Opinión
Salvar al campechano
Por David Torres
Escritor
Por esos misterios extraños que guían los destinos de la monarquías europeas, HBO ha decidido estrenar el documental Salvar al rey (un supuestamente demoledor resumen de los aspectos menos conocidos de la biografía de Juan Carlos I) al mismo tiempo que se celebraban las honras fúnebres por Isabel II de Inglaterra. Si se trataba de contraprogramar una muerte a todo tren con una vida a todo trapo, no cabe duda de que la jugada les ha salido redonda, aunque lo primero que salta a la vista, tras un somero repaso a los testimonios y veredictos vertidos durante dos horas y media escasas, es que tampoco había para tanto. Los elementos verdaderamente nuevos se limitan a unas cuantas grabaciones dignas de la prensa rosa mientras que la parte sumergida del iceberg, una auténtica cordillera de mierda, ya la conocíamos desde hace años.
El leit-motiv del documental es una moneda de euro con la cara del rey Juan Carlos que gira y gira ofreciendo mejor siempre su mejor perfil, sin caer jamás de canto y olvidando el otro lado de la moneda: la cruz que llevamos soportando los españoles cuatro decenios y pico. De hecho, basta la elección de ese rostro inconfundible (como si no hubiera un solo personaje histórico capaz de comparársele, en la ciencia, la política o las artes, de Cortés a Cervantes, de Cajal a Zambrano) para explicar algunas de las principales taras de esta democracia traída de la mano de un títere borbónico puesto a dedo por el mayor genocida de la historia de España.
Se habla de una prensa reducida a papel higiénico desde aquel lejano día de 1956 en que el futuro monarca mató a su hermano pequeño, Alfonso, de un tiro en la cabeza en el exilio de Estoril y el nombre de Juan Carlos ni siquiera apareció a pie de página. Se habla de un accidente con un arma de fuego, sin comentar las costumbres cinegéticas de esta peculiar familia, tan apegada a las escopetas, las pistolas y los rifles de caza. Se habla de una fotoperiodista, Queca Campillo, dedicada en cuerpo y alma al servicio de su majestad, con la que se veía en una furgoneta aparcada cerca de la Zarzuela. Se habla de otra amante cinco estrellas, Bárbara Rey, que empezó a chantajearlo y a la que pagaron una millonada de dinero público más un programa a medida en TVE. Se habla de reportajes clausurados antes de publicarse y de una revista comprada por su entonces amigo Mario Conde antes de que siguiera informando más de la cuenta. Se habla de un señor que deja en suspenso las funciones de Jefe de Estado para darse la vida padre en Suiza. Se habla de unos servicios secretos reconvertidos en poceros, unos funcionarios públicos que no tenían otro trabajo que ir limpiando los rastros de porquería que el rey iba dejando por todas partes, en su trato diario con barraganas, empresarios sin escrúpulos, banqueros ciegos de ambición y traficantes de armas.
Hay unos cuantos periodistas (Pepe García Abad, Ana Pardo de Vera) que mantienen en alto la antorcha de la profesión, pero también hay otros, como la inefable Victoria Prego, que continúan impertérritos su labor de mamporreros, intentando sostener los palos del sombrajo cuando hace años que el sombrajo está por los suelos. Casi de pasada, un ex agente del CESID comenta que el verdadero motor intelectual del 23-F fue el mismísimo rey Juan Carlos y a continuación un analista experto en espionaje asegura que la tan cacareada actuación del rey en televisión fue la guinda de una operación de inteligencia prácticamente perfecta. Da bastante vergüenza escuchar a Fernando Onega, y a otros tantos como él, fingiendo su escándalo ante las lastimosas revelaciones de los últimos años, como si no hubieran sido ellos mismos los que forjaron sus exitosas carreras a base de cerrar mucho los ojos, los oídos y la boca. Por un momento da la impresión de estar viendo al gendarme de Casablanca precintando el bar de Rick mientras se mete la ganancias en la gorra. En cuanto al testimonio sacerdotal de José Bono, predicando que el rey es humano y no divino, no se sabe si da más asco que risa o más risa que asco.
En fin, puede que el documental sirva para abrir los ojos de algún inocente o algún incauto, pero adolece de una falla fundamental en este tipo de trabajos: está dirigida exclusivamente a un público convencido de antemano, porque a los partidarios irredentos del rey Juan Carlos no van a convencerlos de ninguna manera, ni con audios ni con exclusivas ni con revelaciones de última hora. Tal vez habría sido más efectivo contar todo este esperpento terrorífico a través de la ficción, una teleserie al estilo de la que Atresmedia está a punto de lanzar sobre el romance entre Bárbara Rey y Ángel Cristo. A menudo la ficción es el único camino para contar la verdad, sobre todo ahora, cuando la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad sobre el campechano que ha estado décadas al frente del país, parece mentira.
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