Opinión
Envejece que no es poco
Por Leonor Cervantes
Estudiante de Filosofía y Ciencias Políticas. Cofundadora de Filosofía en Los Bares
Siempre supe que los pantalones cortos no eran eternos. No hizo falta que nadie me lo contara. Desde niña tuve claro que los vaqueros por encima de la rodilla algún día dejarían de existir para mí. Me di cuenta de esta conjura en el colegio, cuando el día antes de terminar las clases la Seño Gema, rodeada de Fantas de Naranja y platos de plástico con Gusanitos, no paró de quejarse del calor que hacía en el aula. Iba vestida con unos tejanos que le llegaban hasta los tobillos. Pensé que tendría menos calor si llevara pantalones cortos, como hacíamos todos los niños de la clase. Pero entonces repasé mi recuerdo de las demás profesoras… ¡Ninguna utilizaba ese tipo de pantalón! Aquel verano me dediqué a inspeccionar compulsivamente las piernas de todas las mujeres. En el cine, en el supermercado, en la oficina de Correos, en la sala de espera del médico. Ni rastro. Ninguna señora llevaba pantalones cortos. ¿Por qué las adultas se habían puesto de acuerdo para pasar calor?
Este pasado mes de junio, veinte años después, fui a vestirme para salir a tomar algo. En una caja en la que se leía “ropa de verano” asomaban mis shorts. Fue ahí cuando descubrí la pieza que me faltaba en el puzzle. No existía ningún monstruo que hiciera desaparecer los pantalones cortos de los armarios de las adultas. Tampoco una ley que los prohibiera para los mayores. Yo misma, sin hechizos ni coacciones, miré los vaqueros cortos que me habían acompañado a botellones y festivales y pensé: “Ya No Tengo Edad”.
La edad es, especialmente para las mujeres, una forma más de control social. Decir nuestra edad en voz alta ofrece mucho más que información sobre la cantidad de años que llevamos habitando el mundo: permite el despliegue de infinitos prejuicios sobre cómo somos y, más aún, cómo debemos ser. Claro que podía ponerme esos pantalones; pero me exponía a pagar el precio de que los demás me hicieran sentir como una “ridícula que no asume la edad que tiene”. Aquel día yo no quería recibir ningún correctivo social, de modo que cogí un vestido.
No quiero escribir un texto naif, ni decir que la edad no existe o que solo envejecemos en nuestras mentes. Tampoco pretendo negar que, conforme cumplimos años, se avivan dificultades que no encontrábamos en etapas anteriores. El cuerpo duele con más agudeza y la muerte nos acompaña más de cerca. Sin embargo, con frecuencia olvidamos que la enfermedad, la dependencia o la soledad no son patrimonio exclusivo de las personas mayores; e imaginamos las demás etapas vitales como, prácticamente, inmunes a los inconvenientes.
Todas las edades entrañan sus propias dificultades. Pero parece que las de la vejez, simplemente, no levantan simpatía. Un bebé que usa una trona para comer produce en nosotros ternura. Un anciano que utiliza un babero para no mancharse con su pulso tembloroso nos genera lástima. ¿Por qué estas reacciones tan dispares? A fin de cuentas, ambos comen de formas distintas a la hegemónica. Probablemente el bebé nos resulte entrañable porque esperamos que esa trona sea transitoria y que, en unos años, coma como una ""persona normal””. El anciano, en cambio, nos pone frente a frente con otras maneras de vivir, sin esperanzas de que varíen. Nuestra mirada no solo está teñida de edadismo; sino también de un capacitismo rampante. En gran medida, despreciamos la vejez porque nos resulta imposible imaginar que una vida con otro tipo de corporalidad, procesos cognitivos y ritmos, pueda generar felicidad. Entre tanta pena y tanto pánico, nos negamos a pensar que más allá de las formas dominantes, existan otras maneras de habitar que merecen ser vividas.
Lo que tampoco nos gusta en este sistema capitalista son las personas no productivas. En España no existe un concepto jurídico establecido de qué es ser una persona mayor; pero curiosamente las empezamos a considerar así a partir de los 65 años. ¡Qué casualidad! generalmente es ahí cuando se produce la jubilación.
Tendemos a considerar a las personas mayores como individuos parasitarios de recursos que poco o nada contribuyen a una sociedad de la que todo toman y nada devuelven. Las personas mayores como “nuestros mantenidos”. En primer lugar, incluso si esto fuera cierto, no sería motivo para segregar, marginar y discriminar. Formar parte del engranaje productivo no debería ser, bajo ningún concepto, un requisito indispensable para recibir un trato digno. No obstante, afirmar que las personas mayores no aportan a la economía es absolutamente falso. Basta con plantarse en la puerta de un colegio a las dos del mediodía para ver que son las abuelas quienes, en su mayoría, recogen, alimentan y cuidan a los niños que salen corriendo. Por no hablar de que las personas mayores son, en infinidad de casos, avalistas de sus familiares, también quienes les conceden microcréditos para que puedan comprar un coche, estudiar un máster, o irse de vacaciones. Si estas acciones no son ejemplos de lo que significa estar inserto en la economía de mercado de forma activa… que baje John Keynes y lo vea.
Nos resultaría francamente estúpido pensar que todas las personas de 45 años son iguales solamente porque comparten edad. Sin embargo, generalmente creemos que todas las personas mayores se parecen. Como si en la vejez lo único que una pudiera hacer es dedicarse a ser vieja y elegir una de estas tres personalidades: cascarrabias gruñona, sabia ancestral o abuelita enternecedora. Y esto en el imaginario más plácido, porque para otros la vejez no es más que una lúgubre antesala de la muerte, en la que solo cabe esperar, triste e impotente, a que pase el calendario. No me sorprende que todas las personas que ahora somos jóvenes estemos aterrorizadas ante el hecho de envejecer. ¿Quién querría vivir algo que reúne todas las calamidades habidas y por haber, reales y ficticias?
La vejez aparece como el momento vital que tiene que ser mitigado a toda costa. La primera regla del Club de cumplir años: nadie puede notar que, en efecto, cumples años. Retoques estéticos, dietas milagrosas, ejercicios de todo tipo y mi favorita… un estilo de vida juvenil, que no es más que llevar una rutina propia de una persona que está viva. Quizás estaría bien dejar de decir que Nos Sentimos Jóvenes o que Estamos Hechos Unos Chavales cuando lo que pasa es que tenemos ganas de hacer cosas, viajamos, sentimos deseo sexual, o aprendemos un nuevo hobby. No creo que estas cosas sean una manía única de los jóvenes; pero lo que sí que tengo claro es que, evidentemente, no quiero ser mayor si “vieja” es el antónimo de todo esto. Recuerdo cuando Annie Ernaux ganó el Nobel de literatura. Tenía 82 años. Sin embargo, a muchos medios de comunicación les dio por utilizar fotos de cuando Ernaux era joven para dar la noticia. Basta ya, necesitamos ver a mujeres mayores haciendo cosas: ganando premios, perdiendo en concursos o, simplemente, protagonizando de forma activa sus propias vidas.
Envejecer no se parece a los dibujos del Coyote y el Correcaminos. Por mucho que juguemos al escondite y saltemos todos los obstáculos, no podremos librarnos de ser cazadas por el paso del tiempo. Puede que vaya siendo hora de comprender el envejecimiento como un proceso que sucede continuamente. Cada día, al igual que desayunamos, respiramos o paseamos, también envejecemos. La vejez no nos pillará de repente y por sorpresa. Ni tampoco es el Coco que una noche desbaratará toda nuestra vida y nos cambiará por completo. Envejeceremos de forma semejante a como hemos vivido y lo haremos a la par. Un día fuimos niñas, nos dijeron que estábamos creciendo y esa información no nos martirizó. Ahora envejecemos, afrontémoslo con la misma curiosidad.
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