Opinión
Parar la guerra
Por Teresa Aranguren
Periodista y escritora
El presidente ucraniano pide más armas mientras las imágenes de los cadáveres esparcidos por las calles de Bucha llenan las pantallas de nuestros televisores y su impacto emocional parece ofrecer un argumento incontestable a favor de su petición. Volodimir Zelenski concita ovaciones entusiastas en los parlamentos de las naciones de Europa y, en su campaña para pedir más armas, habla no tanto de resistencia como de victoria. Una especie de euforia bélica gana terreno y ya se ha adueñado del espacio virtual en el que creemos vivir aunque la realidad sigue estando fuera, en el espacio real donde ocurren las guerras. Las redes se han llenado de proclamas en pro de acciones contundentes que aseguren la derrota del invasor y se convocan expediciones más o menos improvisadas de jóvenes dispuestos a ir a luchar a Ucrania y convertirse en héroes. El objetivo ya no es poner fin a la guerra sino conseguir la victoria. Y hablar de victoria supone hablar también de derrota, la derrota de Rusia se entiende. Pero Rusia, por muy debilitada que esté, sigue siendo una gran potencia militar. Y nuclear. Rusia no es destruible como lo fue Irak sin que pase nada (nada excepto medio millón de iraquíes muertos, 50.000 desaparecidos y todo un país sumido en el caos) y pretender su derrota es renunciar a parar esta guerra antes de que sea demasiado tarde.
¿Acaso nadie está pensando en el desenlace lógico de una escalada bélica que al parecer no tiene límite? O quizás es que nadie quiere pensar en cuál será ese desenlace si no se para antes.
Lo contrario de una guerra rara vez es simplemente la paz, lo contrario de una guerra es la negociación. Negociar no es sinónimo de rendirse sino de poner freno a las armas. Hacer que callen aunque solo sea por un tiempo, el tiempo de la negociación. Las treguas también salvan vidas. Pero negociar supone estar dispuesto a ceder al menos algo, al menos aquello que antes de la catástrofe de la invasión y la guerra hubiera sido razonable considerar: ¿la neutralidad de Ucrania, la anexión-restitución de Crimea a Rusia, el establecimiento de algún estatus especial para el Donbás...? Sugerir algo así en estos momentos es ir a contracorriente de la arenga heroica y arriesgarse a ser tachado de traidor. No se admiten dudas ni preguntas incómodas. Los políticos europeos, desde el habitualmente discreto Josep Borrell al siempre histriónico y hooligan atlantista Boris Johnson, parecen competir en pronunciamientos tajantes que no admiten matices porque el matiz es sospechoso de debilidad o peor aún de complicidad con el invasor.
Desde el otro lado del Océano, desde la confortable seguridad que da la lejanía del escenario bélico, el presidente estadounidense eleva el tono de sus declaraciones, anuncia un nuevo envío de armas “más letales” por valor de 800 millones de dólares y califica a Vladimir Putin de criminal de guerra, lo cual es una acusación sin duda fundada, la invasión en sí misma es crimen de guerra, pero un tanto imprudente viniendo como viene del presidente de un país con un largo historial de agresiones, invasiones y crímenes de guerra. Solo un ejemplo recordatorio: el asedio y asalto a la ciudad iraquí de Faluya en el marco de la devastadora invasión llevada a cabo por el ejército estadounidense en Irak; en el documental emitido por la RAI (televisión pública italiana) “La masacre escondida”, los periodistas Sigfrido Ranucci y Maurizio Torrealta documentaron el horror de aquel asalto: más del 70% de los edificios de la ciudad fueron destruidos por los bombardeos masivos en los que el ejército estadounidense empleó bombas de fósforo blanco y MK77, un derivado del napalm. Un año después, y en gran medida como consecuencia de la emisión de este documental, EEUU reconoció haber utilizado bombas de fósforo blanco en el asalto a Faluya aunque “solo para iluminar las zonas de combate”.
El problema es que las zonas de combate eran barrios de una ciudad densamente poblada, es decir, zonas en las que expresamente ese tipo de armas están prohibidas.
No somos ingenuos, sabemos que nadie juzgará a George W. Bush por la invasión de Irak y la destrucción de cientos de miles de vidas y sabemos que será muy difícil llevar a Vladimir Putin ante un Tribunal Internacional para que responda por el crimen de la invasión de Ucrania y los subsiguientes crímenes derivados de ella.
El derecho internacional es sin duda un gran avance de la humanidad que aun siendo incapaz de acabar con las guerras ha tratado de establecer normas que limiten su barbarie, pero su aplicación aún está muy lejos de ser “justa”, es decir, igual para todos. La impunidad sigue siendo el privilegio de los poderosos y de sus aliados. No hay que renunciar al derecho internacional pero tampoco hay que engañarse respecto a su alcance. No se restablecerá la paz en Ucrania remitiéndose simplemente a un futuro juicio ante un futuro e hipotético Tribunal Internacional sino combinando firmeza, prudencia y mucha cordura en una mesa de negociación. O ¿estamos dispuestos a ir a una tercera contienda europea con armas nucleares de por medio? Porque ese es el desenlace al que estamos abocados si nadie para esta carrera bélica.
Por cierto, en estos días, mientras la atención mundial está centrada en Ucrania, el ejército de Israel, país que ocupa militarmente el territorio de otro pueblo, ha llevado a cabo varias invasiones del vecino Líbano y viola sistemáticamente las resoluciones de la ONU y los términos de la Convención de Ginebra, ha matado a más de una veintena de palestinos en Jerusalén. Con total impunidad.
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