Opinión
El sesgo de género en la salud mata, y remata
Periodista
-Actualizado a
El Servicio Extremeño de Salud (SES) ha sido condenado a indemnizar con 100.000 euros a los cuatro hijos de una mujer de 66 años que murió en el año 2021 a causa del retraso en su diagnóstico de cáncer de pulmón porque la doctora que la atendió se basó en un “corta pega” de un TAC anterior. La paciente, con un largo y complicado historial médico y múltiples antecedentes familiares de cáncer, fue ingresada en el servicio de neumología en octubre de 2021, después de acudir a urgencias con un cuadro clínico sugestivo de la enfermedad, pero fue dada de alta pocos días después porque a su doctora le pareció muy sensato utilizar el informe de otro TAC, realizado casi medio año antes, en lugar de esperar al resultado del que le acababan de hacer.
Esta negligencia supuso un gravísimo error de diagnóstico ya que la paciente se estuvo tratando únicamente de la agudización de su EPOC y no del cáncer, que era lo que realmente tenía y, cuando volvió a ingresar en enero de 2022, el nuevo TAC ya revelaba “una tumoración parabiliar con metástasis en el cerebro y otros órganos” sin expectativa de supervivencia. La mujer acabó muriendo el 27 de febrero de 2022 y sus hijos presentaron una demanda de responsabilidad patrimonial contra el Servicio Extremeño de Salud (SES), acusándolos de negligencia médica en la atención sanitaria hacia su madre. La Justicia les acaba de dar la razón, pero no hay dinero que compense la pérdida de una vida humana evitable.
Podría parecer una fatídica casualidad, pero la historia de la medicina está llena de equivocaciones evitables, mala praxis y retrasos diagnósticos que se multiplican cuando la paciente es mujer, ya que nuestro sexo es el principal factor de riesgo para ser mal diagnosticadas o para sufrir las consecuencias de una negligencia médica.
En junio de este mismo año, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid condenó al Servicio Madrileño de Salud a indemnizar con 300.000 euros a una mujer por una negligencia médica, debido a un retraso en el diagnóstico y en el tratamiento cuando presentaba una obstrucción intestinal que derivó en un shock séptico.
Esta paciente, acudió hasta en tres ocasiones a las urgencias del Hospital Rey Juan Carlos de Móstoles, entre marzo y abril de 2019, sin que se pusiesen a su disposición la aplicación de los medios diagnósticos oportunos y sufriendo un retraso de seis días en la aplicación del tratamiento. Este retraso, derivó en la infección generalizada que casi la mata y que le ocasionó graves secuelas físicas y neurológicas y una minusvalía del 68 por ciento.
Los sesgos de género en medicina (además de los de raza y clase) son tan evidentes que afectan no solo al diagnóstico y al tratamiento diferencial, sino también a la investigación de las diferentes patologías que nos atañen. Las mujeres en edad reproductiva han sido históricamente excluidas de los ensayos y los estudios clínicos y, por eso, es tan frecuente que muchas enfermedades que nos afectan principalmente a nosotras no gocen de gran recorrido investigador y sean manejadas desde hace décadas con los mismos tratamientos que tantas veces resultan inefectivos o que están cargados de efectos secundarios.
Ni siquiera los análisis clínicos contemplan el diagnóstico diferencial, por lo que es habitual que una analítica con supuestos valores normales enmascare una enfermedad femenina, tal como explica la doctora Carme Valls Llobet, que insiste en que se deberían tener más en cuenta las alteraciones de la hormona tiroidea o la falta de hierro, situaciones que afectan principalmente a las mujeres. La histeria ha desaparecido oficialmente del manual de criterios diagnósticos pero está muy lejos de evaporarse de la conciencia médica: las mujeres tenemos un 50% más de probabilidades recibir una prescripción de un psicofármaco en cuanto entramos por la puerta de la consulta de familia, sobre todo, si referimos cansancio, dolor o ansiedad, síntomas habitualmente relacionados con el funcionamiento de nuestro sistema inmune, más activo y susceptible a la autoinmunidad que el de los varones, lo que nos hace candidatas a padecer una larga lista de enfermedades crónicas comúnmente ignoradas.
“Es el desconcierto lo que nos impide exigir una explicación precisa de cuál es el problema y cómo va a tratarlo exactamente. Es el desconcierto lo que nos convierte en objetos pasivos que se someten a su control y supuesto conocimiento” rezaba el manifiesto The Women and Their Bodies (Las Mujeres y Sus Cuerpos) el manual escrito por un grupo de mujeres de Boston en 1970, tras haberse conocido un año antes en el taller organizado por la activista por la salud Nancy Harley. Estas mujeres decidieron hacer algo revolucionario al unirse para relatar sus experiencias personales con los médicos y así comprender juntas el control que la medicina estaba ejerciendo sobre sus cuerpos y sus mentes. Muchas de ellas compartían un síntoma común, el dolor crónico, que rápidamente era etiquetado como “psicogénico” o “sin explicación médica” tal como relata Elinor Cleghorn en el libro Enfermas, una historia sobre las mujeres, la medicina y sus mitos en un mundo de hombres. A raíz de las denuncias de estas activistas se empezaron a investigar cuestiones como la diferencia en el tiempo de espera para ser derivadas al especialista, que en los años 80 del siglo pasado se situaba en tres años más que los hombres en Estados Unidos, y que en 2020 seguía un patrón similar en nuestro país. Los varones pasan de media unos 3,2 años para la obtención de un diagnóstico efectivo sobre su enfermedad crónica, mientras que en el caso de las mujeres esta media se eleva hasta los seis años, según los datos del estudio Mujer, discapacidad y enfermedad crónica elaborado por la Plataforma de Organizaciones de Pacientes.
En 1990, el Colegio Americano de Reumatología estableció los criterios clínicos para diagnosticar una desconcertante enfermedad que había aumentado de manera alarmante en todo el mundo occidental entre mujeres de 20 y 40 años y que provocaba sensibilidad, muscular, dolor y fatiga. Se trataba de la fibromialgia y yo fui una de las diagnosticadas con solo 21 años, después de un peregrinaje médico que empezó a los 17 a raíz de mis múltiples esguinces de tobillo que derivaron en una osteocondritis de astrágalo (una lesión avanzada en el cartílago de la superficie articular) y, posteriormente, en un dolor crónico en todas mis articulaciones superiores. Me derivaron a un reumatólogo tras más de dos años visitando a un reputado traumatólogo, que acabó diciéndole a mi madre que me tenían malcriada mientras me proponía una cirugía brutal con muy pocas garantías y me recetaba una cura de descanso muy al estilo de la época victoriana. El único deporte que me permitía practicar era la natación y el pilates “suave”. Por mis propios medios, di con otro traumatólogo y un fisioterapeuta que me explicaron de una manera sencilla lo que me ocurría, y es que la lesión en el tobillo había alterado completamente mi pisada haciendo que las rodillas, la cadera y hasta las cervicales, se viesen también afectadas por la lesión en la base de mi cuerpo. Mis dolores articulares eran muy reales y tenían una explicación biológica y mecánica clara, y nada tenía que ver mi ansiedad en que yo no aguantase el dolor cuanto más tiempo pasaba en reposo. El tratamiento recomendado era practicar todo el deporte que quisiese, el único remedio que hasta la fecha me ha permitido llevar una vida normal. Hoy ya se sabe que la alteración en la pisada está íntimamente relacionada con la fibromialgia, tal y como demuestra un estudio realizado por podólogos de la Universidad de Extremadura (UEX) que revela que la asociación entre fibromialgia y pies se da en el 100% de las mujeres encuestadas, que presentan desgaste del pie y patologías podológicas.
El problema de no validar nuestros síntomas es que una puede acabar creyéndose que eso que siente no es real, y corre el riesgo de acabar sentada frente a un psiquiatra poco profesional que le recete dejar la carrera y volver a casa de sus padres, tal y como me ocurrió a mí. No sabemos hasta qué punto muchas de nuestras enfermedades mentales como la ansiedad o la depresión son también la consecuencia -y no la causa- de este sesgo de género en la medicina, arraigado a lo largo de los siglos y de los continentes, con un sistema sanitario que desconfía permanentemente del relato de las mujeres de todas las edades (se sabe que el sesgo empieza a aplicarse a partir de los 13 años) y que sigue anclado en el modelo masculino de salud y enfermedad.
No solo nos matan las negligencias, nos matan también cuando ignoran nuestra biología y nuestra fisiología, cuando nos cuestionan o cuando no somos tratadas con dignidad o respeto. Y nos rematan, cuando los facultativos se muestran agotadoramente escépticos y paternalistas al escucharnos relatar una letanía de síntomas que muchas veces arrastramos en silencio desde hace años. El sesgo en la Medicina y en la ciencia es tan político como lo es el sesgo en la Justicia, en la Cultura y en la Educación y, con todo sus avances, silencios o menosprecios, la Medicina ha dejado un largo legado de víctimas que hoy rompen sus silencios exigiendo un cambio en los roles médico-paciente que vaya mucho más allá de los resultados del laboratorio o de la pantalla. Cuando estamos enfermas las mujeres queremos que nos vean y que nos escuchen y, sobre todo, queremos que nos crean.
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