Opinión
Sexo, mentiras y Tik Toks
Por Silvia Cosio
Licenciada en Filosofía y creadora del podcast 'Punto Ciego'
El otro día tuve una experiencia tan vergonzosa como reveladora cuando, al tropezar mientras llevaba un plato de pasta al salón, este salió volando y terminó estampándose contra una pared. Mientras miraba incrédula como se iban deslizando los tiburones y los restos del pesto casero hasta el suelo, no podía dejar de pensar que lo que unos segundos antes era un suculento y estético plato de comida acababa de convertirse de repente en un mejunje nada apetecible. Porque todo depende del contexto. Por eso la comida exige su propio escenario y utillajes de presentación ante el comensal, pues sin ellos incluso el plato más delicioso fuera de su teatro escénico no deja de ser un bodrio, comida para cerdos. Sucede algo similar con las redes sociales, acostumbrados como estamos a consumir de manera acrítica su contenido, los vídeos aesthetic de influencers, los Tik Toks ingeniosos o los tutoriales de maquillaje, tendemos a pensar que éstas son creaciones espontáneas. Sin embargo, cualquiera que se haya relacionado con adolescentes o conozca a algún creador de contenido es conocedor de la cantidad de tiempo que se emplea para elaborar cada pequeño vídeo de treinta segundos y las trampas usadas, como los filtros que ocultan las texturas y las arrugas de la piel, afinan los rasgos o adelgazan los cuerpos. Por no hablar de la extrañeza que se siente al ver desde fuera y de forma descontextualizada a alguien grabando un Tik Tok o al ser testigo de las posturas imposibles necesarias para sacar buenos planos de la hamburguesa smash de turno. Al verlo es casi imposible no sentir vergüenza, es el mismo pudor que tenemos los que hemos nacido en un mundo sin móviles al sacarnos un selfie en público, esa sospecha de que los que nos están viendo desde fuera nos juzgan por vanidosos o ridículos. Porque nada de lo que sucede en redes es espontáneo o inocuo, ni el tuit aparentemente más irrelevante ni mucho menos el algoritmo que decide qué y a quién vas a ver.
Con el sexo sucede algo parecido, pues no es tan espontáneo ni tan natural como nos gusta creer, como tampoco lo es nuestra relación con él. Y así como sí tenemos como cultura una memoria histórica y unos relatos de una realidad anterior al capitalismo que nos permiten imaginar un mundo y unas relaciones ajenas a las lógicas del capital, carecemos sin embargo de memoria y de relatos de un mundo anterior o ajeno al patriarcado. Por lo que todas nuestras relaciones están atravesadas por el sesgo patriarcal, también las sexoafectivas. Por eso incluso al feminismo le cuesta tanto establecer una buena relación con la sexualidad, pues no deja de ser una actividad contaminada por el patriarcado. El sexo, al margen de empoderamientos individuales y de esfuerzos intelectuales y teóricos por despatriarcalizarlo, se sigue entendiendo en nuestra cultura y en nuestra sociedad como una forma de dominación y disciplinamiento, y sobre todo como algo que resta valor a las mujeres; entre otras cosas porque el sexo patriarcal siempre le acaba pasando factura a las mujeres, bien sea por acción o por omisión, pues es algo que le debemos a los hombres y al mismo tiempo uno de los instrumentos favoritos del patriarcado para infligir castigo, dominar y aleccionar a las mujeres y al resto de personas con vidas, comportamientos o sexualidades no normativas.
Esta complejísima relación entre sexo y patriarcado explica porqué la mayoría de las víctimas de abuso sexual sienten que recae sobre ellas el peso de la vergüenza y la culpa mientras tienen que soportar la mirada inquisitiva de una sociedad que no solo las cuestiona sino que las trata como seres mancillados. Y también está en la base de la división existente dentro del feminismo entre las partidarias de la regulación del trabajo sexual y las abolicionistas. Un debate en el que muchas feministas nos sentimos atrapadas porque, si bien entendemos y denunciamos el desequilibrio de poder existente entre una trabajadora sexual y su cliente y las causas que llevan a muchas mujeres, y a algunos hombres, a recurrir al trabajo sexual: precariedad, situación migratoria, adicciones... seguimos negándonos a que se estigmatice a las trabajadoras sexuales, que tienen que ser tratadas no solo como sujetos políticos autónomos sino como sujetos activos dentro del feminismo. Pero lo cierto es que, mientras lidiamos con el trabajo titánico y a largo plazo de desmantelar el patriarcado, nos hemos tenido que dotar de ciertas herramientas que nos permitan dar forma, entender y ejercer la libertad sexoafectiva, de ahí la importancia de la figura legal y simbólica del consentimiento. A partir del consentimiento podemos trazar una línea, imperfecta pero esencial, que nos permite establecer la frontera que separa la libertad sexual del abuso y la explotación, una línea difusa que en muchas ocasiones nos lleva a debates interesantes sobre el deseo, el sometimiento consentido, los fetiches y la socialización de los mismos. Sin embargo, hasta el consentimiento se queda corto cuando nos topamos con situaciones como la de Lily Phillips, la influencer/creadora de contenido para adultos que grabó un documental mostrando como tuvo relaciones sexuales con cien hombres distintos en tan solo veinticuatro horas.
Y es que todo lo relacionado con el asunto Phillips transita por la pedregosa senda del trabajo sexual, el consentimiento y la autonomía personal pero también sobre lo que estamos dispuestos como sociedad a hacer -y a permitir que otros se hagan- por mantener la relevancia en las redes sociales y por monetizarlo todo. El caso Phillips nos llama especialmente la atención porque involucra el sexo. Y ahí donde aparece el sexo todo queda emborronado y acabamos liados en debates, en muchos casos irresolubles, en los que es difícil separar los prejuicios, la moralina y los sesgos patriarcales de la auténtica preocupación por la explotación sexual y el bienestar de Lily Phillips. Pero el caso Phillips es el desenlace natural -y extremo- de la exposición y la autoexplotación constante en redes sociales y de la búsqueda de likes a cualquier precio, incluido el propio bienestar físico y mental.
Por muy desgarrador que nos parezca en lo personal, lo cierto es que el caso Phillips trasciende el debate sobre el trabajo sexual o sobre si Only Fans empodera a las mujeres o perpetúa la concepción patriarcal del sexo y la explotación de los cuerpos, ya que abre múltiples vías de discusión y de preocupación que van más allá del sexo, entre ellos el debate sobre el afán por monetizar nuestras vidas, incluido el descenso a los infiernos o el suicidio con testigos, cámaras y cómplices, de algunos creadores y creadoras de contenido. No hay tanta distancia simbólica entre Phillips y otros influencers dispuestos a lo que sea para seguir manteniendo en marcha y a cualquier precio la generación de contenido e ingresos. Las parejas que han convertido sus vidas en un negocio a costa de exponer y explotar a sus propios hijos e hijas, y que no dudan en hacer lo que sea por mantener la máquina del dinero y los likes a pleno rendimiento, incluido el maltrato o adoptar a un menor con problemas de salud para añadir más drama a su canal para luego deshacerse del pequeño como si fuera un juguete roto, no se diferencian del entourage que rodea a la propia Lily Phillips, en el que se encuentra su propia madre/proxeneta. Los mukbangs o vídeos de personas que comen hasta reventar cantidades ingentes de comida nos muestran a individuos con comportamientos tan dañinos -y potencialmente letales- para su salud como los de Lilly Phillips. Instagramers que mueren al buscar el selfie perfecto, youtubers de la cámara oculta que acaban con la cara cruzada… La lista es tan larga como compleja, por lo que hay que empezar a admitir que como sociedad tenemos un problema con la forma en la que nos estamos relacionando y entregando a las redes sociales. Ha llegado el momento de asumir nuestra responsabilidad como consumidores y como creadores, pero sin olvidar que la responsabilidad última recae en las plataformas, pues son estas las que alimentan la cosificación y la explotación de las personas y la monetización de comportamientos dañinos y peligrosos.
En su afán por llegar todavía más lejos, Phillips ha anunciado que piensa volver a grabar un nuevo documental, esta vez teniendo sexo con mil hombres. Con ello ha alimentado aún más la curiosidad y las suscripciones en su canal, ante la indiferencia de las plataformas, que son las que realmente se lucran, enriquecen y favorecen este tipo de comportamientos peligrosos para la salud física y mental de los miles de creadores de contenido que, cada día y delante de la cámara del móvil, nos quieren hacer creer que nos están mostrando un plato suculento cuando en realidad lo que vemos no es más que bazofia que se desliza lentamente por la pared ante nuestra mirada incrédula y cómplice.
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