Opinión
El pez que vino del abismo


Por David Torres
Escritor
Nos empeñamos en ver cosas donde no las hay, en interpretar el mundo según nuestros parámetros y descubrir mensajes ocultos en la espiral del humo de un cigarrillo. De niño, como todos los niños, yo buscaba rostros agazapados en los azulejos de la cocina o en las manchas de petróleo flotando en las aguas del puerto. Una tarde de verano alcé la cabeza y vi, esculpido momentáneamente en el cielo, el de un Jesucristo gigantesco: el augusto perfil con la nariz puntiaguda de la iconografía católica, la barba rojiza, los párpados caídos y un rosario de nubes formando la corona de espinas. Se despedazó casi en seguida, hecho jirones por el viento, pero durante los segundos en que sobrevoló mi barrio, aquel espejismo amasado en rosas y en púrpuras tiñó el crepúsculo de sangre.
Sé que vi a Jesucristo aquella tarde entre las nubes porque llevaba años viendo el mismo Jesucristo exhausto y torturado en crucifijos escolares, ilustraciones infantiles, lienzos barrocos, estampas religiosas y pasos de Semana Santa. No había duda posible: era el mismo profeta hippie de la película de Zeffirelli, del musical de Andrew Lloyd Weber y de las canciones de misa. El mecanismo por el que mis ojos descifraron un aglomeramiento de nubes en esa inconfundible efigie dolorosa es el mismo por el que hemos bautizado con etiquetas terroríficas a ese pobre rape abisal que subió a morir desde el abismo en la costa de Tenerife. Los titulares alarmistas de los periódicos hablaron de “pez de pesadilla”, de “demonio de las profundidades”, de “diablo negro”, incapaces de apreciar la inhumana belleza de ese balanceo fantasmal, esa boca abierta y erizada de dientes, esos ojos cegados por una luz inédita.
La explicación científica es que el animal estaba enfermo o desorientado, quizá ambas cosas a la vez, y que emprendió un camino sin retorno que lo llevó a morir en la superficie: un viacrucis hacia lo alto similar al suicidio de aquel pez atado a un globo que asciende a los cielos mientras Benny Hill está a punto de lanzarse al mar con una piedra atada al cuello. Pero la explicación científica no basta, resulta demasiado plana, demasiado pedestre, y entonces intentamos buscar un significado a un habitante de las profundidades que decide (un verbo antropomorfo que es pura prosopopeya) abandonar las tinieblas protectoras, remontar hacia el horrible misterio del sol y su blancura asesina. En medio del auge del terraplanismo, del abandono de la razón y de nuestro alegre retorno a la Edad Media, nos inquieta esa aparición como un eco de los tiempos antiguos en los que una lluvia de ranas, un parto de un ternero con dos cabezas o un eclipse lunar auguraban catástrofes y prodigios.
Al hilo de esa hermenéutica fallida, podemos interpretar el sacrificio vertical del pez de los abismos como un símbolo del fascismo que -oculto durante décadas en las fosas marianas del subconsciente occidental- ha acabado por emerger en las playas de nuestra época. No es muy difícil descubrir un aire de familia entre la bocaza del rape moribundo y la jeta depredadora de Donald Trump, entre sus ojos desamparados y la mirada desquiciada de Elon Musk, entre su ansia por llegar más arriba y los intentos desesperados de Abascal por parecer más alto -aunque ni el rape ni Abascal, al menos esta vez, se pusieron de puntillas. Pero sería una injusticia, una necedad, quizá también una abominación, establecer dicha metáfora, aunque sólo sea por la dignidad con que ese pobre pez afrontó su ascenso hacia la muerte en solitario.
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