Opinión
Le Pen y los pícaros
Por Pablo Batalla
Periodista
Sobre el recién fallecido Jean-Marie Le Pen —un aplauso para Satanás que se lo llevó—, lo más concienzudamente neutral que se puede decir es que era un varón caucásico de metro setenta y siete y noventa y seis años y que su nombre aparece en azul en Wikipedia. Y lo siguiente más aséptico que decir se puede es lo que ha dicho Emmanuel Macron. Esta fue la reacción del presidente de la República francesa al deceso del patriarca neofascista: «Figura histórica de la extrema derecha, desempeñó un papel en la vida pública de nuestro país durante casi setenta años, que ahora corresponde juzgar a la Historia». Imposible ponerse más de perfil, guardar tanto la ropa mientras se nada, emitir una declaración menos comprometedora sobre un hombre que decía que las cámaras de gas fueron «un detalle» de la segunda guerra mundial y que en Argelia no había habido torturas, sino «interrogatorios musculosos». Hay fascistas más finos, más habilidosos en el escamoteo de su fascismo, pero Le Pen lo era con dos docenas y media de balcones a la calle. Y hay algo terriblemente podrido si, fuera del búnker de sus partidarios, su muerte motiva obituarios distintos de una expresión rauda y contundente de repugnancia. El del nuevo primer ministro del país vecino, François Bayrou, ha sido el siguiente: «Más allá de las controversias que eran su arma favorita y de los necesarios enfrentamientos sobre el fondo, Le Pen fue una figura de la vida política francesa. Al luchar contra él, supimos lo luchador que era».
Hay una aventura de Tintín, La oreja rota, en la que el héroe de Hergé viaja por primera vez a San Theodoros, una tumultuosa republiqueta sudamericana en la que, durante décadas —porque en Tintín y los pícaros, cuarenta años después, todavía pasa—, dos generalotes apellidados Alcázar y Tapioca pugnan por el poder, en el cual van turnándose, de golpe de Estado en golpe de Estado y de insurgencia guerrillera en insurgencia guerrilla. La capital del país, cuyo nombre histórico es Las Dópicos [sic], se llama Alcazarápolis cuando rige el uno y Tapiocápolis cuando rige el otro. Y ello es que Tintín se ve mezclado sin querer en estas pendencias. En La oreja rota, llegan a ponerlo frente a una tapia de fusilamiento, acusado de ser un esbirro alcazariano por los tapioquistas. Los soldados apuntan ya cuando, de pronto, aparece en escena un coronel de uniforme rojo y luengos bigotes. «¡Alto, no tiren!», les dice, y luego explica: «¡Soldados, la revolución triunfa…! Tapioca, ese infame tirano, ha huido. El valiente general Alcázar es dueño de la situación». Los soldados exclaman: «¡Viva el general Alcázar! ¡Fuera los tiranos! ¡Abajo el general Tapioca! ¡Viva la libertad!». Y seguidamente se disponen a desamarrar a Tintín. Pero entonces llega como una exhalación otro coronel, que le cuenta al primero que las tropas del general Alcázar se han rendido, y el general Tapioca vuelve a ser el vencedor. Este grita entonces a sus hombres, con el mismo ímpetu que antes: «¡Soldados, la rebelión ha sido ahogada! ¡El general Alcázar, ese infame tirano, ha huido! ¡Jurémosle todos fidelidad al valeroso general Tapioca!». Los soldados exclaman: «¡Viva el general Tapioca! ¡Fuera los tiranos! ¡Viva la libertad! ¡Abajo el general Alcázar!».
Europa, Occidente, se llenan en nuestros días de esa clase de oportunistas. Son tiempos tan dramáticos como chuscos que nos hacen parecernos a la incorregible San Theodoros. Se libra una guerra sorda e incesante en nuestras naciones. No es literal, a tiros, con tapias de fusilar; de momento —de momento— es solo cultural, y electoral. Pero no se trata ya de meros partidos de un deporte incuestionado, sino de una disputa virulenta sobre a qué deporte jugar. Hay quienes ya quieren jugar a otro, y las manos rivales aferran por cada lado el sufrido balón, en una formidable tangana por seguir jugando con él o pincharlo. Somos hinchas que discutieran, no si el Madrid o el Barça ganan el próximo clásico, la próxima Liga, sino si se le pone fin a la Liga y se la reemplaza por los Juegos del Hambre. Y hay cruzados apasionados de cada uno de los dos bandos, pero en el claroscuro de su combate prosperan los macrones y los bayrous: hombres sin escrúpulos que con el mismo ímpetu con que han gritado vivas a la democracia liberal, correrán a decirle «¡abajo!» cuando se les susurre al oído que ahora no toca Alcázar, sino Tapioca. El partido está empatado por el momento, y ellos aguardan y, cuando se les pregunta si quieren que esa X se resuelva en un 1 o un 2, responden que la quiniela es un juego de azar gestionado por Loterías y Apuestas del Estado, que se basa en la Primera y Segunda División de fútbol y se juega marcando cruces en unos papelitos que…
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