Opinión
Vida


Escritor. Autor de 'Quercus', 'Enjambre' y 'Valhondo'.
He visto, absolutamente conmocionado, las imágenes de una orca que va empujando con el hocico a su bebé muerto, de apenas unas semanas. Impidiendo que se hunda en la profundidad de las aguas. En la oscuridad de una fosa abisal de peces ciegos – peces sin ojos para no ver –, que sería como aceptar la desaparición definitiva de su hijo muerto. Y ella no quiere aceptarlo. No quiere verlo. Su negación y su rebeldía, su lucha titánica por resucitarlo, es impedir que su cría se hunda. Dándole con cada empellón un hálito de vida, un soplo de esperanza. Ese baile de aletas surcando las olas, ese vaivén de alas de pájaros, como una danza fúnebre, arriba y abajo, tan triste y a la vez tan armónico y bello, me ha estremecido.
Según los científicos, que durante décadas siguen el rastro de esta madre orca de 25 años, símbolo de todos los mamíferos y cetáceos, es la segunda vez que pierde a su hijo. La primera ocurrió hace 6 años y tuvo un idéntico comportamiento: arrastrar a su cría muerta durante 17 días, a lo largo de 1.600 km. Que es la distancia que va de Madrid a Ámsterdam. Cargándolo en su lomo y en su hocico. Empujando, empujando, empujando. Sin comer, sin dormir, sin descanso. A punto de fallecer también por puro agotamiento. Con una única obsesión: impulsar a su hijo muerto para que no caiga a ese fondo de anémonas donde reina el silencio eterno. Entregar tu vida, con el anhelo de salvar a tu cría. ¡Tremendo!
¿Cómo no emocionarte viendo esas imágenes, esa muestra de amor inconmensurable – 5 toneladas de vínculo amoroso –, ante tanta barbarie con la que convivimos a diario? Tanta destrucción, tanto odio, tanta zafiedad, tanta locura inenarrable.
En el viaje de duelo, ese cortejo marino cruzando la inmensa laguna Estigia del Pacífico, la acompañan dos jóvenes orcas: ¿Adónde querrán llevarlo? ¿Qué paraíso inexistente y perdido buscan para enterrarlo? ¿Qué mensaje atroz nos están enviando?
Después, por alguna extraña conexión cerebral, me ha venido a la memoria la historia de aquella madre republicana que huye de la guerra civil para no ser apresada y fusilada como su marido en el muro agujereado de cualquier cementerio. Atravesando a pie el Pirineo en dirección a Francia, en el mes de febrero de 1939. Igual que hicieran cuatrocientos cincuenta mil refugiados españoles. Entre ellos, don Antonio Machado.
Hace un frío glacial y lleva a su bebé en brazos. Embozado en esos ropajes, casi harapos, absolutamente inapropiados para esas temperaturas polares. Van caminando por una tortuosa carretera de montaña, entre la nieve y los pinos, en una hilera de desarrapados. Un éxodo ambulante de muertos vivientes. Y aunque el frío es inmenso, más inmenso es el miedo. Había muertos tirados por las cuentas, semidesnudos porque les habían arrancado la ropa. Niños famélicos, desnutridos, descalzos o con unos trapos atados con cuerdas – peales – a modo de zapatos, caminando entre el hielo y los guijarros. Mujeres ajadas, vestidas de negro, que portan sobre sus cabezas unos enormes e inservibles bultos. Sus pertenencias, su casa y su vida a cuestas. Mutilados sin piernas, sin brazos, con vendajes purulentos, arriesgando precipitarse por un barranco.
Y ahí está ella, igual que esa mujer que grita en el Guernica con puñales de cristal clavados en la boca, aullando de desesperación entre esa marabunta de horror y desdicha. Apretando, casi escondiendo entre su pecho, a su hijo que lleva varios días muerto. Solo ella lo sabe, y no quiere sacarlo de su regazo, antes caliente, ahora frío y duro como el mármol. Solo caminar, caminar y caminar; remar y remar como esa orca, hasta llegar a ningún destino. ¿Dónde iba a enterrarlo?
Es el lenguaje – esa capacidad compleja de comunicarnos, tan sofisticada y sencilla a la vez –, el que nos ha hecho verdaderamente humanos. Moldeándonos en el tiempo y el barro. La lengua, las lenguas, habladas y escritas, su instrumento y mayor tesoro, son fieles y solidarias con sus creadores. Empática. Como si tuviera autonomía, vida propia. Incluso conciencia. Honesta y generosa, legal. La lengua. Las palabras. De oro y de plata. Y los libros, nuestro refugio y salvación.
Cuando muere tu mujer o tu marido, pasas a ser un "viudo" o una "viuda". Mal asunto, te han quitado a tu pareja. Si mueren tus padres, te quedas "huérfano". Muy triste también, pero dentro del ciclo natural: se van los mayores, quedan los jóvenes. Pero ¿qué palabra ha creado la lengua para designar a la madre que ha perdido a su hijo? ¿A la madre que debe depositar a su hijo en una tumba? ¿Cuál? Piensa, piensa. ¡Ninguna! No existe. Ni para la madre ni para el padre. Ni en español, ni en ruso, ni en malayo. Ni en ninguna otra lengua del planeta. ¿Sabes por qué? Pues porque el dolor es tan gigantesco, tan monstruoso, tan abismal e inaceptable, que nadie, ningún ser humano, ningún hablante, se ha atrevido a nombrarlo. A pronunciarlo. Porque no hay palabra para pena tan indescriptible y exorbitante. Solo el alarido “¿Por qué no me llevaste a mí?”, de todas las madres.
Y en la ausencia inexpresable, las otras palabras de consuelo de inviable sustitución, compasivas sí, bienintencionadas también, pero retóricas e infructuosas, de los amigos y familiares que te besan o te dan la mano, igual que esas orcas, sus leales escoltas, rozan con sus aletas la piel de la madre: “Te acompaño en el sentimiento” o, más valiente y directa: “Te acompaño en tu dolor”. Cuando el beso y la caricia de aleta son de alambre de espino, porque no hay consuelo posible, ni acompañamiento, ni anestesia para tanto dolor.
Esa imagen desoladora de la mujer picassiana que amamanta a su hijo, mater dolorosa sin nombre, testimonio de todas las derrotas e injusticias más abominables: ¿a qué conexión neuronal podía llevarme ahora? ¿Actualmente y en este preciso momento, antes de dar carpetazo pasando página? ¿A quién? ¡Sí, dilo! Tú, igual que tú y tú y tú, lo sabes: A las madres de Gaza con sus niños muertos en brazos.
Aunque a estas, a diferencia de las protagonistas anteriores, se los arranquen de las uñas, igual que se arranca un corazón de cuajo, para poder inhumarlos. Van envueltos en sus sudarios blancos, con un nudo gordo en cada extremo, algunos manchados de sangre. La sangre que rezuma y traspasa la sábana de un blancor inmaculado. La misma sangre que mancha las manos asesinas de los que los han ejecutado. Manos manchadas de sangre con las que los han masacrado. Los han aniquilado. En sus casas, en las escuelas, en los hospitales y en los campos de refugiados. Todavía, hasta el domingo que entre en vigor la tregua, siguen matando. Ayer 50, hoy no se sabe cuántos.
Recapitulemos pues, para que cada uno de esos niños esté presente en la firma de la paz y en la documentación que recaba la Corte Penal Internacional. Sus nombres escritos con letra gigante e indeleble en los anales más execrables de la historia de la humanidad. Para que no caigan en el olvido. Para que, entre tanta muerte, no acabe también sepultada la memoria: Más de 17.000 niñas y niños asesinados hasta el pasado septiembre. Matados a bombazos, a cañonazos, deshaciendo sus cuerpos por el aire. Convertidos ya en polvo cósmico, en moléculas estelares. Asfixiados en el humo irrespirable que mastican y ahoga sus gargantas. Los han sepultado entre escombros. Los han gaseado, quemado, abrasado, con fósforo blanco. Los han atropellado con sus tanques y sus carros de combate. Reventado con sus fusiles de miras telescópicas de rayos láser. Los han matado de sed y de hambre. Raquíticos como aquellos niños de Auschwitz que Israel ya ha olvidado. Una guerra contra los niños, un espeluznante genocidio infantil ante nuestros ojos impasibles y petrificados. Los ojos del mundo como esos peces abisales. Como si la estrategia del ángel exterminador, del alimañero de Hades, fuera: matar primero a las crías, que ya se morirán solas de pena las madres.
Por eso repito y repito, denuncio, grito y pataleo, blasfemo y clamo al cielo y a los hombres y mujeres de buena voluntad, aunque celebremos, por fin, el acuerdo de paz: ¡17.000 niñas y niños asesinados! Víctimas inocentes. En sus sudarios blancos. "Casi 1 millón de chicos desplazados, 6.000 heridos, 21.000 dados por desaparecidos, 20.000 que han perdido a uno o ambos progenitores, 17.000 que se encuentran solos o separados de sus familias y 3.500 en riesgo de muerte por falta de alimentos o medicación", según el último informe de la ONU. Más otros miles recientes que quedar por contar. Niños trastornados, enfermos crónicos, niños perdidos deambulando entre los esqueletos de los edificios derruidos, descarnados como calaveras, niños cubiertos de sangre y polvo con sus rostros de pánico, niños mudos, niños sordos, ante el aullido apocalíptico de sus padres que, inútilmente, los están buscando. ¡Bendita paz y maldito exterminio de los mártires!
Y ahora, cuando ya no se hablaba de ellos ni en los telediarios, no fuéramos a indigestarnos, llega el acuerdo de alto el fuego sobre el cementerio de cadáveres. Cuando la sangre de la matanza atascaba los albañales. ¡Bienvenido seas: llegas demasiado tarde! Lo que no se pudo hacer en 15 meses, se ha hecho en 4 días. Sucia e inmoral política la de ir regalando miles y miles de millones de dólares para bombas por un lado y por otro soltando discursos sobre derechos humanos. ¿Para qué? Tras el silencio de unos meses, regresan a las portadas y a los grandes titulares, a las tertulias y rotativas, de nuevo son noticia, todos convertidos en cifras, para echar las cuentas de las altas y las bajas: 46.700 gazatíes por 400 soldados israelíes. La aplicación de su ley del talión, con su ojo por ojo y diente por diente, les ha salido un poco desequilibrada: por cada soldado de Israel, más de 116 palestinos muertos. En su inmensa mayoría mujeres y niños. Por eso, no lo llaméis guerra, sino matanza. Borrón y cuenta nueva para que empiece la subasta – ¿quién da más? – de la ayuda humanitaria, las empresas para el negocio de la reconstrucción, los suministros y las funerarias, los créditos a pagar que impone la gran banca antes de que comience la próxima “liquidación”, la lonja de la hipocresía y de la pasta. Bajo la premisa: ¡Hagan juego, señores, cuanto más pongas ahora, más recibirás luego!
Aunque nadie te haya dicho que, en tanto se firman los papeles y recogen los bártulos del genocidio, el despiadado invierno del “pueblo elegido” seguirá matando a los bebés palestinos de frío, a los pocos días de nacer, en brazos de sus madres. Mientras las orcas enloquecidas de dolor surcan los mares.
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