Opinión
Si las parejas se rompen, las amistades se quiebran


Por Enrique Aparicio
Periodista cultural y escritor
-Actualizado a
El planeta Saturno tarda 29,45 años en dar la vuelta al sol. En la mitología astrológica, el retorno de Saturno es el momento en que este astro vuelve a la posición en la que estaba en el cielo cuando nace una persona, marcando un renacimiento que, como en el primero, consiste en atravesar con esfuerzo de un ciclo vital a otro.
Sea por el retorno de Saturno –aunque algo demorado, quizás por esa adolescencia extendida en la que ha quedado en suspenso mi generación– o por el pretexto que cada uno se conceda, percibo a mi alrededor y en mí mismo una serie de diminutas catástrofes con un denominador común: aunque aún somos jóvenes en la mitad de la treintena, hemos vivido lo suficiente para contemplar el fin de la amistad.
Cuando dos amigos dejan de serlo, hay muchas órbitas que deben ser recalculadas. Me refiero, claro, a amistades que se acaban cuando bien podrían haber continuado: cuando no hay motivos externos o de peso –pienso en un cambio de ciudad, aunque hay relaciones se acaban reforzando cuando se presenta ese obstáculo– para que dos personas que se han dedicado tiempo y cariño ya no lo hagan más. ¿Cómo evitar la colisión cuando el otro cuerpo celeste sigue su curso cruzándose con el nuestro?
Tenemos interiorizados cantidad de protocolos que se activan cuando una pareja termina. Sean cuales sean las circunstancias, casi siempre sabemos reaccionar y tenemos clara nuestra posición cuando se acaba el amor romántico (por más atroz que resulte), pero cuando una amistad estalla, el terreno queda mucho más difuso. Mientras una pareja rompe, más o menos limpiamente, las amistades se quiebran, se desgajan en un proceso más lento y penoso que deja muchas esquilas a ambos lados.
Supongo que tiene que ver con la libertad que palpita dentro de toda relación de amistad: a los amigos los escogemos sin compromisos ni proyecciones previas, aunque después, como toda relación humana que se sostiene en el tiempo, debe tender a un mínimo equilibrio entre lo que uno ofrece y lo que a uno le ofrecen. La amistad, como una sufrida planta de interior, no necesita de grandes dispendios para sobrevivir; por eso es tan triste cuando dos personas no son capaces de entenderse ni que sea para otorgarle esas exiguas atenciones.
Puede que sea una percepción esquinada, pero creo que, al menos en la transición en la que me sitúo con mis coetáneos, la causa principal de las amistades que van cayendo es la falta de acuerdo en la concepción, precisamente, de qué es un amigo. ¿Aquel con el que llevamos compartiendo la vida diez, quince o veinte años, aunque ya no tengamos nada que ver? ¿Aquel con el que el intercambio se renueva, aunque no acumule tanta historia?
Hay quien se aferra a esas amistades agostadas al calor de la intensidad adolescente, gregarias al punto de considerar a los amigos algo así como miembros de un grupo político donde el interés del partido siempre queda por encima de las percepciones y padecimientos personales. Todavía a estas edades hay quien considera que es mejor sufrir en compañía que arriesgarse a estar solo, y puedo detectar en personas de mi entorno un íntimo desacuerdo con relaciones que, aunque han quedado estancadas, siguen llevando adelante ante el temor de descubrir qué es la vida cuando tienes que navegarla con tu sola brújula.
Mi intuición es que quien no sabe estar solo acaba por no ser un buen amigo. Sin duda podrá ser un gran colega, un excelente compañero de correrías o un inexcusable invitado a todas las fiestas, pero no un amigo. Antes o después, todos enfrentamos situaciones que dirimen las personas que de verdad apuestan por un acompañamiento de las que solo están contigo cuando les cuadra o cuando las cosas vienen bien dadas. Y por más doloroso que resulte, me da la sensación de que todos nos vamos a ver en la diatriba de separar a unos de otros. Como se dice en mi pueblo, aunque todo es barro, no es lo mismo tinaja que jarro.
Pero no hace falta que ocurra algo explosivo para hacer saltar por los aires una amistad. Es más, los amigos que más cuesta despedir son aquellos de los que nos ha ido alejando un acopio de desacuerdos, silencios y frustraciones. Aquellos con los que seguimos compartiendo tiempo y espacio aunque una capa de hielo se va formando entre los dos, que muchas veces el resto de los presentes debe esquivar o ignorar por el pretendido bien común.
El problema es que queremos creer que el bien común se resuelve como una media aritmética, y no es así. Si una persona sufre mucho y otras siete nada, no han sufrido las ocho solo un poquito. Quien sufre tiene derecho a expresarlo y a confrontar su origen, por mucho que obligue a los demás a tomar partido –hacer como que no pasa nada también es elegir– y a evaluar su propia manera de entender la amistad. Pero, por lo que voy comprobando, en muchos grupos se castiga más a quien perturba el statu quo que a quien de verdad lo merece.
Nadie sale indemne de una quiebra. Casi nadie saja de su vida una amistad con plena convicción y sin dudas. No hay historia de una amistad perdida en la que no haya palabras, hechos o indiferencias que lamentar por ambos lados. Pero disponer de un amigo como quien posee un título nobiliario, heredado e imperturbable, solo lleva a generar desengaños y desigualdades. La amistad no es un marquesado; es un vínculo vivo que necesita ser atendido.
Con más o menos empeño, con más o menos tiempo, con más o menos distancia. Cada amistad tiene su reino, su especie y su propia evolución. Y como ocurre en la naturaleza, de las amistades extintas aprenden las nuevas, de los restos de las amistades muertas se alimentan las que siguen evolucionando. Pero allí donde quebró una amistad siempre quedará una marca y, quizás, el invisible dolor de un miembro fantasma.
Comentarios de nuestros suscriptores/as
¿Quieres comentar?Para ver los comentarios de nuestros suscriptores y suscriptoras, primero tienes que iniciar sesión o registrarte.