Opinión
La verdad y el deseo


Por Pablo Batalla
Periodista
¿Conocer las injusticias lleva automáticamente a la voluntad de erradicarlas? Hay quien lo cree, una izquierda que lo piensa, que siempre lo ha pensado. Su ideal consiguiente es la educación. Todo se resolverá, consideran, con más educación. José Avello ironizaba tiernamente sobre ella en la novela La subversión de Beti García a través del personaje de Volga, un fogoso revolucionario de los años treinta que vivía con el convencimiento de que, de las ideas socialistas, «su sola difusión bastaría para cambiar el mundo: ¿quién podría resistirse ante tan hermosas, justas y aplastantes verdades? La revolución era para él un problema comunicativo. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de corazón podría dejar de ponerse al lado de la libertad y de la justicia en cuanto conociese las nuevas ideas. Bastaba verbalizarlas para creer en ellas y bastaba creer en ellas para ponerlas en práctica. El mundo iba a cambiar, porque el único obstáculo era un mero problema de comunicación».
Los progresistas podemos ser terriblemente cándidos, y también terriblemente idealistas, por más que nuestro teórico negociado sea el materialismo. Muchos como Volga han creído, a lo largo de la historia, que bastaba con la verdad, que bastaba con la razón, que bastaba con la belleza, que era suficiente con enunciarlas para que el verbo se hiciera carne, que quién podría resistirse. Algunos pagaron cara esa ingenuidad. Otros se abocaron a la melancolía y de ahí al cinismo o el liso y llano malismo cuando vieron que ni mucho menos bastaba; que, como en la famosa viñeta, aquella gente no merecía que uno se leyera entero El capital. Los desencantos del optimismo antropológico a veces producen monstruos. Pero no tendrían por qué. Bastaría con ser realmente materialistas y comprender de verdad cuál es la materia que tenemos entre manos, y que su corazón no es el anhelo de justicia, sino el deseo. No somos ángeles, y la verdad, la razón, la belleza pueden triunfar, pero solo si se encapsulan en la promesa de un goce hedonista, egoísta; si se presentan como una pequeña satisfacción de alguna de esas cosas que la Iglesia llama pecados capitales, pero son las siete teclas del piano de nuestra especie: la ira, la gula, la soberbia, la lujuria, la pereza, la envidia, la avaricia.
La tentación de adoptar una visión tenebrosa y socialdarwinista del género humano llega a ser fuerte en ocasiones, pero no se trata de eso. La justicia social, la paz, la sostenibilidad, todos los grandes ideales que nos animan pueden ser realizados, pero solo previo trabajo de conferirles esa palpitación dionisíaca. Alguien dijo una vez que nadie murió jamás gritando «viva el centro», y de similar modo, nadie se sumó jamás a ninguna causa justa por estricta voluntad de ser responsable. Hay siempre un apetito, una gula, una libido. Puede ser un ansia de aventura, de emociones fuertes, de gloria, de venganza, de belleza y razón también, pero solo mientras haya épica en ellas, y no templanza habermasiana. En estos tiempos en que vemos caer gobiernos municipales por la impopularidad de la peatonalización de una avenida o la imposición de un límite de treinta kilómetros por hora en toda la ciudad, uno se acuerda de Pontevedra, ciudad muy conservadora que, sin embargo, tiene desde hace más de un cuarto de siglo un alcalde del BNG que desterró todos los coches del centro de la ciudad. Se supo hacer allá de la peatonalización un homérico revolucionar por completo la ciudad en vez de practicarle una nanocirujía ecológica que no cambie lo esencial, pero sea una trastada cotidiana para quien tarde un cuarto de hora más en llegar al trabajo o regresar de él. A veces la manera de hacer popular una transformación de calado no es hacerla prudente y progresiva, sino brusca y radical, como una terapia del shock izquierdista. A partir de cierta cantidad de transformación, el engorro se vuelve gesta, misión, cruzada colectiva que alimente la soberbia de los propios y la envidia de los demás. El BNG hizo a Pontevedra y sus calles peatonalizadas famosas en todo el mundo, y esa fue la epopeya que hizo digerible una alteración tan profunda.
Nuestro tiempo está repleto de ejemplos de medidas progresistas que parecen incontestables y, sin embargo, al no ser suficientemente ambiciosas o saber hacerse objeto de deseo, se topan con una hostilidad vigorosa, dinamizada y aprovechada por una derecha que comprende mejor este asunto del diosecillo Baco que todos llevamos dentro, sin que nadie lleve dentro un pequeño Habermas, y es capaz de erotizar su rechazo. Reaccionamos a ello diciendo eso de que no hay nada más tonto que un obrero de derechas, pero quizás nada haya más tonto que un izquierdista incapaz de entender que un obrero puede tener motivos muy innobles, pero muy buenos, para ser de derechas. Somos seres deseantes, y el deseo, si nadie nos propone otro más sexi, puede ser tan poco confesable, pero tan firme, como el de ese compañero de trabajo de un amigo de este columnista, que a la propuesta de Sumar de una reducción de la jornada laboral que le permitirá regalar menos tiempo a su jefe y más a sus hijos, responde que él prefiere currar a pasar tiempo con sus hijos. Hay gente así de poco edificante, pero no arreglaremos nada negando que existe, ni diciéndole la verdad, ni con educación, ni animándola a ser racional, justa o bella. Es el deseo lo que hay que movilizar, y si no en ellos, contra ellos.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.