Opinión
Ni ricos ni pobres
Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
No hay mañana de Reyes que pueda superar a aquella, mediada la década de los noventa, en que recibí el gran maletín negro de K’nex. Ignoro si se sigue vendiendo ese juego de piececitas para construir, que era entonces muy popular y cuyos anuncios llevaban poniéndome los ojos como platos durante semanas. Todavía creía en la magia de aquellos sabios venidos de lejanas tierras, pero de alguna manera sabía que, salvo milagro, aquel maletín lleno de piezas de colores –¡y hasta una dinamo para fabricar vehículos que se movían de verdad!– quedaba fuera de mi alcance. Cuando abrí el regalo, la felicidad fue tan grande como la sorpresa.
Horas más tarde, mi hermano y yo fuimos a jugar con los nietos de una vecina, que solían venir en vacaciones. Vivían con sus padres en Madrid, un lugar que desde mi pueblo manchego me parecía no menos distante y misterioso que aquel del que venían los Reyes. Nos mostraron todo lo que les habían traído a ellos: un maremágnum de cajas, muñecos, videojuegos y ropa nueva que nos fueron detallando con gran alegría. Dábamos por acabado el repaso cuando dijeron: ah, y eso también. Eso, olvidado en un rincón, era el maletín negro de K‘nex.
Años después, cuando las navidades ya tenían más de trámite que de fantasía, recordé la anécdota con mi hermano (que es el mayor). Me explicó algo que yo no sabía: con cuatro o cinco años, mis padres se vieron obligados a revelarle el engaño navideño ante la evidencia de que nuestros vecinos recibían muchísimos más regalos que nosotros. Si se habían portado más o menos igual de bien, ¿por qué la diferencia era tan grande?
Aquel niño desencantado se empeñó en mantener la ilusión de su hermano pequeño lo más intacta posible, y lo consiguió. Alguna explicación me sirvió para aceptar que los magos de Oriente fueran más generosos con los hijos de un médico madrileño que con los de un agricultor manchego, y la vida siguió adelante. En mi ensimismamiento infantil, el maletín de piezas eclipsó con éxito todo lo demás.
Tres décadas más tarde, repaso aquellas navidades y pienso que son estas fechas, en muchos casos, el primer marcador de clase inescapable. Al menos, para ese espectro amplio que arranca en la clase baja acomodada (definición precisa como la punta de un diamante que le escuché al cómico Javier Cansado) y termina con una clase media-alta (me suena más natural medio alta) capaz de permear por abajo y por arriba. Para la mayoría de las personas que hemos crecido ni ricas ni pobres, los regalos invernales fueron una primera unidad de medida para precisar cuál era nuestro punto de partida en el tablero social.
Unas conclusiones que me resultan hoy menos automáticas. Es significativo que recuerde tan bien ese momento de la anécdota del K’nex, porque me hizo sentir inferior, y sin embargo no dejaba de ser un regalo caro que hasta la misma mañana de Reyes consideré fuera de mi alcance. Jugué mucho con el contenido de ese maletín –lo primero que construí fue un tractor para enseñárselo a mi padre–, y no lo hubiera cambiado por nada, pero también aprendí que el mayor de los tesoros de una persona siempre puede resultar calderilla para otra.
Hoy soy yo el que vive en Madrid y vuelve al pueblo en Navidad. Quizás por ser el pequeño de la casa –o como pago al esfuerzo común de preservar mi ilusión de crío hasta el final– me encargo de escoger los regalos, incluidos los míos. Y cada año es más difícil porque, con mis padres mayores y mi hermano y yo con vidas definidas y asentadas, me doy cuenta de que no nos falta nada importante. Seguimos siendo ni ricos ni pobres, y los regalos a nuestro alcance son una simple sustitución de algo que ya tenemos.
Si el mundo real siguiera la lógica de Solo en casa 2, concluiría con que el verdadero regalo que nos ofrecemos es el amor, el tiempo y cuidar los unos de los otros. Pero como el amor, el tiempo y los cuidados no se pueden envolver, sigue habiendo que pasar por el trámite de escoger algo que poner bajo el árbol. Entre el niño que ponía los ojos como platos ante un juguete y el adulto que se compra algo por Reyes como por descarte no solo han pasado los años, también una acumulación de objetos que perpetúa otra ilusión, la de aquellos que miramos a un lado y al otro del tablero y nos engañamos pensando que estamos en el centro.
Ese limbo de clase tiene cuando creces marcadores más específicos. Por ejemplo, que el 5 de enero no solo sea la noche de Reyes, sino también el día límite para pagar el alquiler del mes. En cualquier caso, nunca fallan las navidades para recordarnos que si podemos comprar regalos es que nuestra suerte no es de las peores. Por mucho que se acumulen en la casa de al lado.
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