Opinión
¿Podemos parar ya la avalancha de 'true crimes'?
Por Paco Tomás
Periodista y escritor
Actualizado a
Unpopular opinion, que dicen los zeta. Creo que he llegado al tope de tolerancia de true crimes que soporta mi cerebro y mis escrúpulos. Y sé que es una opinión impopular porque las cifras me lo restriegan por la cara. Es el segundo contenido audiovisual preferido por los consumidores, después de la comedia. Pero hay algo en esta avalancha de podcast, documentales y ficciones true crime que me devuelve un retrato social perturbador. Me explico.
Los datos aseguran que la principal audiencia del true crime son mujeres. Precisamente quienes más veces aparecen como víctimas de la violencia, habitualmente patriarcal, en esos formatos. Mujeres y niños. Mujeres de más de 30 años que creen que ver esos contenidos les ayuda a estar alerta ante la amenaza y les permite descubrir técnicas de supervivencia. No lo digo yo. Lo dice un estudio de la filial española del portal de actualidad económica y tendencias Business Insider. La mujer se enfrenta a estos contenidos asumiendo su posible rol de víctima, con una volátil sensación de control de los mecanismos de actuación de la mente criminal y, sobre todo, con el deseo de que se haga justicia. Yo creo que da para reflexión muy seria.
Esto no va contra la narración de crímenes o el acercamiento a la psicología del asesino. Los true crimes tienen más de 70 años. A sangre fría, de Capote, es un true crime. También La ciudad de los vivos, de Nicola Lagioia, lo es. Entonces, ¿dónde está la diferencia con la avalancha de producciones que nutren las plataformas? A mi entender, el concepto de negocio pervierte la narración. El modelo económico del true crime hace caja. No han venido a hacer justicia, como algunos creen. Han venido a hacer caja. Primero se hace el documental y si el documental lo peta, la serie de ficción. El funcionamiento del negocio en el capitalismo es muy previsible: si algo funciona, mañana tendrás diez más de lo mismo y pasado mañana, cien. Hasta que, como explicaba el economista Charles P. Kindleberger en su análisis de las burbujas económicas y financieras, la novedad dé paso a la saturación, la saturación al desencanto y éste, a la decadencia.
Vemos asesinatos, violaciones, acosos, abusos a menores, como si se los hubiera imaginado un guionista pero sin activar nuestro sentido crítico ante lo que estamos viendo. Cuestionamos más la ficción porque en el true crime, lo verdadero anula lo inverosímil. Y en el germen de lo veraz habita el morbo. El crimen, como entretenimiento.
Por ejemplo, Cómo cazar a un monstruo, el documental del youtuber Carles Tamayo sobre un pederasta que estuvo actuando con total impunidad durante décadas y que es el fenómeno de la temporada en Prime Video. ¿Qué diferencias encontráis entre ese formato y el trabajo que hace Nacho Abad o Ana Rosa Quintana cuando tienen un suceso jugoso entre manos?
Todos tenemos claro quién es el monstruo del título. Es Lluís Gros, condenado a 23 años de prisión por abuso de menores y que estaba en libertad, buscando nuevas víctimas. Sin embargo, en las diferentes capas de la miniserie, encuentro muchos de esos detalles perversos que comentaba. El youtuber Carles Tamayo, director, guionista y protagonista, es el antagonista del monstruo. Basa su conducta durante los tres episodios en que él está haciendo periodismo de investigación. Olvida que el periodista de investigación nunca es protagonista de la historia. De hecho, su anonimato es clave para la investigación. Ese anonimato ya está pervertido en la era Youtube, donde el narcisismo suele velar el talento. Y lo que acabo viendo según avanza el documental es a una especie de Andrea Caracortada ofreciéndonos, en exclusiva, lo peor del día. Eso sin contar que, mientras persigue a un pederasta oculto en unos pisos vinculados a una orden religiosa, se permita bromear con una cafetería que tiene capuchinos como especialidad.
El fenómeno del true crime acaba alimentando, desde un supuesto estatus narrativo, la misma sensación de miedo, inseguridad y desconfianza que estimulan los programas en los que se habla de la amenaza de la inmigración o de la ocupación. No porque el true crime lo haga de una manera consciente -algo que en las redacciones de los programas de televisión sí sucede- sino porque la saturación de contenidos similares, buscando su porción económica del pastel, acaba dibujando un escenario que funciona como una cámara de resonancia de relatos del tipo “la justicia no funciona” o “no te pongas esa ropa, no hables con desconocidos, ¿qué hacías tú en casa de ese tío a las cinco de la mañana?”. Narraciones que alteran la percepción del delito, nutren las teorías de la conspiración, refuerzan estereotipos y, una vez más, ponen el foco en lo que debe o no debe hacer la víctima mientras el asesino recibe un reconocimiento de estrella mediática. Y pienso en “El caso Sancho”, en Max.
Menos mal que voces como las de Patricia Ramírez, la madre del pequeño Gabriel Cruz, han alertado de este fenómeno y ha logrado parar la producción del documental que se estaba preparando sobre el asesinato de su hijo. Tal vez, y este solo es un deseo en voz alta, haya llegado el momento de anteponer otros valores al imperturbable deseo de negocio.
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