Este artículo se publicó hace 9 años.
Enric Pubill, refugio de los presos del franquismo
Encerrado durante 11 años en cárceles franquistas, el presidente de la Associació Catalana d'Expresos Polítics advierte contra el olvido: “El tiempo corre y los que quedamos vivos desapareceremos. Cuando ocurra, desaparecerá un pedazo de la historia de nuestro país”.
MADRID.- “Vamos a dejar la Guerra Civil, de la que ya se ha hablado mucho, y hablemos de 40 años de torturas, de asesinatos, de represión, de miseria, de los muertos que todavía quedan en las cunetas”. Esa es la condición de este voluntarista e inquieto octogenario para canjear una hora de sus quehaceres obstinados contra el olvido por un rato de conversación amable.
Porque no hay día que Enric Pubill (Barcelona, 1930) no acuda al número 16 de la Via Laietana, donde tiene su sede la Associació Catalana d'Expresos Polítics, a escasos metros de la Dirección General de la Policía, “lugar de tortura y muerte hace no tanto tiempo”, dice. Y se sonríe cuando evoca la respuesta que recibió hace unos años del ministro del Interior: “Escribí una carta a Alfredo Pérez-Rubalcaba para pedirle que la Jefatura se convirtiera en un emplazamiento para la Memoria. Su contestación fue que no podía ser; que aquello era territorio de la Policía Nacional”.
Cuenta que llegó al mundo un día de los Inocentes, en el piso que los Pubill tenían frente al barcelonés Baile de la Paloma. Y que, mientras su madre sufría los dolores del parto, él salió escuchando la verbena que aún se puede oír en el Carrer del Tigre. La memoria de su padre, un anarquista de la CNT, se le acaba el 18 de julio de 1936. “Salió a la calle a defender la República y sólo volvimos a verlo un par de veces más”.
De los años de guerra —“de los que ya se ha dicho bastante”, insiste— recuerda los bombardeos de Barcelona y cómo cambiaron los juegos de los chavales. “Íbamos a las casas derribadas a buscar la metralla que, cuando se enfriaba, cogía diferentes formas. Y nosotros nos imaginábamos caballos, carromatos… que intercambiábamos como ahora se cambian los cromos”.
Lo realmente duro llegó a partir del 39 cuando, conocida el hambre, aprendió también la soledad y la explotación. “Mi madre no podía hacerse cargo de los tres hermanos y me entregó a unos tíos, pequeños burgueses, que prometieron darme pan y cultura. Pero, en vez de llevarme a la escuela, me pusieron a trabajar en su taller de encuadernación”.
Hasta los 15 años compartió jornadas de trabajo y miseria con otros niños y niñas a los que obligaban a portar resmas de papel a la espalda, a cargar y descargar camiones, mientras se alimentaban de las almendras que robaban cuando no estaba la criada. Pero del abuso hizo Enric virtud. “Me aficioné a la lectura de los libros de aventuras que encuadernábamos para la editorial Molino. Y con ellos comprendí cómo funcionaban las sociedades. Que los indios —se ríe— no eran los culpables”.
En ese momento, y tras escapar de la injusticia familiar, cuenta Pubill que se obsesionó con buscar la fórmula para terminar “con aquella forma de vida, con aquellos barrios de la Barcelona de posguerra, miserables por culpa del régimen, de la dictadura”. No había cumplido los 18 años cuando se afilió a las Joventuts Socialistes Unificades de Catalunya (JSUC).
“Kim era mi apodo en la JSUC. Salíamos por las noches como fantasmas, en la oscuridad de las calles de una Barcelona mal iluminada, para colgar banderas republicanas o catalanas en lugares emblemáticos. Hacíamos octavillas que repartíamos por el sistema del tranvía: colocábamos unas 30 ó 40 en el techo, cuando estaba parado y, cuando arrancaba, ya se encargaba de repartirlas él”.
Y así transcurrían los días de Pubill en 1948, año en el que se produjo la caída de 42 chavales de las Juventudes. Él celebró su 19º cumpleaños en los calabozos de la Jefatura Superior de Policía, la de la Vía Laietana “que Rubalcaba no quiso cerrar”. Prefiere no extenderse en lo ocurrido durante sus 30 días de detención, “interrogatorios y caricias”. Pero sí detalla los nombres de quienes se las procuraban: el comisario Polo y los tres hermanos Creix. “Dos eran los verdugos, y el tercero, el forense que determinaba, si uno se les quedaba en las manos, que había tenido un ataque al corazón”.
Tras el mes de detención, los 42 de la caída fueron enviados a La Modelo sin ser juzgados. De sus cinco años en aquella prisión, recuerda Enric las celdas individuales en la que dormían hasta 11 presos, “algunos con la cabeza apoyada en la taza del váter”; las cebollas hervidas que les daban para comer; la ducha semanal en un pasillo en el que les caía un poco de agua y el polvo blanco de la desinfección. Y por encima de todo: “La solidaridad entre nosotros que hacía que hasta los propios funcionarios nos tuvieran respeto”.
Cinco años después de su llegada a La Modelo, en un solo día, un Consejo de Guerra juzgó y condenó a tres años a los 42 de la JSUC. Pero, por capricho del capitán general de la IV Región, el caso fue enviado al Supremo, que multiplicó las penas por seis, “sin que mediara palabra de los abogados”. 18 años le cayeron a un jovencísimo Pubill al que la dictadura robó la juventud.
“Me mandaron al penal de Burgos, con los presos políticos considerados más peligrosos, la mayoría del Partido Comunista y algunos del PSUC. Pero allí había maestros, cirujanos, ingenieros… Si hubiéramos querido hacer un tanque, lo hubiéramos podido fabricar. Pero en nuestra cabeza no existía la idea de la fuga. Lo que queríamos era luchar contra el franquismo. Y no nos servían las armas. La única que podíamos esgrimir cuando saliéramos era la de la cultura. El penal —se ríe al evocarlo— era conocido por la propia policía como la Universidad de Moscú”.
“Otra figura a la que —respira y exclama— ¡habría que hacer un monumento! Fue la de las llamadas madrinas de guerra”. De las tres que tuvo Enric, ensalza a dos: “Una —que hace tiempo que murió— se llamaba Emilia Alberdi. Cada dos días, nevara o cayeran bombas, venía la muchacha desinteresadamente al penal a traernos patatas, tomates, todo lo que necesitáramos de la calle”. La otra es María, la que le esperó hasta que cumplió cinco años y medio de cárcel para convertirse en su mujer.
Contrajo matrimonio en Barcelona tras cumplir tres años de destierro en Madrid porque el general Francuster –"me da mucha rabia pronunciar su nombre", dice— no le dejaba volver a Catalunya. Cuando lo consiguió, recuperó su trabajo como encuadernador mientras, desde su militancia en el PSUC, se empleaba en la creación de los Comités de Solidaridad. “Todavía quedaban compañeros en las prisiones a los que había que ayudar; a ellos y a las familias. Los grupos empezaron a surgir por toda España y fueron los precursores de las actuales asociaciones de expresos políticos”.
Él preside desde hace cinco años la de Catalunya, a la que dedica, voluntarista y tenaz, cada uno de sus días. Entre otros objetivos, se emplea en la persecución de una condena contra el régimen franquista. O, como dice, “que, aunque no se encarcele a los pocos que quedan, sí se diga que fueron unos asesinos”. Hace dos años sumó a la causa que investiga la jueza argentina María Servini, 47 querellas individuales, la mayoría de sus antiguos compañeros del PSUC y sus juventudes.
Pero en el afán de Enrique Pubill, su Associació Catalana d´Expresos Polítics y el Memorial Democràtic que también promovió, hay otra vocación: la de evitar el olvido. “Porque el tiempo corre y los que quedamos vivos vamos a desparecer. Y cuando eso ocurra, se terminó la Memoria. Si no tenemos un sitio para guardarla y recopilarla, va a desparecer un pedazo de la historia de nuestro país”.
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