Opinión
Violadores en potencia
Por Pablo Batalla
Periodista
Mujeres participando en la coreografía "Un violador en tu camino" en India. Imagen de archivo. Rajal Gupta/EFE
¿Todos los hombres son —somos— violadores en potencia? Sea cual sea la respuesta, lo interesante es constatar que no son pocos los varones que así lo creen, aunque no se den cuenta o reaccionen con indignación cuando escuchan esa aseveración en boca de feministas, como Antonio Naranjo en la de Sonia Ferrer hace unos días en televisión. Lo demuestran —señalaba certeramente Ferrer a Naranjo— en cuanto son padres de una hija adolescente, en el nerviosismo con el que viven sus salidas nocturnas. «Yo he sido joven, y sé lo que hay». Lo que hay es que, según el informe Apps sin violencia de la Federación de Mujeres Jóvenes, de 2023, basado en casi mil encuestas, el 22% de mujeres que tuvieron una cita a través de una app habían sufrido una violación y el 57,9% se habían sentido presionadas para tener sexo con los hombres con los que quedaron.
Lo que hay es que, según otro informe del Observatorio Noctámbul@s de la Fundación Salud y Comunidad (FSC) de 2019, un 97% de las mujeres encuestadas había sufrido algún tipo de violencia sexual en contextos de ocio nocturno. Pero incluso el que quiera negar validez a estos estudios y los desprecie como tergiversaciones de feminazis sabe lo que hay, porque lo ha visto muchas veces, si es que no lo ha encarnado, y en muchas ocasiones acaba demostrándolo así: siendo ese padre que aturra a su niña, pero no a su niño, para que tenga sumo cuidado cada vez que ponga un pie en la jungla procelosa de la noche, dark and full of terrors, le exige una catarata de sucesivas llamadas —cuando llegues a, cuando estés volviendo de—, e incluso llega al extremo de prohibirle salir con determinada ropa o un toque de queda severo.
Hubo en los días de la ley del solo sí es sí una histeria en algunos hombres que revelaba también, pretendiendo negarla, la gravedad del asunto. Se expresaba en forma de gracietas nerviosas: «ahora va a haber que firmar un contrato ante notario antes de follar», etcétera. Esa histeria, ese nerviosismo, no anidaba necesariamente en hombres que hubieran cometido abusos, ni violado a nadie, ni fueran a hacerlo nunca, ni por lo tanto tuvieran nada que temer de esa ley, pero sí solía remitirse a un haber caminado en alguna medida por una zona gris; por un confín de la legalidad en el que sigue sin cometerse ningún delito, pero la linde de la ilegalidad está a la vista e incluso se camina por encima de ella, de su fino filo —que la ley venía ahora a adelgazar más aún—, y se está a un traspié de precipitarse al otro lado. Muchos hombres hicieron en aquellos días una inquieta revisión mental de situaciones pasadas: conquistas noctámbulas que no fueron las de un depredador sexual al que le dijeran explícitamente que no, pero tampoco sucedieron a un sí lúcido y entusiasta, sino que se aprovecharon de formas leves de aflojamiento de la voluntad: una borrachera, un colocón, una personalidad irresoluta, incapaz de imponer que cuando da la mano no le tomen el brazo.
La ley y el debate en torno significaban para ellos una toma repentina de conciencia de todas las mujeres con las que se acostaron y de las que era probable que se hubieran arrepentido al día siguiente, por más que no hubieran sufrido nada denunciable, sino el resultado de la decisión suficientemente libre y consciente de una ciudadana mayor de edad. Y su nerviosismo se incrementaba en la conciencia de que también significaba para ellas su propia revisión: la de todas sus malas experiencias con los hombres; hombres que seguramente negarían haber sido causantes de una, pero a los que —volviendo a nuestra prueba del algodón— espantaría a buen seguro que una hija suya pasara por ella; por lo que él hizo alguna vez con las hijas de otros.
Estos días se juzga en Francia el crimen espeluznante de un hombre que drogó durante años por las noches a su mujer para dejarla en una suerte de estado comatoso y que otros hombres a los que contactaba en un chat de citas la violaran mientras él tomaba fotos y grabaciones, sin que ella se enterase ni recordase nada al día siguiente. Se han contabilizado 83 atacantes y 92 violaciones, pero, de todo el asunto, es otro el guarismo más perturbador —que leemos en un hilo de Twitter de Diana Carolina Mejía resumiendo el caso—: de cada diez hombres a los que Dominique Pelicot contactaba para proponerles este sórdido trato, solo tres se negaban (y ninguno de estos últimos denunció jamás los hechos). También esto es lo que hay. Lo hay en la europea e ilustrada Francia, lo protagonizan señores de piel pálida que comen jamón y que, por lo que se sabe, no responden a ningún arquetipo caricaturesco del depravado, sino que son bomberos, profesores, enfermeros, jubilados, concejales, militares, periodistas, electricistas, artesanos, policías, padres de familia, casados.
Las charlas sobre estos temas en los institutos deben pensarse bien para que no generen un efecto rebote en chavales que se sientan sermoneados o insultados, por más que no sea esa la intención. Doctores tiene la Iglesia socrática; esa mayéutica que nos enseña a enseñar, no contando al alumno lo que no sabe, sino lo que sí sabe, pero no sabe que sabe; a impulsarlo a ser él el que ponga nombre a las cosas, en lugar de decirle cuál es. Lo que no puede es negarse o menospreciarse el problema y su gravedad. La cultura de la violación existe y todos somos sospechosos.
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