1.200 euros. Aunque luego todo se volvió más precario —un ejemplo: llevo treinta años trabajando en periodismo y cotizados, sólo siete—, no viví por encima de mis posibilidades. Además, era más barato comprar un piso que alquilarlo. Fue una construcción falsa, que tiene que ver con la voluntad de empobrecimiento de la población. No es inocente: ¿por qué la empobreces? Para poder callarla. De ahí que después se implantase la ley mordaza, que restringe la libertad y sanciona a quienes protestan con multas.
José Luis Arrese, ministro de la Vivienda con Franco, dijo en 1959: "No queremos una España de proletarios, sino de propietarios".
Claro. Si tienes una patata, te vuelves conservador, porque es tuya y no quieres compartirla. He crecido mucho, porque fui muy tonta. Yo era rica, pero es que yo nací rica. Nunca pude pensar que podría ser pobre, y se lo aconsejo a cualquiera.
Fue despedida del diario ADN en su octavo mes de embarazo. Luego, el desahucio. Ingredientes suficientes para practicar el periodismo gonzo.
El periodismo gonzo provoca o interviene en la acción y lo narra, pero en mi caso no fue necesario. Yo no necesitaba construir, es simplemente periodismo testimonial. Decidí contarlo en primera persona, porque es una impostura hacerlo de otra manera. La teoría periodística que estipula que no se puede usar la primera persona es una idiotez del tamaño de Mariano Rajoy. Al contrario, considero que es muy sano hacerlo. El gran problema de los medios de comunicación son la mentira y el periodismo de declaraciones: no narrar lo que sucede, sino lo que dicen que sucede. Eso es servirle de altavoz a la mentira política. Sin embargo, la pobreza es el centro de toda la política que vamos a vivir, y que será aterradora.
¿Volveremos a tener el mismo poder adquisitivo?
A largo plazo, no. Los sindicatos y los derechos de los trabajadores han sido destruidos; el marxismo se lo ha apropiado el capitalismo financiero para eliminar la idea de la lucha de clases; nos imponen verdades inapelables que equiparan justicia social a terrorismo, lucha social a terrorismo, inmigración y dolor a terrorismo… Desaparecida la religión, crean un nuevo pecado, y eso tarda muchísimo en eliminarse. Hace no mucho tiempo, nadie se cuestionaba la jornada de ocho horas, el contrato fijo, las vacaciones, ni que un sueldo te iba a dar para una casa y para comer.
Entonces, ¿qué? Nuestro pacto social se basa en que yo trabajo para la sociedad a cambio de que ésta me permita vivir bajo techo y dar de comer a mis hijos. A cambio, no cruzo el semáforo en rojo, no mato, no robo, no violo a tu hija, no te arranco los dientes para comprarme una camisa… Pero si el trabajo ya no te permite vivir bajo techo ni dar de comer a tu familia, ¿por qué debería no robar? Durante una época, he robado habitualmente, porque para mí es más importante que mis hijos coman que respetar la norma de una sociedad que no me ampara.
¿Es lo mismo robar en una cadena de supermercados que en un pequeño comercio?
No tengo ni idea, yo he robado donde he podido. Lo primero que robé fue un tubo de pasta de dientes en un supermercado, porque hacía tiempo que les explicaba a mis hijos que la higiene era importantísima y que había que cepillarse los dientes.
Cuando se quedó en paro y llamó a sus contactos para pedir trabajo, ¿la gente respondió?
Nadie. Ni uno solo. Pero tampoco responden los amigos. Siendo gente culta, consideran que, dirigiéndose a ti en un momento de extrema necesidad, te humillan y te sitúan ante el espejo de lo que eres, por lo que prefieren evitártelo. No dudo que haya una buena voluntad en ello, pero al final no responde nadie.
¿Qué tres casos están pendientes de una investigación periodística en profundidad?
La participación de Felipe González en el terrorismo de Estado; la creación del PP como subsidiario de una dictadura asesina por parte de un ministro franquista; y la presencia de la monarquía impuesta desde una dictadura criminal y asesina. Creo que si juzgáramos eso, podríamos comenzar a juzgar lo menor.
En Diario 16, escribe sobre las entrevistas que ha solicitado a diversos líderes políticos, detallando por qué se niegan a atenderla.
Tienen miedo, aunque yo entiendo que Mariano Rajoy, Ada Colau o Pablo Iglesias son personas muy ocupadas. Hay dos problemas básicos. Por una parte, los políticos se han acostumbrado a que los medios sean herramientas de uso propio, no ciudadano. En el caso de los nuevos políticos, me parece grave, pues todos alientan que el flujo sea en una sola dirección, de arriba abajo, y usan los medios para hacer declaraciones. Por otra parte, las redes sociales acabarán siendo un método, o sea, una herramienta. En ese sentido, los medios ya están, si no muertos, agonizando. Cuando Iglesias y Errejón se enfrentan, por ejemplo, lo hacen en Twitter, lo que convierte a los medios en algo innecesario para la clase política.
¿Qué somos? En el fondo, unas marionetas en manos del poder, por mucho que digamos que somos otra cosa. No podemos interpelar al poder, solamente nos usan para comunicarse con el ciudadano y lanzar proclamas. Cuando uno intenta hablar con el poder, es casi imposible. De hecho, de las entrevistas que pedí, la única persona que me ha contestado varias veces para posponerla es Manuela Carmena. Ni Colau, ni Iglesias, ni Díaz, ni los presidentes autonómicos me han vuelto a contestar, aunque yo sigo escribiendo.
En 2016 todavía sigue siendo noticiable el nombramiento de una mujer como directora de un medio en España.
Las chicas no vamos de putas, y no es una idiotez. Al margen del machismo, hay un problema de costumbres. Si lees el sumario de cualquier caso de corrupción, te das cuenta de que en este país los acuerdos se cierran en burdeles. Así es difícil que una mujer esté al frente de unas negociaciones. Yo he vivido cómo, tras las cenas de negocios, me ponían excusas marcianas para evitar que saliese con los asistentes. Cuando me di cuenta, me entró la risa, pero ahora me da bastante pena. Lo que no es anecdótico son los mecanismos de relación con el poder, históricamente en manos de los hombres. Como esos mecanismos no son los suyos, las mujeres no suelen respetarlos y exigen otro tipo de trato.
¿Abolición o regulación de la prostitución?
Abolición inmediatamente. La prostitución y la pornografía generan un gran volumen de negocio a cambio del maltrato constante y brutal de la mujer, que con la globalización ha sido convertida en un bien industrial de consumo. Cuando me dicen que la mujer está mejor que nunca en el mundo, respondo que es así si pertenece a una élite blanca y culta. La mujer está peor que nunca en el mundo, porque antes le pegaba su marido y ahora es carne de esclavitud. Que en el siglo XXI no admitamos que vuelve a haber esclavitud es porque las esclavas son mujeres y no negros, aunque no los estoy comparando. No se ha abolido, se ha revivificado.
La nueva vida de la esclavitud, que es más brutal que la antigua porque maneja a más seres humanos y porque está permitida por personas que se consideran progresistas y defensoras de los derechos humanos, tiene que ver con la prostitución y con la pornografía. Todos tenemos un prostíbulo a menos de cien metros de su casa o de camino al pueblo, pero ninguno nos hemos plantado delante para preguntar cuántas esclavas sexuales hay dentro. En cambio, si fuera una plantación donde hubiera tres negros encadenados, estaríamos organizando manifestaciones. Y si mataran a un toro, también.
Fue la primera mujer que recibió el premio Hammett de la Semana Negra de Gijón. ¿Machismo de género (negro) o, simplemente, una manifestación más del machismo imperante en nuestra sociedad?
Machismo folclórico. En España, la persona que vende más novelas de género negro es Dolores Redondo. Probablemente, la venta de libros escritos por mujeres, y no hablo de género romántico sino negro, supera a la de los hombres. Sin embargo, hay unos pequeños sectores programados por varones, que deciden premios leídos por ellos, que me importan un pito. Es sólo producción industrial y consumo, para mí no tiene nada que ver con la cultura.
Hay quien considera la novela negra un género menor, pese al goce que pueda provocar su lectura.
El problema es que la industria quiere que consideremos como tal una pequeña obra de misterio que entretenga y entronque con el espectáculo. En el caso estadounidense, El camino del tabaco, de Erskine Caldwell, y No es país para viejos, de Cormac McCarthy, son novelas negras; no un género menor, sino literatura bestial. En nuestro caso, uno de los grandes narradores es Vázquez Montalbán. A Pepe Carvalho le tengo especial cariño, porque crecí con él, pero dudo que se hayan escrito muchos libros como Galíndez. ¿Qué es novela negra? Pues depende si eliges como criterio la industria o la literatura. Para mí, debe tratar sobre la muerte violenta y la corrupción. Ninguna como Réquiem por un campesino español, Los santos inocentes o La familia de Pascual Duarte. “Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo”.
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