Opinión
Peorcitas de lo nuestro


Por Silvia Nanclares
Escritora
-Actualizado a
Hace unas cuantas temporadas, la actriz Pilar Gómez giró con un monólogo –un unipersonal, como dicen en argentina– titulado Mejorcita de lo mío. Un título que, con toda la retranca, recogía el espíritu burlón e incisivo del montaje, una vuelta de tuerca descreída a la subjetividad, la nuestra, curtida en las galeras de la autoayuda. Gloria bendita era aquel espectáculo. Estar mejorcita de lo mío es una expresión que suena a señoras, a la salud de las señoras comentando en la farmacia cómo van de lo suyo. El miércoles pasado, viendo 7.291 (Juanjo Castro, 2024) en el Canal 24 horas me acordé de aquella frase. De cada una de las mujeres que, hace ahora cinco años y hasta el 14/03/20, desgranaban frases así en las zonas comunes de la Gran Residencia por ejemplo, la residencia de la Comunidad de Madrid en la que murió una de las mejores amigas de mi madre. Concretamente el 2 de abril de 2020. Ella estaba bien de lo suyo hasta que lo nuestro, lo común, lo público, lo que tendría que haberle protegido de lo suyo y de lo de lo fuera, la traicionó. Lo suyo era una enfermedad degenerativa que afectaba ya a su cognición y su movilidad. Los dos checks de los protocolos de la vergüenza que la condenaron a morir como no queremos saber. Mi familia, su familia, hemos optado todos estos años por no saber. Una vía de supervivencia tan válida como cualquiera otra. Cada uno vive el shock y el trauma como puede. Hemos optado por olvidar, por dar por buena la versión piadosa de una de las enfermeras, ahora sabemos que más que probablemente inverosímil. Una versión que nos ha servido hasta que la Marea de Residencias y la Comisión Ciudadana por la Verdad en las Residencias de Madrid entrara a airear la verdad como no se aireó su cuarto y el de las otras 7.290 víctimas en los días extremos de aquella primavera fúnebre. Y entonces es inevitable mirar. Y ver.
Dice el sociólogo Didier Eribon en su ensayo Vida, vejez y muerte de una mujer de pueblo, que el día que ingresó a su madre en una residencia –por qué no llamarlo geriátrico, como hace él, las palabras embellecen pero también ocultan– de una ciudad pequeña a 45 minutos de París, pensó que aquel sería un escenario habitual de al menos la siguiente década de su vida. Pero no. Su madre fue víctima del “deslizamiento”, una especie de síndrome de empeoramiento de todas sus condiciones previas que sufren algunas personas al poco de ingresar a una residencia. «Las personas mayores que ingresan en el geriátrico están en peligro durante los dos primeros meses. En grave peligro. Es lo que se llama, me dijo, el deslizamiento». La madre de Eribon se deslizó, a una velocidad que nadie esperaba, al menos no su propio hijo, hacia la muerte. A partir de esta experiencia traumática el brillante sociólogo francés hace una reflexión brutal sobre las residencias como lugar sin esa expectativa intrínseca –esa cosa que llamamos cansinamente proyecto vital– que es motor de toda vida contemporánea. Sentirse fatalmente aparcada, en un compás de espera infinito, en un moridero, fue lo que mató en parte a la madre de Eribon. Se puso, en un tiempo récord, peorcita de lo suyo. Pero no todas las experiencias son así. Recuerdo bien la alegría de mi madre cuando salió la plaza de su mejor amiga, ella tenía todo el derecho a ella, por muchas razones. Instalarse allí fue iniciar una nueva vida. Una vida de atenciones, un alivio a una situación de gran dependencia, una de esas alegrías públicas que te hacen sentirte menos sola ante las adversidades. Y en esa sensación de estar protegida, mejorcita, vivió hasta el 14 de marzo de 2020.
La editorial Cabaret Voltaire publicó en 2020, no sé si por casualidad o no, Una mujer, el libro que Annie Ernaux escribió a la muerte de su madre, también en una residencia. Al volver de sus visitas semanales, A Ernaux solo le calmaba sentarse a escribir. Y de esa práctica casi en trance nació ese breve libro, del que sin duda bebe Eribon para escribir el suyo. La madre de Ernaux también murió en primavera. «Mi madre murió el lunes 7 de abril en la residencia de ancianos del hospital de Pontoise», así empieza este libro, del cual tuve la suerte de dirigir la versión en audiolibro que narró la actriz Bárbara Lennie. Recuerdo el silencio en la cabina, la voz rota de Bárbara, la congoja cuando terminamos de grabar las frases finales del libro, de estilo tan clínicamente desgarrador como solo logra Ernaux pero llenas de emoción. La muerte de la madre en una residencia fue capaz de romper las compuertas de la contención ernauxiana. Desató la lucidez sociológica de Eribon. Llevó a Juanjo Castro, el director de 7.921, a remangarse para contar esta durísima historia colectiva. Las madres, nuestras madres, muchas madres, muchos padres, dejaron injustamente de decir aquellas frases hechas sobre su salud al sol, de calibrar si seguían mejorcitas de lo suyo en los espacios comunes a toda residencia. Sus muertes nos convirtieron en una sociedad mucho peor. Nos dejan peorcitas de lo nuestro, de lo común, de lo público. De lo que en definitiva, y cada vez está más claro: solo lo público y común nos podrá salvar.
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