Opinión
Mudas
Por Noelia Adánez
Coordinadora de Opinión.
Últimamente estoy más preocupada de lo que acostumbro -que ya es bastante- por las palabras y lo que hacemos con ellas. Lo estoy cada vez más conforme nos cercan con las amenazas de una guerra que vendrá, un nuevo escenario insólito en el que múltiples conflictos bélicos entrelazados de maneras apenas comprensibles por el ciudadano común desorganizarán y tal vez amenazarán nuestras existencias. En ese momento, imagino -en la medida en que es posible imaginar algo así- depondremos por completo la palabra. ¿Acaso vosotros no os preguntáis cómo serán nuestras vidas y nuestras relaciones cuando llegue -si es que llega- ese momento? ¿O preferís no pensar demasiado en ello y fingir que cuando nuestros dirigentes deciden incrementar el gasto en armamento y formular la guerra como hipótesis están desplegando una política cautelosa sin consecuencias reales?
Como supongo que no sois tan ingenuos, continúo con lo mío. Evitaremos, tal vez, cualquier intento o forma de comunicación, presumo que por impotencia o por miedo. Supongo que nos pedirán cada vez más contención, nos alertarán con que si hablamos podemos empeorar la situación y nos advertirán de que ya no hay entendimiento posible. En ese escenario distópico que prefiguro, la violencia se impondrá, preveo, como recurso único; última ratio de las interacciones con quienes de un modo creciente, conforme distintos derechos se vean limitados o suspendidos, se percibirán como enemigos. No habrá lugar para la comunicación, solo para, en el mejor de los casos, una supervivencia basada en una convivencia distante, en la desconfianza y en el miedo.
Cuando no podamos hablar, ¿qué haremos entonces con las palabras que no diremos? ¿Tragárnoslas o escupirlas fuera de nuestras mentes? Porque lo cierto es que en la medida en que continuemos pensando -y no dudo de que lo haremos- las palabras seguirán arracimándose en nuestras gargantas, buscando el hueco por el que salir a impactar a quien sea, donde sea, como sea. Ese es su destino último, al fin y al cabo: impactar.
Sobre el impacto de las palabras, podéis ver estos días Pequeñas cartas indiscretas, una película británica cuyo principal reclamo son las actrices Olivia Colman y Jessie Buckley. Se trata de una comedia menor con escasas pretensiones, construida sobre un guion sin demasiados vuelos y ejecutada con una corrección perfecta para verla en el sofá una lánguida tardecita de domingo. Lo que me animó hace pocos días a salir de casa y acudir a una sala de cine es que está basada en una historia real. En 1919 la primera mujer policía de Sussex se implicó activamente en el desentrañamiento de un misterio: el que rodeaba las cartas obscenas que alguien envió insistentemente y de manera arbitraria durante años a vecinos de la localidad de Littlehampton. Edith Swan (en la película, Olivia Colman), acusó a su vecina, Rose Gooding (Jessie Buckley) de mandarlas. Rose era una madre soltera irlandesa deslenguada cuyo perfil se compadecía perfectamente con la acusación de Edith, hasta el punto de que incluso cuando se evidenció que ella no era la autora de los libelos, siguió siendo culpable ante los ojos de una comunidad en la que la irlandesa no terminaba de encajar, al menos no tanto como la devota protestante Edith, solterona al cuidado de un padre y una madre muy respetados y arraigados en el vecindario.
La estigmatización de la extranjera, en este caso una madre soltera de costumbres salvajes y lengua viperina, se ha contado muchas veces y, aunque la historia de Rose tiene sus particularidades, no me quiero detener en ella. Quiero hacerlo en la historia indiscernible, por lo que he podido averiguar, de Edith, que hace imposible entender sus motivaciones para escribir cartas obscenas plagadas de insultos y amenazas a conocidos, allegados y personalidades de su comunidad.
La película presenta una hipótesis más que plausible: Edith podría haber sido víctima de los rigores de un padre autoritario, exigente y violento a cuya voluntad se encontraría totalmente sometida. Su manera de expresar la ira y la frustración podría haber sido, por qué no, garabatear insultos y palabras gruesas en cartas destinadas a amedrentar y escandalizar el vecindario. En la película, Edith deja que las palabras que no le estaba permitido pronunciar en su casa, que es incapaz de decirle a un padre potencialmente maltratador o que lo es de facto, salgan disparadas y se esparzan por doquier, provocándole algo así como una íntima y maliciosa satisfacción que decide intensificar culpando a su vecina -con quien ha tenido diferencias y alguna discusión- de escribirlas.
En la película Olivia Colman termina por reconocer la autoría de las cartas, pero la verdadera Edith Swan no lo hizo nunca. Incluso cuando se la confrontó con los hechos, lo negó. La modesta y devota Edith no quiso admitir en público el extraordinario poder del que, en realidad, disfrutaba cuando escribía esas cartas. El poder de provocar en los demás un gran impacto, un tremendo shock.
Sobre palabras que causan un shock, en la novela Soy toda oídos la escritora surcoreana Kim Hye-jin cuenta la historia de una mujer que decide aislarse del mundo tras sufrir el acoso en redes sociales de quienes la consideran responsable del suicido de un conocido actor. Si bien el hombre sufría problemas de orden psicológico, tomó esta decisión fatal a raíz de una intervención de la protagonista -Haesu-, reconocida terapeuta y habitual en programas televisivos, en la que lo responsabilizaba de su situación, adicciones e inconsecuencias. Haesu reflexionará sobre el uso de la palabra que, de ser la herramienta principal para la sanación en terapia, pasa a convertirse en un instrumento de poder y violencia, tanto por lo que se refiere a las consecuencias en la vida de un hombre que tienen las que ella pronuncia como las que recibe de quienes continúan reconociéndola y culpándola por lo sucedido con el actor.
Edith experimentó intencionadamente con las palabras escribiendo cartas. Y así como sospecho que su satisfacción al imaginar a su destinataria escandalizada por el contenido debía ser de naturaleza libidinosa, también creo que quedó enganchada a esa emoción hasta el punto de insistir en una conducta que terminó trayéndole el descrédito y la cárcel y convirtiéndola en una paria.
Haesu perdió la capacidad de encontrarle a las palabras un uso positivo y prácticamente dejó de hablar -de manera sincera y extensa-, asediada como estaba por la culpa y la desconfianza. Es muy difícil volver a hablar cuando hacerlo ha tenido consecuencias tan devastadoras (éste es, por cierto, un aprendizaje típicamente femenino). Y, sin embargo, al final de la novela decide recuperar el uso terapéutico de la palabra, decide dejar de ser una paria, y volver a ser alguien con vínculos. La relación que entabla con unos gatos callejeros y con una niña en una situación familiar complicada son el estímulo para hacerlo.
Edith Swan en Inglaterra y Haesu en Corea del Sur un siglo después, entendieron -por vías e historias incomparables y extrañas- que las palabras pueden tener un poder extraordinario que se torna esencialmente violento cuando lo que se destina a la comunicación personal, lo que tenía como contexto el ámbito privado, trasciende al espacio público para ser -una vez allí- dramáticamente reinterpretado.
Nuestro tiempo es uno, justamente, de permanente reinterpretación dramática de la palabra en el espacio público. La palabra ya no se dice, se actúa, con estridente y maledicente impostura, es decir, sin relación alguna con la verdad ni afán de entablar conexiones con un logos común ni entre experiencias o subjetividades eventualmente compartidas.
Vivimos en una época en la que las palabras parecen continuamente destinadas a buscar un impacto brutal y desmedido; una tensión epatante y permanente. No parecemos interesados en emplearlas para garantizar un flujo de comunicación organizado en torno a la idea del intercambio, al servicio de la convivencia y del conocimiento. Las palabras construyen frases que describen los mundos dentro de los que buscamos autoafirmación, protección y una especie de narcótica tranquilidad. Sin duda la pandemia contribuyó a exacerbar tendencias que la precedieron. Recogemos ahora los frutos de dinámicas catastróficas en virtud de las cuales, si se puede ‘desear el fascismo’, por qué no la guerra, esa situación en la que ya de las palabras no quedan ni el intento.
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