Opinión
¿La ley era la trampa?


Por Marta Nebot
Periodista
-Actualizado a
Hay cuentos y cuentos. Los redondos tienen moraleja y perduran en el tiempo porque enseñan, porque conmueven, porque nos dicen cómo somos. No son perfectos y entrañan los defectos de cada época. A ratos son crueles y asustan, pero suelen tener final feliz porque su objetivo es que aprendamos a vivir mejor, no a tirar la toalla.
Natalia Junquera acaba de publicar uno que se titula “Nunca nos contamos lo que pasó” que nos interpela. Es un cuento para españoles aplicable a cualquier pueblo que haya vivido una guerra interna, a cualquiera que haya sido bueno y malo, a cualquiera.
En su relato retrata a los mejores entre las víctimas, los verdugos, los delatores, los supervivientes y entre los que los buscan y los encuentran.
De sus páginas se concluye que cualquier vida es sobre todo relato y que cada uno escribe el suyo sobre los renglones que le hayan tocado. Después está el relato del pueblo y ese sí que depende enteramente de cada uno: cada país escribe o no el suyo.
Nosotros ya tenemos uno publicado en el Boletín Oficial del Estado.
Hace pocas semanas la ley de memoria democrática cumplió dos años. En ella se aprobó lo necesario: exhumación de todas las fosas pendientes con dinero público, banco de ADN para guardar el de quienes se están muriendo en la espera, censo estatal de víctimas, salida de los benedictinos del antiguo Valle de los Caídos y resignificación del lugar tras concurso público, inventario de bienes incautados, listado de empresas que se beneficiaron de trabajos forzosos para repararlos, cierre de la Fundación Francisco Franco, sanciones por incumplimientos, etc.
El papel, incluido el del BOE, lo sostiene todo. Lo que pasa es que los relatos de vida y los relatos de país no se escriben bien con letras sino con hechos.
Los hechos relatan que desde su aprobación el Gobierno ha invertido 20 millones de euros en 600 actuaciones en las que se han recuperado 5.600 víctimas, pero no sabemos ni cuántas de ellas han sido identificadas ni cuántas siguen esperando a ser exhumadas.
El banco de ADN todavía no está listo; el censo nacional de víctimas, el inventario de bienes incautados y el listado de empresas que se beneficiaron del trabajo esclavo de presos republicanos, tampoco. Los benedictinos continúan custodiando, entre símbolos franquistas, el Valle y ni siquiera se ha convocado el concurso público para resignificarlo. La Fundación Francisco Franco permanece funcionando, el pasado 20N se volvió a celebrar el homenaje al dictador en la plaza de Oriente dónde lo hacen cada año. La multa de 10.000 euros que se impuso, en virtud de la nueva ley, por su organización, está recurrida en los tribunales, donde también irá a parar el cierre o no de la Fundación que lleva en el nombre la prohibida apología del franquismo, cuando se atrevan a cerrarla, si llegan a hacerlo.
Así que el relato de este país es que seguimos posponiendo lo obvio, que seguimos sin ser capaces ni de cumplir la ley para hacer un mínimo de justicia, aunque solo sea poética.
El relato de lo injusto se sigue imponiendo, su relato sigue ganando.
Y, aunque hemos empezado a contarnos lo que pasó, todavía nos falta mucho.
La pelea porque lo logremos da sentido a los que se cuentan que son justos; a los que hacen gimnasia con -como lo define Junquera- el único músculo del alma: la empatía. Ahora, aquí, muchos lo usan como lo usaron, en 1936, aquellos: ya no hay brigadas internacionales, pero entre los voluntarios que ayudan a exhumar a los desaparecidos, sigue habiendo gente de todo el mundo.
Y es que los únicos tesoros tangibles son los afectos y hay quienes consiguen tenerlo presente a pesar de que todo pretende ocultarlo. Son lo único que perdura, lo que nos puede hacer llegar satisfechos a la meta común. Los afectos solo brotan de la escucha, de la comprensión y del cuidado, de la piedad y del perdón, de la sinceridad y de las verdades mutuas.
Dicho esto, este 20N, toca admitir que se hace más difícil querer a un país que no es capaz ni de pedir perdón, ni de tener piedad, ni de reconocer su crueldad.
En “Nunca nos contamos lo que pasó” no salen los que siguen ganando porque se atreve a contar que en aquella guerra perdimos todos, incluidos ellos. En su historia no salen los despiadados porque es un cuento en el que los mejores imponen el mejor relato para reconciliarnos.
Hoy volverá a haber muchas misas y muchas concentraciones de apología al franquismo, aunque tengamos una ley que las prohíba. Hoy, volveremos a tener que sentir vergüenza nacional porque este país sigue sin hacer memoria reconciliadora, sigue sin institucionalizar la reconciliación y la reparación mínima.
Hoy volveremos a preguntarnos si las leyes, a veces, no son más que trampas.
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