Este artículo se publicó hace 6 años.
EntrevistaAlfonso Armada: "Ningún medio se ha arruinado por pagar bien a sus periodistas"
“Si invirtieran en buen periodismo, a lo mejor encontraríamos una solución para la profesión”, reflexiona el director de ‘Frontera D’, quien sueña con desandar sus pasos, encerrarse en una casa con vistas al mar y dedicarse a leer y a escribir.
Madrid--Actualizado a
Alfonso Armada (Vigo, 1958) evitó la mili, pero hizo la guerra. Fue corresponsal en Nueva York. Dirigió un suplemento cultural. Fundó la revista Frontera D. Escribió poesía y teatro. Forró su biblioteca de grandes reportajes. Transitó Por carreteras secundarias (Malpaso). Cuando echó el ancla, puso pie en tierra para presidir Reporteros sin Fronteras. Spoiler: el periodista Armada no tiene nada que ver con el golpista Armada. Su 23-F fue contra el Estado paterno, aunque también tuvo un desencuentro con el bigotudo general antes de que enfilase el cementerio de elefantes blancos. Ahora, en la Cadena Ser, cada mañana pasa revista a la prensa, que no a la tropa.
¿Qué cuenta hoy?
Bueno, qué contaba, porque como entro a primera hora en el programa Hoy por Hoy, me acuesto muy tarde y me levanto tempranísimo. Lo bueno es que de mi casa a la emisora, en autobús, sólo tardo diez minutos, porque no hay tráfico. Esa ciudad dormida, levantándose poco a poco, resulta muy interesante.
¿Qué diferencias observa entre el Madrid que se despereza y el bullicio del aperitivo?
El contraste se produce, sobre todo, los jueves y viernes en la Gran Vía, cuando se cruza la gente cocida —que ha alargado las últimas copas de la madrugada— con los currantes. Luego, llueva o haga frío, te encuentras con el cubano que toca las maracas en el edificio de Telefónica. Un personaje que encajaría en los personajes secundarios del experiodista de La Vanguardia Bru Rovira, quien trazó un gran perfil de Barcelona a través de sus vidas rotas.
Pedazos de cristal que reflejan otra realidad cotidiana.
El peso de la vida política es asfixiante, por lo que intento escaparme de eso, pero Pepa Bueno me devuelve al carril: “Tienes que hablar de los sondeos electorales, de los fallos judiciales, de la situación en Catalunya…”. O sea, de todo lo que forma parte de nuestro paisaje de cada día.
¿El lector, el oyente o el espectador están inmunizados contra los temas de corrupción? Quien dice las corruptelas, dice la crisis económica o las refriegas políticas.
No creo que la gente esté inmunizada, sino aburrida. Esos temas se repiten porque la agenda de los grandes medios es muy reducida, lo que provoca que el ciudadano se desentienda. ¿Cómo captas entonces la atención? Datadista lo hace muy bien.
La I+D de Ana Tudela y Antonio Delgado: investigación y datos para explicar la realidad de otra forma, clara y amena, a la par que rigurosa.
Claro, sus cuadernos son inteligibles y fascinantes: la Enciclopedia Álvarez de la corrupción. La letra a mano y el grafismo son muy eficaces en medio de la saturación de internet, que me tiene aborrecido.
¿Se lee más que nunca, pero menos tiempo?
Quizás se lea más que nunca, pero con menos atención. Es decir, leemos fragmentos de realidad y terminamos haciéndonos un cacao mental. Subirse a esa noria enloquecida resulta muy fatigoso. Procuro desconectarme de internet, aislarme del mundo y leer un libro, aunque sea a salto de mata. Creo que se lee muy mal, como si caminásemos sobre una capa gigantesca muy finita, saltando continuamente de isla en isla, sin profundizar.
Zapping digital.
Claro. Por eso en la radio, además de tratar los temas del día, procuro analizar columnas como Prolongando el desastre, de Antoni Puigverd, donde contaba que la gente habla de las revoluciones y de las guerras con una alegría acojonante, sin darse cuenta de los estragos que causan. El escritor también hablaba de L'estaca, de Lluís Llach, preguntándose si propio el cantautor es consciente de sus costes, porque aplastan a varias generaciones. La gente que le está echando gasolina al fuego va a terminar quemándonos a todos. Qué pena, aunque eso no quita que yo pueda criticar muchos problemas de la democracia actual. Ahora bien, hay una especie de alegría destructiva, que en el fondo es muy española: “¡Venga, vamos a quemar todo esto y al carallo!”. No sé, igual mi etapa en el ABC me ha hecho un poco más conservador, porque después de diecinueve años algo se pega [risas].
Debería tirarle de la lengua y no cambiar de tercio, porque “segur que tomba”, pero ¿no cree que la calle debería renovar la banda sonora de la revolución?
Yo creo que sí… Cuando veo que nuestros revolucionarios recurren a un discurso que parece del siglo XIX, me pregunto si no tienen nuevas grandes ideas, porque siguen invocando a santones podridos, algunos con las alforjas llenas de sangre. Puedes echar pestes del capitalismo o del neoliberalismo, pero no me vengas con soluciones de hace ciento cincuenta años que han sido catastróficas. Vamos a buscar otros modelos, ¿no?
¿Montó Frontera D porque no le llenaba su trabajo en ABC?
No. Cuando ejercía como corresponsal en Nueva York, me pasaba muchas mañanas en la cafetería de la ONU con Antonio Lafuente, que trabajaba en la agencia Efe. Además de mirar al río, hacíamos lo que hacemos los periodistas: llorar, quejarnos y criticar a los jefes, un deporte muy español. Entonces decidimos dejar de lamentarnos y, como Jesucristo, predicar con el ejemplo: “Hagamos una revista bien hecha que recupere el fervor del público por la lectura en profundidad”. Nueve años después, el proyecto editorial sigue pareciéndome interesante, pero ha sido una catástrofe financiera.
¿Ha perdido dinero?
Hemos hecho de todo...
Me refiero a si ha tenido que poner dinero de su bolsillo.
Claro, aunque hace tiempo que dejé de perder pasta, porque ahora nadie cobra. En cambio, hemos empezado a publicar libros de papel y las ventas dan para pagar a todos.
No pretendo ejercer de abogado del diablo ni de fiscal del demonio, pero un proyecto, por muy interesante que sea, que no pueda pagar a sus colaboradores… Digamos que no es la solución a nada.
El entusiasmo y la autoexplotación están muy bien, pero durante un período breve. Está claro que no puede ser así. Sin embargo, como no engañamos a nadie, tenemos mil quinientos colaboradores, lo cual es un disparate. Que siga vivo el proyecto es alucinante… Por otra parte, es curioso, porque la gente acusa un cansancio político y parece reclamar algo diferente, mas al final reclama su dosis de información política diaria. Y, además, cargada de ideología. España es así, por eso funcionan las tertulias, que nos estimulan tanto como la cafeína.
Pero no vaya a cambiarles la marca de café…
Ah, claro, por supuesto. No les cambies el grano, porque se cabrean. Ni les des datos que contradigan sus prejuicios, porque entonces también se mosquean. Habría que tomar como referente la prensa anglosajona, porque las bases del periodismo siguen siendo las historias sorprendentes, bien contadas y que te hagan viajar.
¿Por qué dejamos de llamarlos reportajes, crónicas o artículos y empezamos a llamarlas historias? Y no me responda que es un préstamo o una traducción literal del inglés.
Se ha convertido en un latiguillo, aunque quizás se deba a que nos gustan los cuentos. Es una regresión a la infancia: nos metemos en la camita y esperamos a que venga Emilio Salgari a leernos una historia de Sandokán hasta quedarnos dormidos.
Quizás meta la pata, pero… ¿retirado a los sesenta?
¡Qué va, despedido a los sesenta, que es distinto! Me echaron del ABC después de diecinueve años porque me dijeron que era viejo y caro. Les contesté que consideraba que aún tenía algo que aportar, pero me respondieron: “No, no, ya no”. Pues nada, llegamos a un acuerdo, me fui al paro y me llamaron de la Ser para hacer la revista de prensa de Hoy por Hoy.
¿Lo barato sale caro?
En España, a los grandes periódicos les encanta tener a un montón de redactores echando carbón a la web para alimentar una maquinaria que no va a ninguna parte, aunque hayan llegado con una ilusión inmensa, con ganas de comerse el mundo y con una buena pluma. La obsesión por el clic y el pinchazo ha convertido a los periodistas en heroinómanos, sobre todo a los jefes. Encima, los medios no ganan dinero, mientras el modelo nos lleva a la ansiedad permanente. Aun así, pese a que resulte increíble, seguimos tirando en la misma dirección.
A este paso, si este sistema centrifuga a los veteranos, vamos camino de...
Todos vamos camino de la tumba. No hay ninguna prisa, pero bueno... [risas].
Si una empresa suelta lastre cuando un trabajador alcanza cierta edad, los que van quedando se convierten en veteranos —es un decir— antes incluso de destetarse.
Está pasando en todas partes. Precisamente, el otro día me encontré con José Yoldi en Diario Vivo. Un proyecto maravilloso de François Musseau, corresponsal de Libération, que te reconcilia con el periodismo: gente que se sube al escenario de un teatro a contar en primera persona historias singulares que le han ocurrido.
El espectáculo, en el fondo, es un recordatorio de lo principal: contar una buena historia, prestar atención al orador y no interrumpir. Una experiencia única que tiene que ver con la vida. Porque no es un producto enlatado, sino algo que está ocurriendo en ese momento y donde, al igual que en el teatro, cabe la posibilidad de fracasar, como le puede suceder a un intérprete cuando actúa en vivo.
No tiene nada que ver, pero me sucede algo parecido con la prensa: no me des una pantalla, yo sigo queriendo el papeliño. Hasta el punto de que los sábados me compro seis periódicos —nacionales y extranjeros— y me echo la mañana en una cafetería leyéndolos, subrayándolos y recortando lo que me interesa.
Me imagino que vivió en Vigo hasta que se vino a estudiar Periodismo a la Complutense.
Antes me fui a Santiago, donde empecé dos carreras y viví la muerte de Franco. Siempre había querido hacer Periodismo, desde que estudié en el Montecastelo, un colegio de Fomento. De hecho, yo soy ateo gracias al Opus Dei. Entonces, un profesor me descubrió la pasión por la literatura y me planteé de qué podía vivir jugando con las palabras: ¿periodista? No obstante, Álvaro Cunqueiro era muy amigo de mi padre y le dijo que estudiase otra licenciatura y que luego me metiera en un diario.
Cuando llegué a Compostela, me matriculé en Filología Germánica y al poco me escapé de casa, por discrepancias ideológicas y emotivas con mi padre. Llegué a Les Borges Blanques, un pueblecito cerca de Mollerusa, donde trabajé de camarero. Mi madre lloraba y me pedía que volviese, pero como no estudiaba, yo quería ser consecuente con mis ideas: o sea, ser un obrero.
Regresé, nos reconciliamos y empecé Historia. Fui compañero de Susana Fortes, mas en segundo de carrera volví a escaparme, aunque esa vez con la intención de irme lo más lejos posible. Pretendía llegar a las antípodas, concretamente a Nueva Zelanda. En Holanda curré en una fábrica de harinas y en Dinamarca estuve en Christiania, la ciudad de los hippies, donde lo que mejor recuerdo es que olía fatal. Hacía autostop y mi idea era cruzar la Unión Soviética, pero recibí una carta que dejaba claro que, si no hacía la mili, me iban a declarar prófugo.
Entonces, un tío que vivía en Madrid —la oveja negra de la familia, porque para mi padre, además de actor, era maricón: es decir, lo peor— se ofreció a acogerme en su casa. Pensé que, si hacía teatro, me concederían otra prórroga. Sin embargo, no logré entrar en la Real Escuela Superior de Arte Dramático (Resad). Yo había formado parte de compañías gallegas —como Ditea y Artello— y quería ser actor, hasta que me di cuenta de que era muy malo. Aunque, con los años, terminaría entrando en la Resad al cuarto intento, decidí volver a Santiago y me matriculé en la antigua Escuela Social, siempre con la intención de evitar el servicio militar. Después de todo esto, trabajé en Astilleros Armada.
Los que fundó su abuelo en Bouzas.
Está claro que yo vivo bien gracias a la plusvalía de Astilleros Armada.
La familia.
Sí, yo en casa y con mi padre cabreado, trabajando en el astillero. Mi tío, además, me dice que su oferta había sido un arrebato cariñoso, porque en realidad vivía muy bien solo. Entonces le propongo un pacto a mi padre: “Yo me olvido del teatro, hago Periodismo en Madrid y vivo donde tú digas”. Y acabé en el Colegio Mayor San Pablo, donde residí tres años.
Como buen gallego.
“El buque escuela de la inteligencia católica”, como decían entonces [risas]. Fue un descubrimiento, porque allí hice mis mejores amigos.
Al tiempo que la mayoría de sus coetáneos los hacían en la mili.
La mili tenía algo bueno: además de ser interclasista, permitía a mucha gente salir de su localidad y viajar a otras regiones. Eso fomentaba, como dice Arcadi Espada, la trama de los afectos.
Hoy quiero confesar —que diría Isabel Pantoja— que hasta no hace mucho pensaba que usted era el hijo de Alfonso Armada, el general golpista.
¡No me digas! Bueno, en realidad me lo preguntan muchas personas, aunque les respondo de todo... [risas]. Estuve en el pazo de Santa Cruz de Rivadulla e intenté entrevistarlo, pero no quiso.
Lo leí en Lluvia racheada, el blog que escribía en el ABC.
Pensé que lo habían fumigado. ¿Sigue vivo?
Y coleando.
Pues quizás el general Alfonso Armada y yo tengamos algún antepasado en común, aunque habría que remontarse al siglo XVI...
Se lo preguntaba porque creo recordar que, en su libro El Celta no tiene la culpa (Libros del KO), menciona que se reconcilió con su padre, ya mayor, viendo al equipo celeste los domingos en Balaídos.
Está dedicado a mi padre, si bien la reconciliación es tardía, porque lo escribí cuando ya había fallecido. En realidad, iba al estadio con mi abuelo, mas en el libro recuerdo que mi padre había sido portero del Rápido de Bouzas —eso, claro, yo no lo viví— y que mi madre se situaba detrás de la portería para animarlo. Era socio e hincha del Celta, por lo que el libro es como la conversación que quise tener con mi padre, pero que nunca llegó a suceder. Es decir, la asunción de todo lo que había rechazado. Fue una propuesta de los editores, porque a mí el fútbol me da igual, aunque algunos autores de la colección Hooligans Ilustrados son muy forofos. Por ejemplo, el de Ander Izagirre sobre la Real Sociedad, Mi abuela y diez más, es impresionante.
También se reencontró con su progenitor en Mar Atlántico. Diario de una Travesía (Alento). ¿Le infunde miedo el océano? ¿Acaso respeto?
Yo tengo el certificado de competencia de marinero, que obtuve con la intención de embarcarme en un carguero y librarme de la mili. De hecho, cuando me despidieron del periódico, pensé: “Igual ahora es el momento” [risas]. El mar no me da miedo, si bien me impone respeto. Cuando mi mujer y yo íbamos a regresar de Nueva York, después de siete años, decidimos cruzar el océano en barco. Buscamos un carguero que aceptara pasajeros y encontramos el CanMar Pride. Cogimos un tren en Manhattan que, bordeando el río Hudson, nos llevó hasta Montreal, donde embarcamos rumbo a Europa.
Cuánto mundo han conocido algunos gallegos a bordo de cargueros, buques mercantes y petroleros...
Sin duda alguna. No descarto todavía embarcarme en un mercante. De hecho, llevo cuarenta años en Madrid y estoy pensando en volver. A Vigo, no, pero sí a Aldán o a Caminha, porque yo me siento portugués. Me imagino en una casa con vistas al mar.
¿Qué hay más allá del horizonte? Porque desde la costa los barcos parecen pequeños, una perspectiva que quizás también deberíamos aplicar a la vida: tomar distancia para relativizarlo todo.
Empezando por la mitología.
¿Y cree que hay cosas que no cabe empequeñecer, ni quitarles importancia?
Yo he tenido una extraña nostalgia aplazada con Galicia y con el mar. O sea, forman parte del paisaje de mi infancia, pero con el libro sobre el Celta hay una voluntad de renegar de todo lo que suponía un obstáculo para mi realización personal. Yo notaba que Vigo, mi padre, la Iglesia y el colegio eran una castración, por lo que necesitaba romper con todo eso.
No me di cuenta que era una postura infantil hasta que leí Llámalo sueño, de Henry Roth, quizás el mejor libro escrito sobre Nueva York. Describe la ciudad a través de los ojos de un niño de siete años que llega de la Galitzia polaca a principios del siglo XX. La novela me impresionó tanto que, nada más terminarla, conseguí el teléfono del autor y lo llamé. Vivía en una antigua funeraria de Alburquerque y, tras un largo viaje, pasé un día con él. Tenía artrosis, estaba muy mayor y escribía su tetralogía, donde contaba que había tenido una relación incestuosa con su hermana, publicada después de su muerte.
Me dijo algo muy interesante: “Durante muchísimos años, me quedé en la infancia y no quise asumir mi propia identidad, utilizando como reflector la figura de Joyce y el Ulises. Como si estuviese en el mundo para conseguir algo literariamente poderosísimo, mas sin darme cuenta de cómo me engañaba a mi mismo”. Tras escucharlo, me percaté de que yo había usado el rechazo a mi padre, a Vigo, al Celta, a la infancia, al mar o a la Iglesia como una negación de mi identidad. O sea, una protección para no mirarme a mí mismo.
¿Pero qué le pasó con su padre?
Bueno, había un rechazo ideológico, algo que le ha sucedido a tantos hijos. También tuvo que ver con el absolutismo, la vanidad y la soberbia de los niños, como fue mi caso. Yo no soy padre, aunque en Nueva York he ejercido como tal de la hija de mi mujer. Allí aprendí que cuando a un niño le dices que no y le marcas límites, al final te quiere más precisamente por eso. Fue un cortocircuito, porque me di cuenta de que los padres, además de progenitores, también tienen derecho a tener vida propia, con sus dudas y angustias. Sin embargo, los adolescentes son implacables, y yo fui un ejemplo de esa actitud, porque no le reconocí esa identidad. Es algo relacionado con el periodismo, consistente en ponerse en el lugar del otro. De repente, cuando lo hice, supuso una cura de egoísmo y de vanidad.
¿Eso a qué años llega?
En mi caso, después de estar en Nueva York, de conocer a Henry Roth y de percibir que cuando a un niño le prohíbes ciertas cosas, al final te quiere más. Eso me rompió todos los esquemas.
Seguro que recuerda aquellas frases impresas en una tablilla que vendían en los mercadillos de las fiestas… A los siete años, "papá es un sabio, todo lo sabe". A los catorce, "me parece que papá se equivoca en algunas cosas". A los veinte, "papá está un poco atrasado". A los veinticinco, "el viejo no sabe nada, está chocheando". Y así hasta…
¡Sí, lo tenía mi padre!
Usted, que ya tiene sesenta, estará pensando: "Pobre papá, era un sabio. ¡Qué lástima que yo lo haya comprendido tan tarde!".
Pues al final es verdad [risas]. Sí, es verdad…
En todo caso, ser hijo e ir a la contra del padre es común. Incluso hay ejemplos extremos.
Y, de alguna manera, resulta necesario también. La idea de matar al padre metafórica y, en ocasiones, realmente. Al final, es una especie de xenofobia familiar: “Yo tengo derecho a…”, “yo soy superior a…”, “yo tengo una conciencia de mí y del mundo…”, “mi viejo no se entera de nada...”. En resumen, una vanidad desorbitada.
Cuando su padre falleció, ¿usted se quedó con la conciencia tranquila?, ¿consiguió atar los cabos?
Cuando llegué a ABC, él pensó que yo al fin estaba sentando la cabeza, porque entendía que me estaba encauzando.
¿Tan conservador era?
Sí. Bueno, formaba parte de una época. Era un hombre de convicciones muy firmes y coherentes.
¿Y usted, con los años, ha sido muy progre?
Sí, claro. Un día mi padre me preguntó: “¿Tú eres progre?”. Y yo le respondí: “Hombre, la palabra está muy desprestigiada, pero supongo que sí”. Y entonces me dijo: “Entonces no tenemos nada de qué hablar”. Joder… [risas]. Teníamos unas broncas monumentales.
¿Cómo se concilia el progresismo con currar en un diario conservador?
Yo en ABC he tenido más libertad para trabajar que en El País, porque son más chafalleiros.
Traduzca chafalleiro al vulgo.
Digamos que son más desorganizados y hay menos control jerárquico. La pirámide en El País o en un diario de izquierdas es más férrea, mientras que en el ABC tú sabes que hay ciertas cosas que mejor no meneallas, como la monarquía o el papa, pese a que el periódico ha sido muy crítico con la corrupción de la familia real y el daño que ha hecho. Sin embargo, dejaba un margen gigantesco para trabajar y mucho espacio para la creatividad.
Por ejemplo, cuando le propuse al exdirector Ignacio Camacho, como despedida de Nueva York, recorrer en zigzag la frontera entre México y Estados Unidos durante un mes, aceptó. ABC publicó treinta reportajes durante otros tantos días seguidos. En ese sentido, he disfrutado muchísimo. Como me decía Gervasio Sánchez: “Es más interesante que estés en ABC que en El País. Allí estás rodeado de gente más o menos afín, mientras que aquí tienes que persuadir a personas que a lo mejor están en otro espectro ideológico”.
¿Se escribe mejor a la contra? Y no me refiero tanto a la empresa editora, como al Gobierno de turno.
Te obliga a afinar mucho más la crítica. Como me comentaba un exdirector de El País, allí Hermann Tertsch tenía un entorno político hostil, lo que le obligaba a refinar sus argumentos para ser más persuasivo. En cambio, cuando llegó a ABC, como no tenía límites, ¡buaaaah! Comenzó a faltarle finura y, a veces, sus textos son estridentes y sólo persuaden a los muy persuadidos.
Pero él ya era así, ¿no?
Antes era mucho más interesante, porque como sabía más que nadie de Europa del Este, escribía historias apasionantes de Rumanía o de Hungría.
¿Cree que en el tardofelipismo —cuando surgió el llamado Sindicato del Crimen— muchas voces se derechizaron deliberadamente para auparse al Gobierno de Aznar —cuando, en origen, algunas quizás no eran tan extremas—, del mismo modo que otras firmas, desde la izquierda, se aferraron a un discurso monolítico? No hablo de maniqueísmo ni de pillar cacho, faltaría más. Tan solo es una pregunta...
Claro, absolutamente: se ha caído en un maniqueísmo feroz. El otro día estuve en el Congreso Vasco sobre Igualdad de Trato y no Discriminación, celebrado en Vitoria, donde compartí mesa con el fotoperiodista Fidel Raso y la jefa de internacional del diario Ara, Mónica Bernabé. El moderador dijo: “¿No creeis que hay una ofensiva contra el independentismo, los rojos y los inmigrantes?”. Y
Mónica respondió: “Vamos a ver: por ser independentista, rojo o inmigrante, no significa que seas una persona impecable”. Al contrario, hay algunos que son unos impresentables. Tanto la izquierda como la derecha plantean la misma disyuntiva: “O eres de los míos o estás contra mí”. Un esquema desfasado de la Guerra Fría que sigue vigente en la España de nuestros días, cuando el mundo es mucho más complejo.
¿Hasta cuándo sigue uno aprendiendo? No hace falta que diga “durante toda la vida”.
Sin embargo, es verdad. Durante siete años, fui director del máster del ABC, una etapa maravillosa en la que disfruté tratando de alimentar la curiosidad de los alumnos. Además, fui la azafata jefa del periódico. Como nadie hacía caso a las visitas, asumí esa tarea. Cuando venían de los colegios, flipaba con los niños de diez años, pues te hacían preguntas impresionantes. Yo no he visto a nadie que pregunte mejor.
No obstante, ¿por qué después dejan de hacerlo y se empiezan a ensoberbecer? A los diez años te dejan perplejos y a los quince se vuelven gilipollas. Y, en esa adolescencia permanente, se creen más listos que nadie y consideran que los padres son unos inútiles. Lo que más me gusta del mundo es leer, por lo que —como periodistas y como seres humanos— tenemos que alimentar esa ansiedad por saber.
¿El periodista tampoco debe perder la ingenuidad?
Tenemos que ser ingenuos, pero no tontos. Debemos recuperar la capacidad de sorprendernos. No sólo a través de los libros, porque incluso en los periódicos que no te gustan encuentras temas maravillosos todos los días.
Respecto al aprendizaje, ¿cuándo se sintió solo? ¿Cuándo dijo: a partir de aquí, ya sólo depende de mí: “¡Adiós, maestros!”?
Yo, cuando termino de leer algunos artículos, me fijo en el titular o en la última línea y me digo: “¡Qué cabrón! ¿Cómo habrá hecho esto?”.
Me refiero a su entorno inmediato, aunque usted ha vivido la sangría de los periodistas veteranos cuando ya era un sénior consolidado. Si las empresas se cargan a los profesionales con callo, ¿de quiénes van a aprender las nuevas generaciones?
La ilusión de mi vida era trabajar en El País. Cuando llegué a la redacción, estaban Ángel Fernández-Santos, Rosa Montero, Fernando Samaniego, Eduardo Haro Tecglen, Ángel Sánchez Harguindey… Ésa fue mi suerte.
Y, con los años, pasó a engrosar esa nómina, ya instalado en el ABC.
Allí también me encontré con gente impresionante. Aunque cuando dejas de ser humilde, estás perdido. En los últimos años, han echado a grandes profesionales. Hablando de maestros, Mariló Ruiz de Elvira, quien fue redactora jefa de internacional de El País, era una periodista magnífica: cuando se hundía el mundo, en medio del caos, ella jamás perdía los nervios. Y, si metías la pata, no te hacía sentirte mal. También he tenido superiores sensacionales de los que he aprendido mucho, como Soledad Gallego-Díaz o Alberto Sotillo [la salida del responsable de internacional del ABC, tras pactar su jubilación con la empresa, coincidió el pasado abril con la del propio Armada].
Antes le preguntaba de quién van a aprender los periodistas jóvenes si expulsan de las redacciones a los experimentados.
La respuesta está clara, porque a los veteranos los están laminando.
Cuando volvió a pisar la moqueta, a sentarse en la silla, a tener una cajonera… ¿qué fue lo que más echó de menos?
La calle. Viajar. África. Si pudiese irme mañana, lo haría sin pensármelo.
¿Cambiaría la corresponsalía en Nueva York por sus crónicas desde Sarajevo, Ruanda, Liberia o Sudán?
Yo he tenido mucha suerte, por lo que soy muy agradecido. Sin haberlo buscado, acabé en todos esos sitios y, ahora, haciendo radio en la Ser.
¿Le pone más una corresponsalía en Londres, París, Roma, Buenos Aires o Nueva York que…?
A mí lo que me pone es Mozambique y la Costa da Morte. Por Nueva York sentía fascinación y me lo pasé muy bien, pero estoy cansado de Estados Unidos.
Cuando despertó, las Torres Gemelas ya no estaban allí. ¿Qué significó aquello? ¿Cayó algo más que los rascacielos?
Sí. Ellos dicen que se acabó la ingenuidad, como si antes no hubiera habido cinismo e ingenuidad.
¿Y qué dice usted?
Yo creo que el ataque les hizo darse cuenta de que eran vulnerables, lo cual siempre es saludable. El problema es que la reacción fue tremenda, porque golpearon donde no debían y, al final, rompieron el mundo todavía más. No obstante, a los habitantes de Nueva York —que es una ciudad distinta a Estados Unidos— les hizo tomar conciencia de que son parte de la humanidad y de que también son mortales.
Al principio de la charla sacó el tema catalán y luego abordó la figura freudiana de matar al padre. ¿Qué opina de los hijos de andaluces independentistas o, incluso, de los padres extremeños soberanistas? Puede cambiar la relación y el origen, tanto monta.
Es una reafirmación que demuestra poca generosidad: ¿por qué niegas tu propio origen y no reconoces de dónde eres? Personalmente, en las conversaciones con mi padre, me quedó pendiente haberlo escuchado más.
¿Uno es de donde vota?
Uno no es de ninguna parte. Todos somos hijos del viento, aunque parezca una frase de Zapatero [durante la Cumbre Climática de Copenhague en 2009, el expresidente del Gobierno dijo: “La tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”]. Me gustan más los versos de Ezra Pound: “No te muevas / deja que hable el viento / ése es el Paraíso”. Yo digo que soy portugués para negar la importancia del lugar donde has nacido. Es una puta lotería y no lo convirtamos en algo digno de elogio. O sea, el origen no es un valor en sí mismo, aunque puedas sentir amor por tu tierra, como lo puedes sentir por los perros o por las castañas.
Sin embargo, con nuestras rifas nos ha tocado el perrito piloto.
¡Hostia, hemos tenido una suerte acojonante por haber nacido aquí! No reconocerlo me parece una ingratitud.
Me hizo gracia una noticia que leí hace tiempo, donde decía que su abuelo era carpintero de Ribeira. Ya sabe, el pueblo pesquero coruñés: parece que el TomTom se equivocó de dirección... Porque su abuelo era carpinteiro de ribeira, cuya traducción al español no entraña un gran misterio: carpintero de ribera.
Sin duda alguna. Pero, para compensar, debo añadir que tuve una novia en A Pobra do Caramiñal, a escasos kilómetros de Riveira [con uve, según el Concello, pese a que la be ha traído cola].
Yo no tengo carné de conducir y pensaba que el tontón era el nombre con el que la sabiduría popular había bautizado irónicamente a ese maquinillo que te guía, hasta que un día observé en un coche que era una marca comercial. Pese a que la anécdota es ridícula, a veces da la impresión de que la tecnología nos está volviendo tontos, ¿verdad? No callejee, limítese a seguir la flecha...
Cuando camino, me gusta preguntar a la gente. Ves cómo te mira, cómo te habla, cómo te dirige o cómo te pierde. Y eso es mucho más interesante que Google Maps.
Las personas, en todo caso, se paran más en localidades pequeñas o medianas, un detalle de agradecer.
Sus habitantes tienen otro sentido del tiempo y quizás sean menos desconfiados. En una gran ciudad das los buenos días en un ascensor y la gente te mira como pensando: “¿Qué pretendes?”.
Hablando de tomar una dirección u otra, aun a riesgo de perderse, ¿cuál es hoy su meta?
Parar. Bajar el pistón. Volver a Galicia. Buscar una casa frente al mar donde quepan todos mis libros. Y dedicarme a leer y escribir.
¿No volvería a meterse en una redacción?
Si me lo proponen, me lo pensaría. Quiero seguir redactando y viajando, pero llevo toda la vida aplazando el momento de encerrarme a leer y escribir. Me apetece bajar el ritmo.
¿Le gusta más escribir corto o largo? ¿Crónica o libro?
Adoro los poemas, pese a su brevedad. Ahora bien, sobre todo me gusta escribir crónica larga. Siempre se me quedaba pequeño el papel, por lo que agradezco que internet no tenga límites. Cuando me peleaba con los editores por el espacio, me decían: “El periódico no es de chicle”. Yo confiaba en que les encantase la crónica para que me diesen más caracteres, pero eso nunca pasaba [risas].
¿Castiga menos la afición irse de El País al ABC, o de El Mundo a El País, que del Barça al Madrid, o del Celta al Dépor?
Nunca me arrepentí de dejar El País por el ABC. Sin embargo, me costó más dejar África por Nueva York.
Usted es presidente de Reporteros sin Fronteras. Disculpe la redundancia, ¿pero cuál debería ser la frontera de un periodista?
La verdad. El periodista firma un pacto sagrado con el lector: “No voy a inventar nada”. Dicho eso, puedes utilizar la lengua como hace Leila Guerriero —de la forma más plástica y enriquecida— para hacer crónicas. Textos que empiezas a leer y, una vez metido en la historia, no puedes dejarlos hasta que los terminas.
¿Alguna vez se ha quedado sin pilas durante una entrevista? ¿Fue a escuchar la grabación y se hizo el silencio?
Sí. Me pasó con Ramón Akal. Y, claro, quedé fatal.
¡Un editor que actualmente no concede entrevistas!
Pues se agarró un cabreo de miedo y no me dio una segunda oportunidad.
¿Cuál ha sido su mayor cagada profesional?
Ésa, sin duda, fue una de ellas, aunque hay más…
También ha escrito y dirigido teatro. ¿Se le ha pasado por la cabeza…?
Escribía y dirigía teatro, pero estoy deseando volver: tengo mono.
Le iba a preguntar si se había planteado moderar una tertulia.
No.
Lo digo por la teatralidad de la puesta en escena y las interpretaciones.
Cuando no están siendo grabados, hay conversaciones de periodistas que serían muy reveladoras del reparto de poder y, en fin, de las miserias humanas de la profesión.
Los plumillas nos quejamos de la precarización del periodismo. Echan a los veteranos y enmagrecen las nóminas de quienes empiezan. ¿Pero diría que alguna vez gozó de un buen estado de salud, al menos económico? Y no me refiero a las empresas, ni tampoco a los redactores de los grandes medios, sino a la división de plata, a la Segunda B, a Tercera…
Yo creo que sí. Durante mucho tiempo, desde el franquismo hasta la transición, los periódicos eran medios muy rentables y con poca competencia. Recuerdo cuando a El País no le cabía la publicidad en sus páginas. Había dinero para corresponsales, para enviados especiales al extranjero, para viajes nacionales, etcétera.
Por eso incluía antes a diarios más pequeños, donde los trabajadores tampoco es que nadasen en la ambulancia, que diría Manquiña.
En este sector siempre ha habido explotación. No obstante, aquellas cabeceras contarían con menos dinero, pero había una dignidad... Como dijo hace unos días un heredero de la familia Hearst —y suscribo sus palabras—, ningún medio se ha arruinado por pagar bien a sus periodistas. ¿Y, sin embargo, dónde recortan las empresas? En sueldos y en trabajadores. Si invirtieran más en buen periodismo, a lo mejor encontraríamos una solución para la profesión.
Como suele decir Xurxo Chapela —recordando aquellas palabras pronunciadas durante una conferencia en la Complutense por José Luis Moreno-Ruiz, el presentador de Rosa de Sanatorio—, "el que vale, vale, y el que no, para periodismo". Aunque no sé si la boutade viene al caso...
Uhm… Me temo que no [risas].
¿Un periodista debería estudiar otra carrera que no sea Periodismo? ¿Una segunda, además de Periodismo? ¿O esto es simplemente un oficio y el resto, calle, oído, lecturas...?
Si naciese de nuevo, volvería a ser periodista, pero estudiaría Historia, Filosofía u otra carrera; luego haría un máster y, finalmente, trabajaría en un periódico. De hecho, en el ABC observaba que los alumnos que más crecían durante el curso eran los que procedían de otras licenciaturas. Y, respecto a la última pregunta, el oficio es fundamental, claro.
Sin embargo, cada vez se pisa menos la calle.
Sin duda. Ahora muchos periodistas están pegados a una pantalla, pensando que eso es la realidad.
Como no podía ser menos, debutó haciendo prácticas durante tres veranos en el Faro de Vigo, decano de la prensa española. ¿Es bueno empezar en un diario local?
Es fundamental. Hacer prensa local es como ser un enviado especial al extranjero o a la guerra, porque ves la miseria de la vida cotidiana, desde los abusos hasta la corrupción. En la pequeña comunidad está todo…
Aunque la prensa de Madrid y Barcelona muchas veces peca de localista, en el sentido peyorativo del término: si llueve en Madrid, diluvia en España; si se atasca la Gran Vía, el país se colapsa, y así...
La prensa de Madrid ha dejado de ser la prensa nacional y ha perdido relevancia porque está ensimismada en el debate político, como si la capital fuese el centro del mundo. Es verdad que las tertulias y la televisión se alimentan de eso, pero al final los periódicos de Madrid ya no se leen tanto como antes, ni tienen la misma influencia.
Antes hablaba del incesto de Henry Roth. Sin conocer la edad que tenían entonces el escritor y su hermana, ¿un hecho como ése invalida al autor o, si lo prefiere, su obra?
No. El caso emblemático es el de Céline. Viaje al fin de la noche es una novela sobrecogedora. Y, a pesar de que su autor tenga unas ideas nazis, racistas y deplorables, la potencia de su obra es innegable. También acusaron a Borges de ser simpatizante de la junta militar argentina, pero cuando lo lees te revoluciona la cabeza. Sus libros te hacen percibir el mundo de otra manera, que al final es lo que prevalece.
Su padre, Ángel Armada, además de dirigir unos astilleros, fue regatista, una tradición que usted tampoco ha heredado.
No, porque aborrecía el mundo que rodeaba el Real Club Náutico de Vigo. De hecho, mandé una carta en la que presentaba mi renuncia y mi padre, lógicamente, se agarró un cabreo. Hace poco, rebuscando entre sus papeles, la encontré y, tras leerla, pensé: “¡Qué gilipollas era!”. Qué gilipollas era yo, claro, porque decía algo así como que no quería formar parte de un barco —el de la burguesía viguesa— que se estaba hundiendo. Esa tontería de los adolescentes cargados de razón que no saben ponerse en el lugar del otro.
¿El mundo se hunde o simplemente hace agua?
Hace agua. Buf... No sé… A veces creo que se está hundiendo, pero no debemos olvidar que —pese a que hay muchos problemas— en China y en la India millones de personas han dejado de pasar hambre. No le damos importancia a eso. Sin embargo, esa gente ahora puede comer todos los días.
Por cierto, ¿al final hizo la mili o no lo la hizo?
¡Qué va! Me declararon inútil total por miope.
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