Opinión
La ley del secreto ibérico
Por David Torres
Escritor
Actualizado a
Sin duda el secreto mejor guardado de la Ley de Secretos Oficiales es que existiera una Ley de Secretos Oficiales. Ya decía el conde de Romanones que en España no hay una estatua al soldado desconocido porque aquí nos conocemos muy bien todos. En tiempos de Mariano, desde las cloacas estatales y bajo el mando del ministerio del Interior, se organizó una trama de espionaje ilegal contra uno de los principales partidos de la oposición, una campaña policial que inventó y difundió bulos sobre la supuesta financiación ilegal de Podemos, que alentó ofensivas mediáticas contra sus dirigentes y que movilizó magistrados y periodistas con el fin de arrastrarlos por el fango. Poco antes o poco después se supo que los mismos poderes orquestaron una operación similar en contra del movimiento independentista catalán.
De secretas estas operaciones tenían más bien poco. A nadie con un dedo de frente se le escapa quiénes estaban detrás de estos y otros tejemajenes, porque los españoles somos incapaces de guardar un secreto y, como bien recordaba el conde de Romanones, nos conocemos muy bien todos. En España la policía secreta funciona con un desparpajo parecido al de aquel policía paraguayo que iba por el aeropuerto de Asunción con una gorra estampada que rezaba: “Policía secreta de Paraguay”. Amedo y Domínguez, dos de los pilares de los GAL, visitaban prostíbulos y casinos con la misma chulería de James Bond al presentarse en una reunión de Spectra a pecho descubierto, sin disfraz, ni nombre falso, ni cobertura, ni nada. “Me llamo Bond, James Bond” decía James Bond según entraba por la puerta y ya no quedaban dudas de que acababa de llegar el agente secreto más famoso del mundo.
En cuanto a secretos oficiales en todas partes cuecen habas. En 2017 el gobierno de Donald Trump desclasificó casi tres millones de documentos archivados que tiraban por tierra la versión oficial del asesinato de Kennedy. Según la Comisión Warren hubo un solo tirador, Lee Harvey Oswald, y una bala fabulosa que dio más vueltas que Mijáil Baryshnikov en El lago de los cisnes. Después de examinados los informes secretos, todavía no está muy claro si a Kennedy lo asesinó la mafia, un primo de Fidel Castro, un cónclave de petroleros texanos o el toro que mató a Manolete, pero lo único seguro es que Oswald no fue. Tiene gracia que a un aficionado como Trump le tocara bailar con el enigma más feo de la reciente historia de los Estados -lo que da una idea de cómo serán los demás presidentes, los profesionales-, pero lo cierto es que aún quedan unos doscientos documentos esenciales por examinar.
De manera que este lunes se ha aprobado un borrador que modifica la antigua Ley de Secretos Oficiales, una Ley que llevaba sin tocarse un pelo desde 1968, cuando Franco aún cazaba codornices, porque ya les decía que esta Ley era un secreto de la hostia y los sucesivos gobiernos de la democracia, los de derecha y los de centro derecha, han estado muy ocupados entre unas leyes y otras. A fin de cuentas, vivimos en un país donde cuesta décadas, sino siglos, cambiar las cosas, y a estas alturas lo más efectivo que se nos ocurre para luchar contra los incendios es que la familia real vaya a pedirle ayuda al apóstol Santiago. Tampoco es que la nueva Ley de Secretos Oficiales vaya a ser muy distinta de la anterior. Por lo que parece, vamos a tener que esperar medio siglo para enterarnos oficialmente de qué pasó realmente durante el golpe de estado del 23-F o de quiénes montaron los GAL. Como si no lo supiéramos.
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