Opinión
Esos novios sensibles que nunca discuten
Periodista
Recuerdo perfectamente aquella vez en que mi amiga M. vino a mi piso y me confesó que su novio se negaba a follar con ella si perdía el Barça. Estábamos en la Universidad, su novio venía a verla casi todos los fines de semana y se quedaba en su casa, pero, si perdía su equipo, no se acostaban, tampoco la besaba, ni la tocaba. Ni siquiera le hablaba, se convertía en un ser ausente que se paseaba cabizbajo por su habitación durante un par de días. El tipo no le levantaba la voz ni mucho menos le pegaba, y supongo que hay quién pensaría que no la maltrataba, sin embargo, pocos castigos me resultan más misóginos, infantiles y absurdos que ignorar a tu pareja porque ha perdido un equipo de fútbol, de básquet o de tenis de mesa. Pensaba que esto era una excentricidad, pero, con los años, he conocido a otras mujeres que padecieron en sus carnes la depresión post partido, que incluía desde escenitas dramáticas con necesidad de consuelo materno, hasta meterse en la cama a llorar un par de días. Ellas ni siquiera tenían la oportunidad de enfadarse porque ellos no les habían hecho nada (no hacer nada era, literalmente, lo que mejor los definía), solo estaban súper tristes. Se supone que cuando se rondan los 40 ya estamos mayorcitos para estos espectáculos ¿o no?
En el primer capítulo de la serie I Am (en Movistar Plus) se recrea la decadencia de una relación de pareja en donde el hombre, Adam, ejerce un maltrato silencioso sobre su mujer, Nicola, que constantemente es agredida con comentarios hirientes, ausencias y silencio. A él solo le importan sus propias necesidades y deseos, y por eso es él quien se pone triste si ella se enfada porque él le pide que no lleve determinada ropa (y, al final, consigue que ella no vaya a dónde quiere ir), es él al que le da el bajón si ella le recrimina que no se encargue nunca de las tareas domésticas (ni siquiera de su propia alimentación), y es él quien va como un alma en pena ante la mínima subida de tono de ella, que convive con un inútil caprichoso y un celoso de manual. Nicola se enfrenta a su pareja como lo haría cualquier ser humano vivo, discutiendo y argumentando su enfado, mientras que él responde como lo haría una zarigüeya: haciéndose el muerto. En cada discusión, la estrategia de Adam siempre es la misma, o bien no responde, o pone cara de criatura asustada y llena la mirada de ese vacío característico de los perros recién abandonados. Conozco muy bien esa mirada y sé el efecto que genera en los índices de cortisol.
Hacerse el tonto es una de las muchas formas de aplicar luz de gas, que es una versión de maltrato psicológico muy sutil y que tiene un impacto brutal sobre la salud mental de la víctima, porque la hace dudar de sus propias percepciones y experiencias. Fingir que eso de lo que te están hablando no va contigo, que no tienes ni idea de lo que tu pareja te reprocha, fruncir el ceño mostrando sorpresa o espanto ante tal o cual acusación, supone una perversión de la realidad y también una deslegitimación de los sentimientos de la otra persona y, por supuesto, también repercute en la impresión que los demás tienen de la relación. Una conocida me comenta “Desde fuera, siempre parecía que la que controlaba la relación era yo, que yo tenía mucho genio y él aguantaba mi mala leche. Hasta yo me lo creí durante un tiempo.”
Al no encontrar respuesta ni explicación alguna a los comportamientos mezquinos e irresponsables de su pareja, Nicola se cabrea más y más y, así, van entrando en una espiral de malos tratos sibilina en la que ella acaba completamente desquiciada y agotada, mientras Adam podría presentarse a si mismo como el damnificado de las peloteras de su mujer. Seguramente, si cualquier vecino pegase la oreja a la puerta durante una de sus broncas, solo la escucharía chillar a ella. Y luego dicen que nosotras nos hacemos muy bien las víctimas.
Desde que vi el episodio de la serie compartí con varias mujeres infinitos ejemplos de luz de gas similares a este, como cuando te desquicias discutiendo y el otro se pone en modo mute durante días, o cuando le estás echando la bronca por algo que ha hecho mal y desvía la atención hacia tu ira para sacarla de su propio comportamiento (mira cómo te pones, o peor, mira cómo se pone tu madre), cuando se hace el asustado (¿me estás amenazando?), cuando te ven llorando y no se acercan a ti para dejarte espacio y, en definitiva, cuando la cagan, una y otra vez, y no piden perdón hasta que estás tan en el límite que amenazas con dejar la relación o directamente la dejas, y entonces (¡y solo entonces!) el canalla empieza a llorar, se pone de rodillas y te dice que sin ti no es nada, aunque a ti te esté amargando la existencia. “Me hacía sentir controladora porque no me gustaba que tuviese posters de mujeres desnudas en la habitación o por desconectar el móvil durante dos semanas cuando se iba de viaje con sus amigos, cuando estaba claro que era yo la que estaba subordinada en aquella relación, pero lo único que se veía eran mis rabietas” me comenta otra compañera.
¿Algo más irritante que el tipo que se queda impávido mientras le están cantando las 40 por haberse gastado el dinero del alquiler o por haberte mentido una y otra vez? ¿Alguien más odioso que el que no contesta a tus “provocaciones” porque te respeta mucho? Tengo claro que todos estos elementos machistas no discuten porque prefieren que lo hagas tú. No gritan porque quieren que lo hagas tú. Y dicen que jamás te pegarían para demostrarte que, si algún día lo hacen, la que empezaste fuiste tú.
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