Opinión
El horror de los padres maltratadores
Periodista y escritora
La hija de A. tiene 7 años. Desde que nació ha visto cómo su padre grita a su madre, la llama imbécil e inútil, la escupe y le grita que es una “puta gorda” que no sirve para nada. Un día, cuando todavía tenía 5, vio cómo su padre agarraba del cuello a su madre contra la pared de la cocina. Su madre gritaba y gritaba, movía la cabeza a derecha e izquierda y daba manotazos; después ya solo emitía sonidos pequeñitos y, al final, nada. Cuando se desplomó, su padre salió de casa dando un portazo sin siquiera mirarlas, a ninguna de las dos.
Las mujeres que han sufrido violencia machista de cualquier tipo y quieren separarse se encuentran con un escollo, inmenso escollo, que las frena. Aplazan la decisión por miedo a que sus ex maridos/parejas se venguen de ellas a través de sus criaturas. Corrijo: Aplazan la decisión —que quizás no tomen nunca— porque saben que sus ex maridos/parejas maltratarán a sus criaturas. Un hombre que agrede física, psicológica o sexualmente a su mujer está ejerciendo violencia contra sus hijos e hijas. Eso lo sabe cualquiera con dos dedos de frente, pero además así lo indica la Ley contra la Violencia de Género, afirmando que toda violencia contra la madre es violencia contra los hijos e hijas.
M. tiene un hijo de 10 años y una hija que acaba de cumplir los 8. Lleva ya meses en terapia por depresión y ansiedad. Es precisamente la terapia lo que le ha dado fuerzas para plantar cara a su marido, a esa forma de obligarla a mantener relaciones sexuales le apeteciera o no, a las noches en vela por los gritos. El hijo y la hija de M. están acostumbrados a que su padre pase las noches gritándole a su madre, acusándola de follar con tal o cual hombre, de ser “una zorra”, exigiéndole nombres y explicaciones. También están acostumbrados a oírla llorar durante horas.
Aunque la terapia -sesiones que su marido odia- la haya ayudado a enfrentarse a él, a no ceder en el dormitorio, M. ni se plantea la posibilidad de separarse. A. tampoco. Las razones de ambas son las mismas: Temen dejar solas a las criaturas con los hombres que les gritan, las insultan, las fuerzan a hacer lo que no desean, las maltratan. Las conozco a ambas. No son amigas, sino mujeres con las que he mantenido un par de conversaciones acerca de la violencia que sufren. En ambos casos cometí el error de preguntarles: “Si lo tienes tan claro, ¿por qué sigues con tu maltratador?”.
Una piensa que puede salir de una relación de violencia en cuanto consigue ponerle nombre. Una piensa que si las mujeres no se apartan de sus maltratadores es porque tienen una u otra dependencia de ellos. Una piensa muchas cosas hasta que el patrón, el aterrador patrón de la violencia vicaria, se empieza a repetir y te abofetea la osadía, la boba osadía de creer que todo es tan simple como decidir que quieres dejar de convivir con quien te maltrata, quien te insulta, quien te golpea, quien te viola.
La simple idea de acudir a un juzgado y que la Ley les obligue a dejar a las criaturas con sus padres les provoca un pánico mayor que cualquier paliza, cualquier agresión sexual, que todos los gritos de todas las noches juntos. Y tienen razón. Ningún hombre capaz de agredir a la madre debería tener acceso a los hijos, porque ha estado agrediéndolos durante todo el tiempo que ha durado la violencia contra su mujer. A sus pequeños, igual que a ella. Sí, a ellos y ellas también. ¿Por qué permitimos, pues, que los pueda tener en casa días, incluso semanas enteras? ¿Qué nos impide tomar la misma decisión con los hijos y las hijas que tomamos con las mujeres? Deberíamos plantearnos muy seriamente como sociedad dar respuesta a estas preguntas. En el “por qué” está, quizás, la solución.
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