Opinión
El partido político, el gran jacobino de nuestra época
Por Ramón Soriano
Catedrático emérito de Filosofía del Derecho y Política de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla
De los partidos políticos se ha dicho casi todo en sentido negativo y se ha señalado las muchas disonancias y disfunciones respecto al papel que de ellos se espera. Se ha criticado que son jerárquicos, antidemocráticos, colonizadores, mercantilistas, desideologizados, burocráticos, clientelistas, corruptos, profesionalizados… Quizás la opinión que más se reitera actualmente sea la del partido cath-all, “atrápalo todo”, expresando que es una máquina electoral a la que lo que le interesa es conseguir votantes, aunque ello suponga perder su identidad. Pero no es una expresión actual, sino que viene de muy lejos y la lista de sus invocadores sería interminable (Weber, Michels, Touraine, Schumpeter, Sartori, Von Beyme, Offe, Kircheimer, Panebianco… por señalar algunos autores).
Lo mismo podemos decir de otra expresión, cartel party, complementaria de la anterior, que significa que el partido tiene como principal fin permanecer y sobrevivir, para lo cual pacta desnaturalizando sus señas de identidad, si es preciso. Creo que estas dos expresiones definen bien al partido político, el “partido mercantil en el mercado electoral”.
El partido político jacobino
Pero en el marco de las numerosas adjetivaciones achacadas a los partidos políticos falta la que considero más ilustrativa de sus características: el partido político jacobino. El jacobinismo, defendido por la importante facción de los jacobinos, representada por el ahora valorado Robespierre, es una construcción de la evolución política de la Revolución Francesa, que lleva al parlamento a la máxima detentación y concentración del poder político, en sí mismo y directamente; no hay otro representante de la voluntad popular que el parlamento y esta representación le legitima para ejercer sin mediaciones el poder por delegación del pueblo; el parlamento es el titular único de un poder político indivisible; la división de poderes es una idea atentatoria a la esencia del parlamento, titular de todo el poder político y único ejerciente del mismo; el parlamento es a un tiempo órgano que dicta las leyes, que administra y que se convierte él mismo en sala de justicia. Puesto que en el parlamento reside todo el poder, es el parlamento quien designa a todos los cargos públicos.
El jacobinismo, que es una suerte de dictadura del parlamento, contraviene uno de los pilares del Estado de Derecho, producto precisamente de la Revolución Francesa: el principio de la división e independencia de los poderes del Estado frente a la idea de que todos los poderes se concentren en un solo órgano, aún cuando sea tan relevante como el parlamento. El jacobinismo supone la máxima expresión teórica de la soberanía del pueblo, que es tan soberano que él mismo, organizado en parlamento, debe ejercer todos los poderes. En cambio, la democracia liberal separa titularidad y ejercicio: titular de la soberanía es el pueblo y sólo el pueblo, pero el ejercicio de los poderes derivados de la misma debe ser encomendado a órganos separados e independientes, porque de lo contrario, el pueblo soberano se convierte en dictador de sí mismo.
Hoy en día, los partidos políticos, a través de los parlamentarios, que a ellos deben su escaño, se han convertido en los grandes jacobinos de nuestra época. De ellos (y sólo de ellos) dependen la política y los cargos públicos de nuestro país; no hay política fuera del partido político. Pero el problema no estriba en esta absorción plena de la política en manos de los partidos, sin que exista una esfera intermedia entre sus estructuras burocratizadas y los simples ciudadanos, sino en el modo de hacer dicha política, porque el partido político, en el paso de una democracia liberal a una democracia de partidos, se ha convertido en la instancia única del ejercicio del poder, actuando a través de sus acólitos, los disciplinados líderes y militantes.
El partido llega a todos los ámbitos del poder a través de los grandes tentáculos que representan sus acólitos y afines, a los que sabe colocar en los lugares oportunos: a uno en el parlamento, a otro en el órgano rector del poder judicial, a un tercero en el mismísimo Tribunal Constitucional, a un cuarto en la Fiscalía General del Estado... y así sucesivamente. Recuerden las palabras del presidente Sánchez, cuando un periodista le interpeló sobre la independencia del Fiscal General del Estado. “¿De quién depende el Fiscal General del Estado?... Pues eso” -respondió el presidente del Gobierno. Efectivamente, el hoy en entredicho Fiscal General del Estado es designado por el presidente del Gobierno, líder de un partido político.
No hay independencia de los poderes públicos en nuestro país, del que dice la Constitución que es un Estado social y democrático de Derecho, en su primer artículo. Y no la hay, porque en cualquier esfera de poder público acecha, incansable y vigilante, el gran jacobino, que parecía abatido en la Revolución Francesa: el partido político.
Omnipresencia y omnipotencia del partido político
Derivado del carácter jacobino del partido político es su omnipresencia y omnipotencia en todas las esferas de los poderes públicos y más allá de ellos. El partido político presenta actualmente un amplio dominio, siendo los campos de su hegemonía los siguientes: 1. El dominio de las elecciones y los electores mediante listas electorales bloqueadas y cerradas, que el elector tiene que aceptar, si quiere votar; 2. El dominio de la organización partidista y de la militancia: la ausencia de democracia interna de los partidos; 3. El dominio de la sociedad: la colonización de la sociedad civil por los partidos políticos a través de las ayudas y beneficios que de ellos reciben sectores de la sociedad;4. El dominio de las instituciones: el sistema de cupo para adueñarse los partidos políticos de las instituciones públicas, incluso de las instituciones de control, como las Autoridades Independientes; 5. El dominio de la actividad política: la profesionalización de la política.
Sin embargo, los partidos políticos no se merecen el dominio absoluto que disfrutan de la escena política desde los puntos de vista jurídico y social. Jurídicamente ni siquiera el constituyente les concedió tal predominio. Según el art. 6 de la Constitución: “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Los partidos son instrumentos de participación política. Instrumentos, esto es, medios y no fines. No son la participación política, sino un medio para alcanzarla. Como medios, son instrumento fundamental, pero no exclusivo y único, porque hay otros medios de participación. Son también los partidos políticos concurrentes a la formación de la voluntad política. Concurrencia quiere decir ir con otros. Tampoco son exclusivos en la formación de esta voluntad, sino unos agentes más.
Desde un punto de vista social los partidos políticos no son asociaciones participativas. Rara vez la élite de los partidos acude a los militantes para oír su opinión, menos aún para asumir ante ellos el control de sus decisiones. Tampoco son partidos de dinamización social; todo lo contrario: los partidos son cada vez más corporaciones centralizadas y burocratizadas. Tampoco están próximos, ni reflejan a la sociedad a la que dicen servir: son entes distantes ocupados en la lucha por el poder. Y finalmente ni siquiera desarrollan realmente la función a la que deben su existencia, la representación de los ciudadanos, pues ni cumplen los programas por los que fueron votados, ni se relacionan con los ciudadanos votantes más allá de los escasos días de la campaña electoral. Hasta ejecutan la farsa de presentar en las elecciones candidatos/as a provincias, cuyo territorio ni siquiera han pisado una vez en su vida.
¿Solución de cara al futuro?
La solución al problema ocasionado por una democracia representativa, exclusiva y excluyente, configurada por unos partidos políticos jacobinos, reside en la apertura de nuestro país a otros modelos democráticos -la democracia directa y la democracia participativa- en el marco de una democracia armónica, conjunción equilibrada de los tres modelos democráticos: representativo, directo y participativo. Pero esto es ya materia de otro artículo.
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