Opinión
Un Afortunado Error (II/3): «¡Al demonio con estos malditos torpedos!»
Por Yuri
Actualizado a
LA PIZARRA DE YURI.- …y llegó la primera gran prueba de fuego para los submarinos nazis, que lucharon con arrojo digno de muchísima mejor causa. Sus torpedos, en cambio, estuvieron a la altura de su causa: un asco. Pero ya empezaban a sospechar por qué.
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Un afortunado error, temporada II:
3. «¡Al demonio con estos malditos torpedos!»
En el episodio anterior nos quedamos con el festival de puertas giratorias, rivalidades extremas, duplicidades organizativas, difuminado de responsabilidades y finalmente cabezas de turco que plagaron al programa de torpedos nazi desde la Guerra Civil Española por lo menos.
Pero también vimos que, conforme hacían el ridículo al extremo de no lograr hundir algunos mercantes totalmente indefensos, y empezaron a perder submarinos por culpa de esos fallos, las espadas de Damocles comenzaron a flotar por los techos. Por orden del Gran Almirante Raeder, el mismísimo padre de los torpedos alemanes E.G. Cornelius fue a ponerse al servicio del ahora contralmirante Dönitz, jefe del arma submarina, con un nuevo título de dictador de los torpedos y una nueva organización para poner a los mejores expertos de Alemania a resolver el problema.
Por su parte, el Inspectorado de Torpedos había modificado las espoletas defectuosas Pi 1; modificación a la que llamaron Pi 1 (a+b). A costa de hacerlas esencialmente inútiles para atacar blancos pequeños, podrían atacar a los grandes por detonación magnética, partiéndoles la quilla desde un metro por debajo, etcétera.
Ya te puedes imaginar el resultado de tantas prisas.
El 19 de noviembre de 1939, menos de tres meses después de que empezara la guerra y apenas a los dos días de que el dictador de los torpedos se reuniera con Dönitz para prometerle la luna y soluciones… se recibió otro mensaje desde el mar.
Esta vez era del submarino U-49, al mando de Kurt von Gossler. Sobre el amanecer había divisado al carguero Rothesay Castle de 7.000 toneladas escoltado por los destructores HMS Wanderer y HMS Echo. Sin duda, para que un solo mercante llevara dos destructores de escolta, debía cargar cosas importantes. Así que, pese a sus dudas, Von Gossler decidió atacarles con un total de cuatro torpedos —un G7a a vapor y tres G7e eléctricos— provistos con esa nueva espoleta Pi (a+b).
Ni uno solo de ellos hizo lo que debía.
El primero estalló prematuramente a apenas 200 metros del submarino.
Los dos siguientes se desviaron a 600 metros del blanco.
Y del último, simplemente, no se supo nada más después de que abandonara el tubo lanzatorpedos.
A cambio, el U-49 de Von Gossler recibió un brutal martilleo de cargas de profundidad lanzadas desde los destructores del que sólo pudo escabullirse por pura suerte. Al final arregló el día unas horas después, hundiendo al mercante Pensilva… gracias a que sólo uno de los tres torpedos disparados, finalmente, decidió funcionar.
Pero eso no evitó que la moral de la tripulación, como la de toda el arma submarina alemana, anduviera ya por el fondo del océano. Pese a su valentía, esfuerzo y audacia, pese a su extremo cuidado con el mantenimiento y los cálculos, pese a su obediencia estricta de las órdenes, los resultados dependían por completo del azar y podían costarles fácilmente la vida. Hay pocas cosas que desmoralicen más al personal que estar bordeando la indefensión aprendida, como dicen los psicólogos. Von Gossler no dejó de mencionar todo esto en su cuaderno de bitácora, añadiendo: “¿qué pensarán los ingleses de todas esas explosiones?”
Bueno, pues de todas esas explosiones y anécdotas y de los fragmentos de algún torpedo fallido que habían recuperado, los ingleses ya estaban deduciendo que Alemania tenía un problema grave con sus nuevos torpedos de alta tecnología para aquel tiempo. Justo lo mismo que ya sabía Dönitz mientras se daba a todos los diablos ante quien quisiera escucharle o incluso a solas. ¡¿Pero qué malditos problemas eran exactamente esos?!
Verás: como ya te dije antes en este podcast, los torpedos en sí eran buenos. Se trataba de evoluciones sobre los usados con éxito notorio durante la I Guerra Mundial, cuando sus primitivos sumergibles lograron hundir casi 5.000 barcos y trece millones de toneladas a cambio de 178 trastos y 5.000 hombres. O sea, un muerto propio por cada navío enemigo hundido, incluyendo 146 buques de guerra. Sólo hacia el final del conflicto, cuando ya apenas les quedaban medios, la abrumadora superioridad aliada empezó a infligirles pérdidas severas.
Tanto el torpedo G7a propulsado a vapor como el eléctrico G7e de la Segunda Guerra Mundial descendían directamente del G7 original utilizado en la Primera con estos excelentes resultados. Hasta sus dimensiones eran similares, incluso adoptando el actual estándar de 533 mm de diámetro.
También utilizaban el mismo explosivo base: hexanita con TNT (de 260 a 280 kg en vez de 195, gracias al espacio y peso ganado con las mejoras tecnológicas). El método de propulsión por turbina a vapor del G7a no era sino una mejora sobre el wet-heater del viejo G7, que hasta usaba idéntico combustible: decalina. Esta mejora servía para que entregara hasta 350 caballos en vez de 120, lo que incrementaba su aceleración, reducía las inestabilidades producidas durante la misma y aumentaba la velocidad máxima en 9 nudos, hasta los 44.
Y a finales de la guerra anterior se llegó a inventar, aunque no a usar, una variante a propulsión eléctrica que luego conduciría al G7e.
Vistos desde fuera la única diferencia clara estaba en la cola, ahora de tipo Whitehead con dos hélices contrarrotativas.
Por dentro tampoco eran tan distintos; sólo mucho más sofisticados. Por ejemplo, la espoleta. La espoleta del G7 viejo funcionaba únicamente por contacto con un mecanismo muy simple pero muy efectivo: un sencillo percutor a presión con cuatro “bigotes de gato.” Si el torpedo alcanzaba su blanco en un ángulo más o menos recto, el percutor sencillamente activaba al fulminante, y éste al explosivo, igual que en una pistola. Si le daba más angulado, esos “bigotes de gato” (unas palitas metálicas extendidas hacia los lados) oprimían el percutor mediante un sencillo mecanismo para obtener el mismo efecto. Así de simple y efectivo.
Sin embargo, al añadirle el revolucionario modo por detonación magnética (MZ), el diseño de la espoleta se complicó hasta un extremo absurdo.
Verás, el principio teórico es relativamente fácil: la Tierra tiene un campo magnético bastante predecible que se altera localmente cuando hay masas de material ferromagnético, como el acero de un barco. En su concepto original, obra del profesor Adolf Bestelmeyer en 1915, el voltaje inducido cuando la interacción entre el campo geomagnético y un buque de acero interfiere con el campo magnético de una bobina bastaría para cerrar un relé que dispararía la explosión. Si entiendes algo de electromagnetismo, no puede ser más simple. Esto permitía ignorar todos los blindajes que el blanco pudiese tener al estallar debajo y partirle la quilla, como ya hemos dicho muchas veces.
Pero su implementación práctica con la tecnología de los años '30 resultó una pesadilla.
En principio esta espoleta magnética iba a ir dentro del torpedo, como un componente adicional independiente. Pero, para su desgracia, un torpedo se comporta casi como una caja o jaula de Faraday: causa una fuerte atenuación electromagnética a todo lo que hay en su interior. Era como intentar escuchar el débil tic-tac de un reloj mecánico con tapones en los oídos: no se inducía ni de lejos el voltaje necesario para cerrar el relé.
Así pues, no quedaba otra que sacar la bobina fuera del torpedo. ¿Adónde? Puesss... al lugar más natural y que primero va a encontrarse con la variación del campo magnético: la espoleta.
Resultó que ni por esas; no bastaba.
Así que tocó colocar la bobina en un mecanismo rotativo para aumentar el efecto. Con eso, durante unas pruebas realizadas en 1917, Bestelmeyer logró hacer explotar torpedos. Pero la guerra ya se acababa, Alemania estaba perdida y con eso se quedaron hasta que empezaron a rearmarse otra vez.
Cuando empezó la nueva guerra, el mecanismo se había complicado horrorosamente, con una doble bobina, una hélice rápida montada en la punta de la espoleta, una corriente de alto voltaje en las bobinas sólo separada del agua conductora del mar por una delgada capucha y un cableado de extraña distribución.
La simple y efectiva espoleta del viejo G7 era ahora un delicado mecanismo electromecánico "de relojería" que en condiciones de combate reales no es que tuviera personalidad; es que hacía auténticos berrinches a la mínima, desde cortocircuitos hasta alterar el funcionamiento del percutor por impacto. Es más: si no reventaba los submarinos era sólo gracias a la carrera de seguridad de 200 metros antes de que se armara el sistema.
Más retorcido aún era el problema con el control de profundidad: si la espoleta había cambiado radicalmente entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, este sistema continuaba siendo muy parecido y no mucho más complicado. En el antiguo G7 no era más que un péndulo conectado a los timones de profundidad por un lado y por el otro a un resorte y una válvula hidrostática referida a una camarita a presión ambiente, o sea en torno a una atmósfera (dentro de un submarino, la presión del agua exterior no afecta.)
Así, cuando el tripulante responsable ajustaba la profundidad a la que había de ir el torpedo, lo que estaba haciendo era básicamente ajustar ese resorte. Al lanzar el torpedo, éste "sabía" lo hondo que iba por comparación entre la presión del agua y la presión de una atmósfera dentro de la camarita. A partir de ahí, el péndulo sólo hacía pequeñas correcciones si el torpedo se inclinaba hacia abajo o hacia arriba. Su variante de la Segunda Guerra Mundial no variaba gran cosa.
Y si este sistema había funcionado bien en la Primera, ¿qué demonios pasaba ahora?
Pues pasaba que los sumergibles viejos pasaban muy poco tiempo sumergidos y además el aire interior se mantenía siempre en torno a una atmósfera porque sus sistemas de presurización y ventilación tenían muy poca potencia. En los actuales se mantiene también a una atmósfera, aunque ahora porque son casi perfectos.
Pero en esta Edad Media submarinística que fue la II Guerra Mundial, la presión interior podía alejarse bastante de esa una-atmósfera ideal. Muy bastante: toda clase de alteraciones tendían sobre todo a subirla. Múltiples sistemas se basaban en el aire comprimido y esos antiguos sistemas de aire comprimido tenían pérdidas y válvulas aliviadoras por todas partes para que no reventaran, y además los compartimentos no eran totalmente estancos entre sí.
¿Que había que ajustar un poco los tanques de balasto para estabilizar el submarino? Chute de aire comprimido. ¿Que llevaban mucho tiempo sumergidos y había que aumentar el nivel de oxígeno ambiental? Chute de aire comprimido. ¿Disparar un torpedo? Chute de aire comprimido. ¿Soplar los tanques para emerger de urgencia? Pedazo de chute de aire comprimido. ¿Te atacaban con cargas de profundidad? Aunque no te dieran, la presión interior aumentaba considerablemente con cada detonación cercana que comprimía el casco, como documentó Von Gossler.
Como consecuencia, la presión ambiental del submarino tendía a estar por encima de una atmósfera y a veces notablemente por encima, sobre todo tras llevar buen rato sumergido. Eso hacía que los torpedos "creyeran" estar a menor profundidad de la que estaban realmente cuando los lanzaban. Por tanto, se iban varios metros hacia abajo. Si los habían ajustado para ir a poca profundidad y detonar por impacto, pasaban por debajo del blanco sin darle. Si debían ir a mayor profundidad y detonar por influencia magnética, pasaban tan por debajo del blanco que la espoleta no se excitaba. Qué bien, ¿no?
Aún había otro problema más en estos torpedos que, no lo olvidemos, eran los mejores del mundo en su tiempo (los estadounidenses tuvieron problemas similares y peores en fecha tan tardía como 1943; aquí estamos aún en 1939): El sofisticadísimo control giroscópico de rumbo que lograba una precisión extraordinaria en la trayectoria cuando funcionaba bien era más delicado que una flor, lo cual no es exactamente deseable en material militar. Cualquier golpe e incluso vibraciones fuertes durante el transporte hasta el puerto, la carga en el submarino o su viaje a bordo podía descalibrarlo.
Y descalibrado se quedaba, porque la tripulación no tenía ni los conocimientos ni los medios para comprobar un mecanismo tan complejo. Aún hoy en día sería difícil sin conocerlo a fondo y las herramientas adecuadas. A veces la descalibración era tan severa que dislocaba el sistema de guiado en su conjunto: ni rumbo ni profundidad ni nada; y entonces podían ocurrir toda clase de efectos amenos como esos otros que se creían delfines y se iban brincando sobre las olas en busca de la luna o el sol.
Y llegó el desastre. A finales de 1939 y principios de 1940, nada de todo esto se sabía aún. Los mejores expertos de Alemania se devanaban los sesos intentando descubrir qué le pasaba a sus übertorpedos de raza superior. Las tripulaciones se jugaban la vida haciendo gala de un arrojo y un valor dignos de mejor causa —literalmente— para combatir como podían con ese material defectuoso. Y pese a que entre un tercio y la mitad de sus torpedos fallaban sistemáticamente, no pocas veces exponiéndolos a destructivos contraataques, no se les dio nada mal.
Con todos estos problemas, cambios y órdenes contradictorias, noviembre de 1939 fue un poco flojo: apenas 29 barcos hundidos más un minazo bueno depositado por el U-21 que causó daños gravísimos al crucero HMS Belfast;. Y únicamente perdieron a uno de los suyos, el U-35, aunque toda la tripulación se salvó gracias a la caballerosidad de Lord Louis Mountbatten.
Diciembre fue algo mejor: 43 barcos hundidos a cambio otra vez de un único submarino, el U-36, aunque esta vez pereció toda la tripulación. Pero los problemas seguían. El día 11 de diciembre, ni más ni menos que Günther Prien, el genio de la increíble operación dentro de la base británica de Scapa Flow, escribió esto en su cuaderno de bitácora:
“A medianoche, luces a la vista... parece un pesquero... de pronto un mercante vira [y se nos pone] de costado... atacamos... tubo 5, ¡FUEGO! Posición 90, curso 11, distancia 700 metros, a estribor, profundidad 6 metros, ¡FALLO!... El vapor ha reducido velocidad y ha apagado sus luces otra vez. Parecen ser dos vapores, perpendiculares al viento. Vamos de nuevo, tubo 2, ¡FUEGO! Posición 100, a estribor, distancia 500 metros, derrota del torpedo 308°, profundidad 5 metros, ¡FALLO! Nueva aproximación por babor. Tubo 4, ¡FUEGO! Posición 100, a babor, distancia 400 metros, velocidad 5 nudos, derrota del torpedo 60°, derrota del enemigo ahora 0°, profundidad 4 metros, ¡FALLO! ¡Al demonio con estos torpedos!
Por la tarde nos atacan de nuevo con cargas de profundidad. A las 14:00 [avistamos] un [barco] neutral en nuestra derrota. En el horizonte, un destructor. ¿Es esto una trampa antisubmarina? ¡Luces a la vista! Vapor sin marcas. Atacamos. Tubo 5, ¡FUEGO! Profundidad 6 metros, posición 70, a la derecha, distancia 500 metros, velocidad 10 nudos, derrota del torpedo 121°, ¡FALLO! Nuevo ataque, tubo 3, ¡FUEGO! Posición 80, velocidad 10 nudos, distancia 300 metros, profundidad 4 metros, derrota del torpedo 112°, ¡FALLO! ¡Y dicen que no nos enfademos! ¡En el futuro podría arreglármelas sin estos malditos [torpedos]!”
…
No sé tú, pero yo capto su desesperación.
Ya no te digo si tenemos en cuenta que durante los siguientes días únicamente logró acumular torpedo fallido tras torpedo fallido.
Conversando sobre ello con su primer oficial llegaron a la siguiente especulación:
“[...] sospechamos que el [torpedo G7e] está corriendo demasiado despacio y como resultado se hunde en exceso [...] Una segunda posibilidad es que el [G7e] en rumbo Este - Oeste influencia su espoleta con tanta intensidad debido a su propio campo magnético que la detonación no tiene lugar porque el campo magnético del torpedo sobrepasa al campo magnético del objetivo.”
Aunque sus conclusiones no fueran correctas, ya puede verse que comienzan a sospechar de la profundidad de los torpedos y de las interacciones geomagnéticas.
Enero de 1940 tampoco se les dio mal dadas las circunstancias: 56 barcos a pique; ellos perdieron dos de los suyos, pero uno fue por accidente y en el otro sólo hubo un muerto.
Febrero, en cambio, se les torció. La caza fue parecida, 51 blancos con 185.000 toneladas, pero los alemanes perdieron cinco submarinos, tres de ellos con toda la tripulación.
Sin embargo, pese a todo ello, estaban mandando al fondo más barcos de los que el enemigo podía reponer, particularmente teniendo en cuenta que EEUU aún permanecía neutral. No es fácil ni barato botar 40 o 50 barcos al mes. Si mantenían el ritmo, en algún momento los aliados se quedarían sin mercantes. Además, Dönitz apretaba las tuercas a todo el mundo para poner cada vez más y más submarinos en el mar. Quedaban motivos para la esperanza. Con torpedos defectuosos y todo, aún podían ganar.
En marzo de 1940, la actividad decayó significativamente: tan solo 26 barcos hundidos. Perdieron tres submarinos con toda su tripulación, pero uno de ellos en un ataque aéreo contra el muelle donde se encontraba y otro desaparecido al poco de abandonar el puerto.
La razón de este descenso fue que les ordenaron regresar y aprestarse para una gran operación combinada a principios de abril. El Führer se había percatado de que los nórdicos, flor y nata de su raza aria, no eran tan de fiar como ensoñó ni parecían muy interesados en formar parte de ningún club de superhombres. En especial Dinamarca y Noruega, la fachada atlántica septentrional de Europa, habían comenzado a votar socialdemocracia a raudales.
Y, a diferencia del ambiguo socialdemócrata sueco Hansson, que ponía una vela a Dios y otra al diablo, estos eran socialdemócratas pata negra que no querían saber nada ni de fascistas ni comunistas y muchísimo menos de nazis. En vez de eso, construían sus legendarios estados del bienestar y, aunque neutrales, se inclinaban a todas luces por el bando aliado con el apoyo directo de más del 40% del electorado, o más del 60% con acuerdos de gobierno. En estas frías tierras de gentes rubias, con ojos color cielo y piel blanca como sus nieves, el sueño húmedo del nordicismo… los partidos nazifascistas no olían un escaño ni de lejos.
Así que Herr Hitler y sus amiguis decidieron darles amor duro y enseñarles las virtudes de sumarse al Reich de los Mil Años por el método pedagógico tradicional; o sea, a latigazos.
A decir verdad la pequeña Dinamarca no era un objetivo primario, pero la necesitaban para asegurar el salto a Noruega. Y para allá fueron el 9 de abril de 1940. A los daneses les habían dado el pitazo de que venían; sin embargo, la política danesa era no ofrecer ninguna excusa que pudiera ser vendida por la Alemana Nazi como una provocación. Así pues, no desplegaron su ejército hasta que la invasión ya había comenzado.
La masiva operación combinada nazi Weserübung-Süd, incluyendo el primer ataque paracaidista de la historia, se los comió en seis horas exactas: las primeras tropas alemanas atravesaron la frontera a las 03:55 a.m., el rey Cristián X capitulaba con su gobierno y su estado mayor a las 06:00 bajo la condición de mantener la soberanía en política interior, y las últimas tropas danesas cesaban la resistencia sobre las 10:00. Aún así los daneses lograron hacerles algún centenar de bajas por 36 propias.
No obstante, la ausencia de grandes batallas permitió a la propaganda nazi presentar la operación como una especie de intervención amistosa, incluso protectora. Como si hubieran ido a llevarles la democra... digo, la dictadura, vamos. Esto les obligaba a mantener las formas y condujo a la ocupación menos agresiva de toda Europa, lo cual no impidió que surgiera una resistencia activa y otra pasiva mucho más generalizada.
En cambio, Noruega era una presa muy distinta. De entrada, estaba al otro lado del mar, lo que les obligaba a un desembarco en toda regla y unas operaciones combinadas mucho más complejas. Mayor que Polonia, es uno de los países más montañosos de Europa, cubierta de Norte a Sur por los Alpes Escandinavos y por sus abruptos fiordos costeros de geografía endiablada. Contaba con un ejército más serio que Dinamarca y, sobre todo, era muchísimo más importante para el Reino Unido por sus exportaciones de hierro sueco y el puerto de Narvik. Así, la operación Weserübung-Nord para ocupar Noruega comenzó también sobre las cuatro de la mañana del 9 de abril.
Entonces, la Kriegsmarine se encontró con sorpresas inesperadas.
Para empezar, tenemos los cruceros pesados Blücher (un navío de última generación que había entrado en servicio seis meses antes) y Lützow (antes Deutschland, uno de los que intervino en la Guerra Civil Española): intentando penetrar en el fiordo del Oslo con otros navíos menores al amparo de la oscuridad para capturar la capital, al rey y al gobierno utilizando las 2,000 tropas de asalto a bordo…
…se toparon con una dura oposición por parte de las anticuadas defensas costeras noruegas; tan dura que rápidamente se convirtió en la Batalla del Canal de Drøbak. Por orden del coronel Birger Eriksen, las baterías costeras abrieron fuego sin previo aviso contra la flotilla nazi. Los obsoletos pero poderosos cañones de la fortaleza de Oscarsborg encajaron inmediatamente dos obuses del 280 al moderno Blücher, casi a bocajarro como quien dice. Uno de ellos atinó en un punto donde había santabárbaras —o sea: almacenes de munición— y depósitos de combustible para sus hidroaviones Arado 196, con lo que el crucero se incendió al momento.
El Lützow, por su parte, se comió tres pepinos del 150 que le causaron graves daños, forzándole a maniobrar para escaparse de aquella encerrona junto con el resto de la flotilla. El Blücher, en llamas, quiso huir hacia adelante; pero a las 04:34 a.m. los noruegos se las ingeniaron para endiñarle dos torpedos primitivos disparados desde la orilla que lo acabaron de rematar. Aunque no se hundió en ese momento y hasta pudo salir del alcance de las baterías noruegas, se vio obligado a detenerse y echar las anclas un poco más adelante, sobre las 04:50. Ahí su tripulación trató de combatir los incendios, pero finalmente se fue a pique en torno a las 07:30 con gran pérdida de hombres.
Eso dio tiempo al rey, al gobierno, al parlamento y al estado mayor a pirarse de Oslo con todo el tesoro nacional. Comenzaba así la Campaña de Noruega, que duró 62 días y aunque terminó en decisiva victoria nazi, significó un desastre para la Armada Alemana. Británicos y franceses acudieron en ayuda de los noruegos y por primera vez la Kriegsmarine se vio envuelta en un combate naval directo contra la Royal Navy, sobre todo en torno al estratégico puerto de Narvik.
Como poder, los resultados pudieron ser más desastrosos para Alemania y especialmente sus submarinos... pero no mucho. Además del Blücher perdieron diez de sus veinte destructores, dos de sus seis cruceros ligeros y tres submarinos más no pocos buques auxiliares. Dos acorazados sufrieron daños de importancia. Eso sí, ellos también hicieron daño: el inglés perdió su portaaviones HMS Glorious, dos cruceros, siete destructores y un submarino. No obstante, el mayor tamaño de su flota les permitió absorber estas pérdidas con más facilidad.
Y todos los submarinos alemanes desplegados en el sector sólo consiguieron hundir un sumergible británico y un minúsculo minador noruego de la guerra anterior, más un puñadito de mercantes sin gran importancia. En las batallas relevantes no lograron nada. Rien. Nothing. Niente. Ingenting. Nichts. O sea, cero. Como si no hubieran estado allí... salvo para perder tres.
Bien es cierto que las condiciones de las costas noruegas eran malas para operar submarinos: geografía del demonio, fiordos de poca profundidad, noches árticas que cada vez duraban menos horas conforme se acercaba el verano... pero una vez más, la causa principal fueron los torpedos. Sumando los que lanzó el arma submarina y los buques de superficie, la tasa de fallos rondó el 90%. Como lo oyes. Pese a atacar y atacar con su arrojo de costumbre, apenas conseguían algún efecto. Si en alta mar estos "súper-torpedos" daban problemas, la compleja geología de las costas noruegas —que incluían yacimientos de hierro entonces desconocidos—, la poca profundidad de los fiordos y la intensidad del campo geomagnético a esas latitudes terminaron de volverlos inútiles.
Sólo dos destructores lograron utilizarlos con claro éxito contra dos decimonónicos buques de defensa costera durante el primer día de la campaña, en el fiordo de Narvik. Y en uno de los casos, fue sólo gracias a que un torpedo enloquecido que iba haciendo eso de brincar por la superficie terminó atizándole de pura casualidad.
De los 44 torpedos alemanes lanzados durante los dos primeros días de lucha en Noruega, tan solo 5 alcanzaron su blanco. Ni uno tocó un buque de superficie importante. La moral de las tripulaciones andaba ya bastante por debajo del fondo del mar.
Peor todavía: con tantos submarinos asignados a esta campaña, la cacería de mercantes en el resto del Atlántico cayó a mínimos. Durante el mes de abril apenas hundieron diez cargueros y en mayo, catorce; entre una cuarta y una quinta parte de lo que solían, muy por debajo de lo necesario para aspirar a interrumpir las rutas aliadas y aislar al Reino Unido. En suma: un desastre. Dönitz ya no estaba furioso, sino lo que sigue. El mismísimo Hitler se puso a hacer preguntas muy inquietantes. Había que resolver esto. Había que resolverlo ya. ¿Pudieron? Lo veremos en el próximo episodio.
Dirección: Dany Saadia.
Documentación y guiones: Toni E. Cantó, "Yuri".
Locución y producción: Eduardo Albornoz.
Con música de: artlist.io
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Este podcast Un Afortunado Error 2 (3) - «¡Al demonio con estos malditos torpedos!» es una obra original de Dixo (2023) y lo difundimos bajo licencia Creative Commons BY-NC-ND 4.0 Internacional.
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