Opinión
La protesta es democrática, el odio es destructivo
Por José Antonio Martín Pallín
jurista español, magistrado emérito del Tribunal Supremo
Según las teorías evolucionistas, lo que distingue a los seres humanos de los primates es la capacidad de pensar y expresar sus ideas. En las sociedades democráticas que nacen de la Revolución francesa, la conquista de las libertades no se explica si no es por la rebeldía de los grandes pensadores de la Ilustración frente a los poderes absolutistas. La declaración de los derechos del hombre y del ciudadano destaca en su artículo 7: El derecho a manifestar las ideas y opiniones, sea a través de la prensa, sea a través de cualquier otro medio y el derecho a reunirse pacíficamente. La Constitución de los Estados Unidos de América de 1787 no contiene una declaración específica de los derechos y libertades, por lo que se ha acudido a la técnica de las enmiendas para declararlas y reconocerlas para todos los ciudadanos. La primera enmienda protege la libertad de expresión, de prensa, de reunión y el derecho de solicitar al gobierno compensación por agravios. En una declaración complementaria proclama que la libertad de prensa es uno de los grandes baluartes de la libertad, y nunca puede ser restringida sino por gobiernos despóticos.
En nuestro país, diga lo que diga el coro atronador de voces de la derecha mediática, no existe polarización, sino las normales divergencias políticas consustanciales a una democracia. Otra cosa es el tono, el argumento y los comportamientos públicos. Es normal, y así sucede en otros países, que diversas opciones políticas tengan planteamientos diferentes en relación con aspectos que afectan a la integridad territorial, la economía, el sistema tributario, la sanidad, la enseñanza y otros derechos y libertades. Esta afirmación la corroboran las alianzas de gobierno configuradas por el PP y Vox en algunas Comunidades Autónomas, entre otras medidas retrógradas, que han desembocado en censura cultural y subvenciones a escuelas de tauromaquia en detrimento de fundaciones que aglutinaban a empresarios y trabajadores que habían conseguido la firma de muchos convenios y una satisfactoria paz social. Nos queda el derecho a la crítica y a la protesta pacífica, pero habrá que esperar al funcionamiento de las reglas democráticas para cambiar el rumbo de estas políticas regresivas y autoritarias.
Desde que se incluyó en el Código Penal el artículo 510, que castiga con penas de cárcel a quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra variados y extensos grupos sociales, me he manifestado en contra de esta iniciativa por la inseguridad jurídica que genera. De todas estas conductas solamente la violencia se materializa en el empleo de fuerza física y la discriminación en actos o decisiones concretas, por lo que su determinación de su existencia por parte de los tribunales se puede hacer con una cierta seguridad y claridad. A todos los colectivos que pretende proteger se les defiende mejor con medidas económicas, educativas y sociales que con la amenaza del Código Penal. En todo caso siempre está abierta la vía de un posible delito de amenazas.
El odio es un sentimiento indisolublemente incrustado en la naturaleza humana. Desde Caín ha estado permanentemente unido al transcurso del devenir histórico de la humanidad. Las religiones han sido un factor desencadenante de guerras y matanzas, justificadas por sus dogmas y creencias y por el odio a los herejes. El derecho penal debe tener un elevado nivel de seguridad y certeza y no puede internarse por el territorio emocional de los sentimientos. Parodiando a Calderón de la Barca, podemos decir que el odio es patrimonio del alma y alma solo es de Dios. Los jueces terrenales, salvo que pequen de soberbia, no están legitimados para suplantar a Dios. Conviene eliminar el denominado delito de odio, es suficiente con el de amenazas, antes de que alguno de sus panegiristas, como aprendices de brujo, caigan enredados en sus telas de araña.
Se necesitarían varias paginas para recoger el catalogo de insultos, descalificaciones e incluso amenazas que desde el Partido Popular y Vox se han lanzado contra la figura del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, equiparándolo a un espíritu o genio maligno. Como era previsible, a la vista de esta campaña, repicada por sus terminales mediáticas, insólita en otras latitudes, han resurgido las ancestrales costumbres de celebrar aquelarres en los que se quemaba o apaleaba la figura de Judas o el diablo para librarse de sus males. Los partícipes en estos rituales se sentían poseídos por el mal y descargaban su furia contra el muñeco convencidos de que la maldición desaparecería como por encanto. Pienso que el PSOE, en vez de explorar las vías legales, podría sugerir que esta turba se sometiese a un exorcismo público para sanar sus almas. Por lo que leo, algunos columnistas también necesitan, por lo menos, un ejercicio de reflexión antes de apuntalar y justificar estos medievales excesos.
Los partidos políticos de la oposición, en un sistema democrático avanzado o consolidado, tienen la obligación de ofrecer alternativas a las políticas del Gobierno cuando estiman que son perjudiciales para la sociedad o se apartan de los principios con los que ellos comulgan. Cualquier otra actividad o comportamientos como los que estamos viviendo solo sirven para sembrar odio y crear un vacío político peligroso que abre las puertas a soluciones autoritarias. La amnistía puede ser discutible políticamente, pero en ningún país civilizado se puede esgrimir como la causa de la descomposición y la rotura de una nación.
Como escribía recientemente Manuel Vicent: "El odio es el arma de destrucción masiva de más largo alcance, viene del neolítico, pero muchas veces el odio se confunde con el miedo y juntos constituyen el germen del fascismo". Hay que hacer frente a este negro futuro con las armas que proporciona en una democracia el ejercicio de los derechos y libertades de manera firme y sin complejos, a la espera de que los sembradores del odio vuelvan al terreno de la dialéctica civilizada.
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