Opinión
Volver a pensar la revolución
Profesor de Ciencia Política en la UCM
Los retos del mundo
Hay consenso entre los “demócratas”, esto es, entre la gente que acepta que sus objetivos de vida no deben perder de vista los del resto de la humanidad, acerca de los grandes retos que tiene el mundo por delante. Sin ser exhaustivos, ahí tendríamos:
(1) el calentamiento global y sus urgencias devastadoras.
(2) el desarrollo tecnológico, que, principalmente con la Inteligencia Artificial (IA), va a generar un cambio antropológico en términos laborales, de salvaguarda de los derechos individuales, de organización del tiempo y de mantenimiento de la paz.
(3) la rearticulación geopolítica del mundo y la crisis de gobernanza mundial, con el declive americano y europeo en edad, tecnología, economía y defensa, y el ascenso del mundo BRICS. El crecimiento de las guerras en casi todos los continentes tiene como una de sus explicaciones esta rearticulación que dificulta las relaciones norte-sur tal y como se han desarrollado en el siglo XX.
(4) la lucha contra las desigualdades (de género, clase y raza, tanto dentro de los países como en el ámbito internacional, lo que lleva, entre otros asuntos, a las migraciones).
(5) el agotamiento de los recursos naturales, incluyendo el agua.
(6) la pérdida de confianza en la democracia, el auge de la extrema derecha y el crecimiento del iliberalismo, especialmente en las fuerzas de derecha y extrema derecha.
Revolución o barbarie
El calentamiento global en verdad expresa una crisis medioambiental general. Ahí está 2014 como el primer año en alcanzar una temperatura 1,5 º por encima de las temperaturas preindustriales; el estrés térmico del sur de Europa (60 días con temperaturas superiores a los 32º); el calentamiento de los océanos, con un salto exponencial en 2023 y 2024, con el cambio en las corrientes marinas y de aire; el consecuente aumento de tormentas extremas y, al tiempo, de sequías extremas: la emisión mantenida de gases de efecto invernadero (un 8% más en 2024 que en 2015); la reducción de los hielos y el aumento del nivel del mar; la pérdida de biodiversidad, etc. Piénsese que, vinculado a los problemas medioambientales, están el encarecimiento de los alimentos, el riesgo de hambrunas y las epidemias zoonóticas (las que los animales trasladan a los humanos, como en el reciente COVID, y los pasados SAR, ébola, vacas locas, SIDA, etc.). Es evidente que con salidas neoliberales que priman el beneficio en el corto plazo y niegan el problema es imposible solventar estos desafíos. Muy al contrario, se van a agravar. Porque el auge del negacionismo va de la mano de la primacía política de la extrema derecha que, a su vez, apoya el capitalismo extremo. El tándem Trump-Musk es una prueba evidente de esto y de los riesgos para EEUU y el planeta (los estadounidenses son el 5% de la humanidad y emiten el 25% de dióxido de carbono). Los problemas medioambientales son una clara prueba de que no hay solución que no implique soluciones revolucionarias, es decir, que ataquen a la raíz del problemas, novedosas, a favor de las mayorías y que primen el bienestar del conjunto y del futuro de la humanidad por encima de los intereses de las grandes compañías, los fondos de inversión y la proporción de la ciudadanía beneficiada o que está dispuesta a asumir el destrozo porque cuenta triunfar mañana. La alternativa a una solución radical es primar la tasa de beneficio de los multimillonarios al tiempo que se traslada a las mayorías -por ejemplo, en forma de inflación- el costo de no cambiar las cosas.
Por su parte, el desarrollo tecnológico va a aumentar la brecha entre los países que desarrollen Inteligencia Artificial propia y los que dependan de la IA norteamericana, china, rusa o europea. El uso de la IA, junto con el resto de desarrollos tecnológicos, va a aumentar la vigilancia en manos de gobiernos autoritarios, va a aumentar la condición mortífera de las armas, va a destruir al menos el 70% de los empleos existentes y va a construir monopolios invencibles que van a hacer imposible la competitividad de, prácticamente, cualquier empresa en cualquier país que no cierre su economía. En una dirección contraria, la IA puede hacer real el sueño de la humanidad de trabajar menos horas, repartir la productividad, crear una comunicación libre, veraz, plural y objetiva, mejorar la sanidad, luchar contra las desigualdades, terminar con la corrupción en los Estados, etc. Una salida revolucionaria democratizaría la tecnología. Porque todos estos avances terminarían radicalmente con los privilegios de los que ahora mismos controlan los principales monopolios del mundo (tecnológico, armas, información, finanzas, medicinas, energía, alimentos, auditoria, consultoría y servicios fiscales).
En cuanto a los cambios geopolíticos, hay hitos que demuestran la decadencia occidental, la evidente crisis de los organismos internacionales -especialmente la ONU- y los riesgos claros de una nueva guerra mundial (que ya ha empezado, pero que aún no tiene los contornos con los que se piensan estos conflictos, esto es, que afecten directamente a los países más poderosos del planeta). Solo señalar: el desafío económico, comercial y tecnológico a EEUU por parte de China; la guerra en Ucrania, que es improbable que se hubiera dado sin el avance hacia el este de la OTAN y que ha regresado la guerra en Europa después de 35 años (no olvidemos también la voladura del Nordstrean II que buscaba disciplinar a Alemania, lo que finalmente lograron y que es causa de su actual recesión); el genocidio en curso en Palestina que se está extendiendo a Líbano, Siria e Irán, junto al veto estadounidense en la ONU a poner sanciones a Israel; la pérdida de influencia de Francia, España, Alemania, Inglaterra, Japón en América Latina, Asia y África, sustituidos por la creciente influencia china, rusa o iraní; la cercana irrelevancia mundial del sistema bancario SWIFT (que le da el control a EEUU de todas las transacciones financieras), del FMI y del Banco Mundial (arrinconados por la creación de organismo homólogos por parte de los países BRICS); la creciente irrelevancia del G7 (claramente sustituido por el G20); o las tensiones migratorias que van a sufrir las envejecidas Europa -desde África- y EEUU -desde América Latina- que, por las presiones política, van a querer solventar vulnerando los derechos humanos de los migrantes. De la misma manera, tanto la entonces responsable del Comando Sur de los EEUU, Laura Richardson, como Musk con el litio o Trump con el petróleo venezolano, han dejado claro que los recursos naturales son necesarios para el modo de vida norteamericano y, por tanto, enajenables a través del simple despojo. Si esto ha sido evidente en la invasión de Irak o de Libia y en el acoso a Venezuela, podemos imaginar que se incrementaría en el caso de una crisis que afectara al agua.
Cuanto peor no es mejor
La solución a estos cambios puede ser revolucionaria, es decir, si se rompe la hegemonía de siglos de Occidente. Pero es difícil creer que los que pierdan privilegios no fuercen, usando su fuerza militar, para mantenerlos. Todo esto confluye con el aumento de las desigualdades dentro de los países y en el mundo. La globalización ha golpeado a los sectores populares de occidente (no así en China) y el presumible repliegue proteccionista norteamericano va a dejar más abandonados a los países retrasados. Propuestas como las de EEUU de aplicar la IA al Estado norteamericano van a ir, de la mano de Elon Musk, en la dirección neoliberal de construir un Estado al servicio de las empresas, no a favor de la ciudadanía pobre (a la que Trump quería impedir incluso que votaran). La ausencia de sindicatos fuertes y el abandono por parte del Partido Demócrata de la clase obrera no parece que prometan grandes avances para los trabajadores. Y algo similar puede enunciarse para Europa, donde una parte de los sectores populares están yéndose a la extrema derecha. Por eso, la salida aquí sólo puede ser también revolucionaria. También aquí se hace evidente la elección entre “socialismo o barbarie”.
Todo esto nos lleva a la crisis de confianza en una democracia que está muy lejos de merecer ese nombre. Por un lado, porque, como venimos diciendo, lo que realmente tenemos son gobiernos representativos, donde la Constitución, que es la encargada de garantizar la armonía del conjunto ha renunciado a ese objetivo. Muy lejos de juzgar para reducir las desigualdades, el poder judicial es un brazo del privilegio antes que una herramienta de la igualdad y la libertad de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas. Incluso, con el lawfare, con la guerra judicial, se ha convertido en muchos países en un partido judicial que trabaja para la derecha sin presentarse a las elecciones. Y por otro, porque la idea liberal de pretender que de la confrontación entre partidos que representan intereses diferentes va a conseguir el interés colectivo es ciencia ficción. Tenía sentido en el marco de la teoría liberal, cuando sólo eran ciudadanos los burgueses propietarios, de manera que el Parlamento era una suerte de abogado matrimonial que solventaba los conflictos particulares de la burguesía para garantizar sus intereses conjuntos. También se acercó cuando, después de la Segunda Guerra Mundial, sindicatos y partidos de izquierda doblaron el brazo al capital tras la derrota de una derecha que se había hecho fascista y que dejó un saldo de más de 50 millones de cadáveres. Pero el modelo neoliberal desplegado con la crisis del keynesianismo tras la crisis de 1973 tuvo como principal logro ideológico un sentido común que ganó para su casa, por un lado, a la socialdemocracia con la tercera vía, y por otro, al mundo del trabajo con la promesa aspiracional del consumo y el cuestionamiento de lo colectivo y público. Basta un ejemplo: ¿alguien piensa sinceramente que de la confrontación entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano -fagocitado además por el millonario Donald Trump- va a salir el interés conjunto de los y las norteamericanas?
Trump es el primer presidente condenado de los EEUU. Ser un ladrón, un mentiroso y consumidor de prostitución no es un problema para alcanzar la más alta magistratura en las democracias occidentales (en España, el líder de la oposición veraneaba con un narcotraficante y su potencial sustituta dejó morir a 7291 ancianos en residencias al tiempo que ayudaba a que sus familiares y pareja se enriquecieran). Es imposible que la izquierda gane unas elecciones en los EEUU, igual que en tantos otros. Y cuando se gana, gobernar es un deporte de alto riesgo, cuando no una actividad prohibida. Con las armas melladas de lo existente es imposible transformar nuestras sociedades para lograr, ya no profundizar la democracia sino simplemente mantener sus condiciones mínimas. Sin una repuesta revolucionaria -no violenta, sino radical en su petición transformadora- la democracia se muere, bien en manos de la extrema derecha, bien derivando en formas autoritarias que vacíen la formalidad democrática liberal en nombre de la búsqueda de la igualdad material (modelo chino, por ejemplo, que tiene un enorme apoyo popular en el país).
La revolución será democrática o no será
Sin politizar la sociedad no hay solución. Y sin hacerlo con radicalidad, le ocurre como al ecologismo sin política, que se convierte en jardinería. Cualquier “-ismo” sin política transformadora es maquillaje que tiende a desactivar la potencia transformadora de las reivindicaciones.
Las revoluciones tienen que ser, por tanto, democráticas, de manera que se eviten los excesos propios de los grandes cambios, que terminan alimentando la contrarrevolución. La revolución viene con el reformismo (lo que Deng Xiaopin llamaba “cruzar el río tanteando las piedras”) y con la rebeldía (la horizontalidad libertaria que sostiene la idea de partido-movimiento). Solo siendo revolucionarios, reformistas y rebeldes podemos luchar con la contradicción de disputar el Estado y, al tiempo, heredar invariablemente Estados que llevan inercias enormes de clase, género y raza.
Como en una suerte de tautología, todas las soluciones reales son revolucionarias precisamente porque pasan por reinventar la democracia de manera participativa. Todas las soluciones reales para la democracia en el siglo XXI son respuestas revolucionarias: el decrecimiento, la paz interna y externa, el fin del patriarcado, la integración de los inmigrantes, el derecho a la vivienda, la renta básica universal, la cooperación tecnológica, la creación de un nuevo orden comunicacional, la conversión en medios públicos -no estatales, sino públicos- de las redes sociales, la democratización de Naciones Unidas, la creación de partidos-movimiento, la participación política directa, el fin de los paraísos fiscales y la tributación progresiva de las empresas, la regulación de las multinacionales y los fondos de inversión, etcétera.
Por eso, volver a pensar en la revolución es la única forma de conservar la democracia. Es la idea revolucionaria la que puede “prestarle su voz al sufrimiento”. Aunque produzca vértigo asumir que estamos trabajando políticamente con herramientas incapaces. Tenemos que ser reformistas, rebeldes y revolucionarios. O la izquierda vuelve a pensarse también como revolucionaria, que es la gran olvidada hoy de las almas de la izquierda, o seguirá siendo una mera gestora de un sistema que condena a la depredación medioambiental, a la guerra, a la ignorancia, la enfermedad y, en suma, a las desigualdades.
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