Opinión
¿Qué es descolonizar un museo?
Por Alfredo González-Ruibal
-Actualizado a
Se habla mucho de descolonizar museos últimamente y por lo general en tono alarmista. De creer a la prensa conservadora, uno pensaría que la cosa consiste en vaciar las instituciones para entregar los objetos al primero que las reclame. El debate es complejo y hasta ahora lo que nos han ofrecido es una caricatura.
Habría que empezar recordando que España fue potencia colonial desde finales del siglo XV. La Monarquía Hispánica conquistó territorios extrapeninsulares, creó asentamientos con población procedente de España, explotó las riquezas de los territorios conquistados y los administró. A eso en historia se le llama colonialismo.
Conviene recordar también que España poseyó colonias durante el siglo XIX y buena parte del XX, es decir, en la Era del Imperialismo, que es cuando se crean o desarrollan en Occidente los grandes museos nacionales. La función de estos museos no era solo coleccionar objetos, producir conocimiento y divulgarlo. También lo era legitimar, de forma más o menos explícita, los nuevos estados-nación, la clase dominante de la época (la burguesía), y los imperios. La creación de los museos fue en paralelo al expolio de los pueblos colonizados, el desarrollo de una ciencia racista y el etnocidio. En España también.
Descolonizar es, en primer lugar, aceptar la historia del museo como institución colonial y como parte de otras prácticas coloniales. Eso nos obliga a darla a conocer y por lo tanto a cambiar el discurso museístico. En estos momentos, sin embargo, la tarea no significa tanto eliminar lo que pueda quedar de racista o colonial en las exposiciones, que es una tarea que el personal de museos lleva años haciendo, sino en ampliar el relato.
Significa, por ejemplo, que en el Museo Nacional de Antropología no nos informen solo del contexto cultural de los objetos exhibidos, sino del contexto político que explica que estén allí para empezar–y no en Filipinas o el Sáhara Occidental. O que en el Museo de América nos cuenten que su fundación, en 1941, obedece a una razón muy específica: las ínfulas neoimperiales del franquismo. Una época, por cierto, en que los científicos franquistas trataban de demostrar la inferioridad de los negros en la colonia de Guinea Ecuatorial.
Descolonizar es, en segundo lugar, investigar cómo se formaron las colecciones. ¿Con anuencia de sus propietarios, de la comunidad en la que se encontraban, de las autoridades? ¿Fueron obtenidas bajo coacción o violencia? ¿O quizá compradas de buena fe o donadas? No son preguntas retóricas; son preguntas que requieren investigación para hallar respuesta.
Descolonizar es, sobre todo, aprender a respetar otras sensibilidades: las de las personas y culturas que crearon y usaron los objetos que se encuentran en nuestros museos. Es posible que para ellos los restos humanos, las reliquias o los objetos religiosos sean más que patrimonio cultural. No debería ser difícil de entender en nuestro país: que les digan a los fieles de la Macarena que la talla de la Virgen no es más que una pieza de museo. Puede que lo sea. Pero es mucho más que eso. En la actualidad, los museos colaboran con comunidades indígenas o religiosas para saber cuál es la mejor manera de exponer un objeto religioso –o de no exponerlo, porque hay elementos que no están pensados para la contemplación pública.
Descolonizar es, también, repatriar: el asunto más espinoso y en el que se ha centrado casi todo el debate, pese a que las reclamaciones sobre los fondos en España son mínimas. Quienes se oponen a la devolución aducen varios motivos: uno es que, si se devuelve un objeto, al final habrá que devolverlos todos. Pero de la misma manera que no hay filas de hombres esperando a cambiarse de género porque ahora la ley lo permita, tampoco las habrá a las puertas de los museos para reclamar cerámicas, alfombras o estatuillas. Y el abuso esporádico de reclamaciones legítimas no quita legitimidad a la naturaleza de esas reclamaciones.
Otro argumento de quienes se oponen a la repatriación es el universalista: el patrimonio no pertenece a nadie en exclusiva. Pero para no pertenecer a nadie, tiene una extraña tendencia a acabar en museos del Norte. El día que existan museos universales en Bangladesh o Chad podremos hablar de patrimonio universal. Mientras tanto, los museos con objetos de todo el mundo simplemente reflejan qué países tienen –o han tenido— poder y dinero.
Y hay otra trampa con el argumento universalista. Es cierto que existen bienes que no están vinculados a un sitio ni a una comunidad: por ejemplo, buena parte del arte de Occidente a partir del siglo XV. Desde su creación, muchas pinturas y esculturas formaban parte del mercado y sus viajes se daban por hecho. Pero no sucede lo mismo con un templo, la estatua de una divinidad o reliquias ancestrales. Por volver al ejemplo de la Macarena: seguro que sus fieles no les parecería bien que la talla estuviera en Londres o San Petersburgo.
Muchos de los objetos que se repatrían son, de hecho, más que objetos: se trata sobre todo de elementos de carácter sagrado y restos humanos. Alemania, por ejemplo, ha devuelto cráneos de hereros asesinados en Namibia a inicios del siglo XX y Francia de luchadores anticoloniales argelinos ejecutados en el siglo XIX.
Pero también se repatrían o intentan repatriar elementos centrales para la identidad cultural de un país: los bronces de Benín o los mármoles del Partenón, por ejemplo. Y aquí entramos en la polémica del tesoro de los Quimbayas. Expuesto en el Museo de América, es uno de los poquísimos bienes reclamados a España, pese a que haya centrado toda la discusión. No es producto de un robo colonial ni fue obtenido bajo coacción. Su presencia en España es formalmente legal –aunque no exenta de controversia jurídica y desde la perspectiva actual, poco lícita.
Pero sucede que los debates sobre repatriación no son exclusivamente legales. También son morales. Podríamos preguntarnos dónde se valoraría más el tesoro y donde cumpliría mejor su función social como patrimonio. La mayor parte de españoles desconocían por completo la existencia del tesoro de los Quimbayas hasta que saltó la polémica. En el Museo de América lleva décadas pasando desapercibido. Imaginemos que la Dama de Elche se encontrase en Colombia en un museo con escasos visitantes, fuera de los itinerarios turísticos y culturales. Pensaríamos que los colombianos no saben apreciar nuestro patrimonio. Que está desaprovechado. Y no nos faltaría razón.
Descolonizar no es despojar a los museos de sus fondos. Tampoco convertirlos en un lugar donde expiar nuestras culpas. No se trata de hacer de cada institución un relato sobre el colonialismo ni de cada cartela un manifiesto. Se trata de lograr que los museos sean lugares más justos y respetuosos, pero también más vivos e interesantes. Lugares donde se cuenten más y mejores historias, aunque a veces no nos gusten. Porque los museos también están ahí para hacernos reflexionar: sobre el pasado, el presente y las conexiones entre ambos.
En el fondo, el debate tal y como ha transcurrido en las últimas semanas no tiene tanto que ver con los museos en sí como con la descolonización en general. Lo que está en juego es el relato que queremos presentar sobre nuestra historia y nuestra relación con otros pueblos, que es una parte importante de nuestra identidad colectiva. En un tiempo en que la xenofobia, el nacionalismo excluyente y el imperialismo se vuelven a considerar legítimos, descolonizar los museos supone un ataque frontal a esas ideas. Pero por eso, también, resulta una tarea imprescindible.
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